(505) Evangelización de América –45. México. Beato Sebastián de Aparicio, el de las carretas

 Bto. Sebastián de Aparicio, OFM (+1502-1600)

–Se le ve muy anciano…

–Murió a los 98 años. 

 

Un santo analfabeto (1502-1600)

    Conocemos bien la santa vida del Beato Sebastián de Aparicio, pues al morir en 1600 la fama de santidad de este gallego-mexicano es tan grande, que ya en 1603 el rey Felipe III escribe al obispo de Tlaxcala para que haga información procesal de su vida y milagros. Y el obispo, en 1604, le remite la biografía escrita por fray Juan de Torquemada. Muy tempranas son también las vidas escritas por el médico Bartolomé Sánchez Parejo, fray Bartolomé de Letona (1662) y fray Diego de Leyva (1685). En ellas y en otros antiguos documentos se apoyan las recientes biografías de los fran­ciscanos Alejandro Torres (19682), Gaspar Calvo Moralejo (19762) y Ma­tías Campazas (19852), según las cuales va mi relato.

    El 20 de enero de 1502, en el pueblo gallego de Gudiña, en el matrimonio de Juan Aparicio y Teresa del Prado, nace un va­rón, después de dos niñas, al que le ponen por nombre el santo del día: Sebastián. Nada hace presagiar que la vida de este niño va a ser tan preciosa. En realidad no es sino un chico gallego como otros tantos, que nunca aprenderá a leer y a escribir –la escuela entonces era cosa de pocos–, y que desde niño, en cambio, será instruido en las oraciones, en el catecismo, y en las muy di­versas artes campesinas: hacer leña, cuidar los animales, regar, cultivar el campo, arreglar el carro y los caminos, las cercas y tejados, y tantas cosas más que va a seguir ejercitando toda su vida. A los cinco o seis años, aquejado de una grave enfermedad contagiosa, y aislado por su madre en una choza soli­taria, recibe en la noche la visita misteriosa de una loba que le libra de su tumor. Según Sánchez Parejo, el mismo Sebastián «refirió este suceso va­rias veces a sus amigos, cuando ya era fraile» (Campazas 11).

Un hombre casto

    Pasada la adolescencia entre los suyos, emigra a Castilla en su primera juventud, buscando trabajo. Lo encuentra en Salamanca, en la casa de una viuda joven y rica, que se enamoró perdidamente del mozo. Asistido por la gracia del Salvador, huyó Sebastián a tiempo de aquel incendio, sin chamuscarse en él siquiera. En la extremeña Zafra, entra al servicio de Pedro de Figueroa, pariente del Duque de Feria.

    También de allí, alertado por Cristo, hubo de huir Sebastián, pues una de las hijas del amo comenzó a rondarle con exceso. Así dispuso la Providencia que se llegara Sebas­tián a Sanlúcar de Barrameda, de donde partían los barcos hacia América. Allí sirvió siete años, muy bien pagado, en una casa fuerte, lo que le permi­tió enviar a sus hermanas las dotes matrimoniales entonces en uso. En este lugar venció otra vez, sostenido por Cristo, violentos asedios femeni­nos, que procedieron esta vez de la hija del dueño y también de una joven de Ayamonte. De estos sucesos dio noticia él mismo, siendo ya fraile.

    Se ve que las mujeres sentían gran atracción por este joven gallego. Pero aún era más amado por nuestro Señor Jesucristo.

Puebla de los Angeles

    A los 31 años, en 1533, se decide Sebastián a emigrar a América, y se radica hasta 1542 en la ciudad mexicana de Puebla de los Angeles, fundada por Motolinía dos años antes con cuarenta familias, precisamente para acoger emigrantes españoles. Llega, pues, cuando la ciudad está naciendo, y toda clase de trabajos y profesiones son ne­cesarios…

    Sebastián cultiva, sin gran provecho, trigo y maíz. Pero pronto inicia una labor de más envergadura. Por aquellos años el ganado caballar y va­cuno llevado por los españoles se ha multiplicado de tal modo que es ya, concretamente en la región de Puebla, ganado cimarrón. Sebastián, ini­ciador del charro mexicano, se dedica a perseguir novillos, lacearlos y domarlos, para formar con ellos buenas yuntas de bueyes.

    Por otra parte, pasan por Puebla interminables caravanas que del puerto de Veracruz se dirigen a la ciudad de México, siguiendo un camino ya abierto desde 1522. Asociado Sebastián con otro gallego, probablemente carpintero, forma una pequeña sociedad de carretas de transporte –quizá la primera del Nuevo Mundo–, que evita a los indígenas el duro trabajo de portear cargas. Más aún, conseguido el permiso de la Audiencia Real, abre aquel camino al tráfico rodado, trabajando de ingeniero y de peón, y enseñando a trabajar a indios y españoles. Las carretas de Aparicio, du­rante siete años, recorren sin cesar aquellas primeras «carreteras» de América, como buenas carretas gallegas, chirriantes y seguras…

Entre México y Zacatecas

    En 1542 deshace la sociedad con su amigo gallego y se traslada a la ciudad de México con miras aún más amplias. Según cuenta el padre Le­tona, «formó con su industria una gran cuadrilla de carros», también la pri­mera en esta ocasión, e «intentó desde México buscar y abrir camino de carros para Zacatecas (que hasta entonces ninguno se había atrevido a hacerlo). Y con notable trabajo salió con su intento; y lo prosiguió, mejorando con él un mayor y mejor comercio del Reino: siendo su primer in­ventor» (Campazas 21). Durante diez años transporta Aparicio minerales de plata de las minas de Zacatecas a la Casa de Moneda de México, y también transporta viajeros.

Amigo de los chichimecas

    Esta empresa es por esos años sumamente audaz y arriesgada, pues los carros, con su preciosa carga, han de atravesar territorios dominados por los belicosos indios chichimecas. De éstos escribía hacia 1600 fray Je­rónimo de Mendieta:

    «Chichimeco es nombre común de unos indios infieles o bárbaros, que no teniendo asiento cierto (especialmente en verano), andan discurriendo de una parte a otra. Traen los cuerpos del todo desnudos, duermen en la tierra desnuda aunque sea empantanada, con per­petua sanidad. Sufren mortales fríos, nieves, calores, hambre y sed, y no se entristecen. Son dispuestos, nerviosos, fornidos y desbarbados. No tienen reyes ni señores, mas entre sí mis­mos eligen capitanes. Tampoco tienen ley alguna ni religión concertada. Sacrifican ante ídolos de piedras y barro, sangrándose las orejas y otras partes del cuerpo. De la religión cris­tiana tienen mucha noticia por los frailes menores, y no otros, que siempre andan entre ellos. Y si alguno se convierte, es con mucho trabajo y perseverancia de los ministros…

    «Tienen estos chichimecos entre sí guerras civiles muy sangrientas, y enemistades mortales, así nuevas como antiguas. Pelean desnudos, untados con matices de diferentes colores, con sólo arcos medidos a su estatura. Es cosa increíble cómo con espantable ferocidad menosprecian el resto de los que se les ponen delante, aunque sea hombres armados y de caballos encubeta­dos. La certinidad, ánimo, destreza y facilidad con que juegan esta diabólica arma, no se puede explicar». Causaron mucho tiempo especiales estragos «por el camino de Zacatecas y de otras minas de aquella comarca. Ha sido Nuestro Señor servido que por medio de religiosos y diligencias de los virreyes, hayan venido de paz, de seis o siete años a esta parte, pidiéndola ellos mismos de la suya. Y en esta buena obra no poco se les debe a los indios de la provincia de Tlaxcala (demás de la obligación antigua de haberse por medio de ellos ganado esta tierra), porque dieron al virrey D. Luis de Velasco el mozo cuatrocientos vecinos casados, con sus mujeres e hijos, para que fuesen a poblar juntamente con los chichimecos que venían de paz, para que con su comunicación y comercio se pusiesen en policía y en costumbres cristianas, y para ello se hicieron seis poblaciones con sus monasterios de frailes menores que los ense­ñasen y doctrinasen» (Hª ecl. indiana, pról. V libro, IIª p., extracto).

    Por estas regiones –como en una película del far west, aunque dos si­glos antes que en Estados Unidos–, circularon diez años las carretas de Aparicio, de México a Guadalajara, y de ésta a Santa María de Zacatecas. Y como dice el doctor Parejo, «lo que más me admira, entre todas estas cosas heroicas y dignas de estimación, es la benevolencia y buen nombre que entre los indios chichimecas tenía granjeada su pródiga liberalidad y sencillo pecho, que, con ser gente caribe y bárbara, que se comen unos a otros, reconociendo a Aparicio, le traen frutas y otros regalillos, mostrán­dose deseosos de quererle servir y agradar; y no solo eso, pero le ayu­daban al trabajo y avío de sus carretas todo el tiempo que podían ha­cerlo… Esto tenía granjeado Aparicio con las buenas obras, agasajo y gruesas limosnas que les hacía» (Campazas 22).

    En tantos años de trabajos y viajes le ocurrieron a Sebastián innumera­bles aventuras, en las que se reflejan tanto su bondad como su valor y fuerza. Llegando una vez con sus carretas a la plaza mayor de México, una de ellas aplastó la mercancía de un cacharrero, el cual, sin avenirse a ra­zones, desafió espada en mano al jefe de la caravana. Sebastián, doma­dor de novillos, pronto dio en tierra con el bravucón, poniéndole la rodilla el pecho y el pomo de la espada sobre el rostro. El cacharrero pidió perdón por el amor de Dios, y esto fue suficiente para Aparicio, que le ayudó a le­vantarse, diciéndole: «De buen mediador te has valido».

Devoto probable de la Virgen de Guadalupe

    En 1531 se produjeron las apariciones benditas de la Señora del Tepe­yac al indio Juan Diego, y poco después se alzó la primera capilla en ho­nor de la Guadalupana. En la gran peste de 1544-1545, los franciscanos de Tlatelolco acudieron en rogativa desde su convento a la Virgen del Tepe­yac. Y en 1568 Bernal Díaz del Castillo habla de «la santa iglesia de Nues­tra Señora de Guadalupe, que está en lo de Tepeaquilla…; y miren los santos milagros que ha hecho y hace cada día» (210). No parece, pues, atrevido suponer que Aparicio, tan cristiano y piadoso, se hallaría entre los devotos de la Virgen de Guadalupe, y que con sus continuos viajes habría sido propagador de su devoción por la Nueva España. Como bien supone Calvo Moralejo (65), sería Sebastián uno de los muchos españoles de quienes en 1582 escribía el inglés Phillips:

    «Siempre que los españoles pasan junto a esta iglesia, aunque sea a caballo, se apean, en­tran a la iglesia, se arrodillan ante la imagen y ruegan a Nuestra Señora que los libre de todo mal; de manera que vayan a pie o a caballo, no pasarán de largo sin entrar en la iglesia a orar… A esa imagen llaman en español Nuestra Señora de Guadalupe».

Tlalnepantla

    En 1552, tras dieciocho años de carretero y empresario, y ya con 50 años de edad, vende Aparicio sus carros, y se establece en una hermosa ha­cienda de Tlalnepantla, cerca de México. No sin razón le llaman «Aparicio, el Rico». En Chapultepec, en las afueras de México, adquiere una ha­cienda ganadera, y así se arraiga para siempre en su nueva patria, como tantas veces recomendaban las autoridades civiles y religiosas. Fray Mar­tín de Hojacastro, el que sería después obispo de Tlaxcala, escribía en 1544 al emperador: «Ha menester que los españoles no sean en esta tie­rra así como viandantes para disfrutar la tierra sin provecho, antes hacién­dose naturales de ella la conserven y aumenten». Para estos años ya Se­bastián Aparicio es absolutamente mexicano.

    La casa de Aparicio en Tlalnepantla fue testigo de muchas obras de mi­sericordia, así corporales como espirituales. En efecto, en palabras del doctor Pareja, era «refrigerio de sedientos, hartura de hambrientos, po­sada de peregrinos, alivio de caminantes, albergue y roca de los misera­bles indios» (Calvo 77). Allí Aparicio enseñaba a trabajar, daba aperos y semillas, perdonaba deudas, arreglaba carretas, enseñaba las oraciones, se esforzaba en aprender la lengua de los indios…

    En su forma de vivir, no obstante su riqueza, se distinguía por una auste­ridad desconcertante. Vestía como cualquiera, aunque sabía trajearse adecuadamente en las ocasiones señaladas. No tenía cama, sino que dormía sobre un petate o en una manta tendida al suelo. Comía como la gente pobre, tortillas de maíz con chile y poco más, y añadía algo de carne cocida en domingos y fiestas. No pocas veces pasaba la noche a caballo, protegiendo de animales malignos su hacienda, y alguna vez le vieron dormido sobre su montura, apoyado en su lanza. Todos los días rezaba el rosario, y de su tierra gallega conservó siempre una gran devoción al santo Señor Santiago.

Chapultepec y Atzcapotzalco, dos bodas

    A los 55 años pasó Aparicio a vivir al pueblo de Atzcapotzalco, donde un hidalgo, con más pretensiones que riquezas, trató de conseguirle como rico y honesto marido para su hija. Aparicio preguntó al padre cuál era la dote que pretendían para la joven, y cuando supo que eran 600 pesos, los entregó al padre y él quedó libre de ulteriores apremios.

    Pocos años después ha de trasladarse a Chapultepec, donde la abun­dancia de ganado requería su presencia. Allí tiene una enfermedad muy grave y recibe los últimos sacramentos, pensando ya en morirse. Recupa­rada la salud, muchos le recomiendan que se case. Tras muchas dudas y oraciones, acepta el consejo, y a los 60 años, en 1562, se casa con la hija de un amigo vecino de Chapultepec en la iglesia de los franciscanos de Tacuba, haciendo con su esposa vida virginal. Pensando estaban sus suegros en entablar proceso para obtener la nulidad del matrimonio, cuando la esposa muere, en el primer año de casados, y Aparicio, des­pués de entregar a sus suegros los 2.000 pesos de la dote, de nuevo se va a vivir a Atzcapotzalco.

    Un segundo matrimonio contrajo a los 67 años en Atzcapotzalco, con una «indita noble y virtuosa, llamada María Esteban», hija jovencita, como su primera esposa, de un amigo suyo. Fue también éste un matrimonio virgi­nal, como Sebastián lo asegura en cláusula del testamento hecho enton­ces: «Para mayor gloria y honra de Dios declaro que mi mujer queda vir­gen como la recibí de sus padres, porque me desposé con ella para tener algún regalo en su compañía, por hallarme mal solo y para ampararla y servirla de mi hacienda». Para ésta, como para su primera esposa, fue como un padre muy bueno.

    Pero tampoco esta felicidad terrena había de durarle, pues antes del año la esposa muere en un accidente, al caerse de un árbol donde recogía fruta. Aparicio la quiso mucho, como también a su primera esposa, y de ellas decía muchos años después que «había criado dos palomitas para el cielo, blancas como la leche».

Los extraños caminos del Señor

    Sebastián de Aparicio, humilde y casto al estilo de San José, debió sen­tir como éste muchas veces profundas perplejidades ante los planes de Dios sobre él. Siempre inclinado a la austeridad de vida, el Señor ponía en sus manos la riqueza. Siempre inclinado al celibato, la Providencia le lle­vaba a dos matrimonios, seguidos –nuevo desconcierto– de prematura viudez. Pasando por graves enfermedades, el Señor le daba larga vida… Muchas veces se preguntaría Sebastián «¿qué es lo que el Señor quiere hacer conmigo?». Y una y otra vez su perplejidad tomaría forma de oración incesante: «enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad» (Sal 85,11)…

    Una gravísima enfermedad ahora le inclina a hacer su testamento, de­jando todos sus bienes a los dominicos de Atzcapotzalco, con el encargo de que parte de su hacienda se empleara en favor de sus queridos indios mexicanos. Pero la salud vuelve completamente, y aumenta el descon­cierto interior en Sebastián, a quien Dios da graves en­fermedades y muy larga vida. Cada vez está más ajeno a sus tierras y ga­nados, y pasa más horas de oración en la iglesia. Cada vez son más lar­gas y frecuentes sus visitas al convento franciscano de Tlanepantla. Una voz interior, probablemente antigua, le llama con fuerza siempre creciente a la vida religiosa, pero esta inclinación no halla en sí mismo sino dudas, y se ve contrariada por los consejos de sus amigos, incluso por las evasi­vas y largas de su mismo confesor.

    Tiene ya 70 años, y aún no conoce su vocación definitiva. ¿Cómo se explica esto?… «¿Qué he de hacer, Señor?» (Hch 22,10). ¿Será que una pertinaz infidelidad a la gracia, obstinadamente mantenida durante tantos años, le ha impedido conocer su verdadera vocación? ¿O será más bien que esta misma vida suya, llena de zig zags, es simplemente fidelidad a un misterioso plan divino?… Todo hace pensar que Sebastián de Aparicio pasó realmente las moradas, las Moradas del Castillo interior teresiano, con todas sus purificaciones e iluminaciones progresivas, hasta llegar a la cámara real, donde había de consumarse su unión con el Señor.

    La vida de Sebastián de Aparicio nos asegura una vez más que los caminos de la Providencia divina son misteriosos. Si él man­tuvo su castidad virginal incólume tras los graves pe­ligros pasados en Salamanca, San Lúcar y Zafra, y más tarde en dos matrimonios; si guardó su devoción cristiana viviendo solo y en continuos viajes de carretero; si conservó su corazón de pobre en medio de no pequeñas riquezas, es porque siempre estuvo guardado y animado por el mismo Cristo. Ahora bien, si continua­mente fue guiado por el Señor, esto nos lleva a pensar que su extraña y cambiante vida no fue sino el desarrollo fiel de un misterioso plan divino. Quiso Dios que Sebastián de Aparicio fuera todo lo que fue hasta llegar a ser un santo religiso.

Portero de clarisas en México

    El tiempo de «Aparicio el Rico» ha terminado ya definitivamente. Este hombre bueno, aunque parezca cosa imposible, «en todo el tiempo que fue señor  de carros y labranza ganó cosa mal ganada  –dice el doctor Parejo–, ni que le remordiese la conciencia a la restitución» (Calvo 81). Un verdadero milagro de la gracia de Cristo. Él mismo, ya viejo, pudo decir con toda verdad: «Siempre he trabajado por el amor de Dios» (Calvo 48).

    Las clarisas de México, a poco de su fundación, pasan por graves penu­rias económicas. Y el confesor de Aparicio sugiere a éste que les ayude con sus bienes y sus conocimientos de la Nueva España. La respuesta es inmediata: «Padre, delo por hecho; mas de mi persona ¿qué he de ha­cer?»… El mismo confesor le indica la posibilidad de que sirviera a las cla­risas como donado, portero y mandadero. Aquí es cuando Sebastián co­mienza a entrever la luz de la vida religiosa… A fines de 1573, ante notario, cede todos sus bienes, que ascendían a unos 20.000 pesos, a las clarisas, y sólo de mala gana, por contentar a su precavido confesor, deja 1.000 pesos a su disposición por si no persevera.

    Y entonces, cuando en México los numerosos conocidos de Sebastián empiezan a no entender nada de su vida, viendo que el antiguo empresa­rio y rico hacendado se ha transformado en modesto criado de un con­vento de clausura, entonces es precisamente cuando a él se le van aclarando las cosas: por fin su vida exterior va coincidiendo con sus inclinaciones interiores más profundas y persistentes. Es la primera vez que ocurre en su vida.

Fraile francisco

    La vocación religiosa de Sebastián, después de más de un año de mandadero y sacristán de las clarisas, queda probada suficientemente, y el 9 de junio de 1574, a los 72 años de edad, es investido del hábito fran­ciscano en el convento de México. Los buenos frailes de San Francisco, que le conocían y estimaban hacía mucho tiempo, tuvieron la generosidad de recibir a este anciano, que probablemente estimarían próximo a su fin… Pero el buen hermano lego Sebastián da en el noviciado muestras no solo de oración y virtud, sino también de laboriosidad: barre, friega, cocina, atiende a cien cosas, siempre con serena alegría.

    Sin embargo, en este año de noviciado fray Sebastián va a sufrir no poco, por una parte de la convivencia, no siempre respetuosa, de sus jó­venes compañeros de noviciado, y por otra, sobre todo, de las impugna­ciones del demonio… Y además de todo esto, sus hermanos de comuni­dad no acaban de ponerse de acuerdo sobre la conveniencia de admitirlo definitivamente a la profesión religiosa, pues aunque reconocen su bon­dad, lo ven muy anciano para tomar sobre sí las austeridades de la Regla franciscana. En ese tiempo tan duro para él, fray Sebastián tiene visiones de San Francisco y de su querido apóstol Santiago, el de Galicia, que le confirman en su vocación. Al referir con toda sencillez estas visiones a un novicio que dudaba de volverse al mundo, confirmó a éste en su vocación.

    Finalmente, llegado el momento, y después de tres días de deliberación, deciden recibirlo, de modo que el 13 de junio de 1575 recita la solemne fórmula:

    «Yo, fray Sebastián de Aparicio, hago voto y prometo a Dios vivir en obediencia, sin cosa alguna propia y en castidad, vivir el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, guardando la Regla de los frailes menores».

    Y un fraile firma por él, pues es analfabeto.

Mendigo de Dios en Puebla

    Fray Sebastián, ya fraile, con toda la alegría del Evangelio en el pecho, y con sus 73 años, se va a pie a su primer destino, Santiago de Tecali, con­vento situado a unos treinta kilómetros al este de Puebla. En este pueblo de unos 6.000 vecinos, siendo el único hermano lego, sirve un año de por­tero, cocinero, hortelano y limosnero.

    Pero en seguida le llaman a Puebla de los Angeles, donde el gran con­vento franciscano, con su centenar de frailes, empeñados en mil tareas de evangelización y educación de los indios, necesitan un buen limosnero. Aquí, donde había comenzado su vida seglar en Nueva España, va a transcurrir el resto de su vida.

    A sus 75 años, con el sombrero de paja a la espalda, el hábito remendado, la bota, «su compañera», siempre al hom­bro, el rosario en una mano y la aguijada en la otra para conducir sus bue­yes, fray Sebastián retoma su carreta y se hace de nuevo a los caminos, recorriendo sin cesar una región de unos 250 kilómetros a la redonda, esta vez para recoger ayudas no sólo para los frailes de su comunidad, sino también para los pobres que en el convento se atienden día a día. «Ahí viene Aparicio», se decían con alegría los que le veían llegar. Y su fórmula era: «Guárdeos Dios, hermano, ¿hay algo que dar, por Dios, a San Fran­cisco?»… «Aparicio el Rico» se ha transformado de verdad en un «fraile mendicante».

    A los otros limosneros les dice siempre: «No pidáis a los pobres, que harto hacen los miserables en sustentarse en su pobreza». Más aún, él daba a los pobres muchas veces su propia ropa o les repartía de los bie­nes que había reunido para el convento. El superior no veía clara la con­veniencia de tal proceder, pero fray Sebastián le decía: «Más que me dé cien azotes, que no tengo de dejar de dar lo que me piden por amor de Dios».

    A los sesenta años había comenzado el Hermano Aparicio a beber algo de vino, que «casi no era nada». Y ahora, ya fraile y penitente, siempre lle­vaba consigo la bota, quizá para que no le tuvieran por santo, quizá para reconfortarse en momentos de agotamiento, tal vez para ambas cosas. Un día del Corpus se encontró con él don Diego Romano, obispo de Tlaxcala, y como le apreciaba mucho, le dijo a fray Sebastián si podía ayudarle en algo. No tuvo mucho que pensar el buen fraile. Acercándole la bota, le dijo: «Que me llenéis esta pobretilla» (Calvo 150)…

A la sombra de la Cruz

    El viejito que los frailes franciscos han recibido por pura generosidad, va a servirles de limosnero 23 años, de los 75 a los 98. Siempre de aquí para allá, pasa muchas noches al sereno, a la luz de las estrellas, al cobijo de su carreta. Incluso cuando estaba en el convento, no necesitaba celda y prefería dormir en el patio bajo su carro. El padre Alonso Ponce, Comisa­rio General franciscano, en una Relación breve de 1586, decía de fray Se­bastián:

    «Siendo de casi 90 años de edad, anda con su carreta de cuatro bueyes, sin ayuda nin­guna de fraile español, ni indio, ni otra persona, acarreando leña y maíz y otras cosas necesa­rias para el sustento de aquel convento, y nunca le hace mal dormir en el campo al sol, ni al agua, antes este es su contento y regalo, y cuando está en el convento ha de tener la puerta de la celda abierta y ver el cielo desde la cama en que duerme, porque de otra manera se an­gustia y muere; si se le moja la ropa nunca se la quita, sino que el mismo cuerpo la enjuga, y si por estar sucia la ha de lavar, sin aguardar a que se seque se la viste y él la enjuga y seca con el calor del cuerpo, sin que de nada de esto se le renazca enfermedad, ni indisposición al­guna» (Campaza 40).

    Los datos son ciertos, pero no parece tan exacta la apreciación idílica de los mismos. En realidad fray Aparicio pasó en estos años de ancianidad, siempre de camino, innumerables penalidades. A veces sus penitencias eran consideradas como manías; pero eran en realidad mortificaciones. Así, poco antes de morir, le dice a su mismo superior: «Piensa, padre Guardián, que el dormir yo en el campo y fuera de techado es por mi gusto; no, sino porque este bellaco gusanillo del cuerpo padezca, porque si no hacemos penitencia, no iremos al cielo» (Calvo 108).

    Y según refiere el doctor Pareja, a un fraile que le aconsejaba ofrecerlo todo a Dios, le res­ponde: «Hartos días ha que se lo he ofrecido, y bien veo que si no fuera por su amor, era imposible tolerarlo; porque os certifico, Padre, que ando tan molido y cansado, que ya no hay miembro en el cuerpo que no me duela; y a un puedo certificaros que hasta los cabellos de la cabeza siento que me afligen, cuando de noche me quiero acostar o tomar algún reposo» (Campazas 40).

Consolado por los ángeles

    También es cierto que el Hermano Aparicio se vio asistido muchas ve­ces por consolaciones celestiales, como suele suceder tantas veces a los santos, cuando por amor de Dios renuncian a todo placer mundano. Él tuvo, concretamente, una gran devoción a los ángeles, especialmente al de su guarda, y experimentó muchas veces sus favores.

    Él mismo contó al provincial Alonso de Cepeda una anécdota bien significa­tiva. Le refirió que «caminando para Puebla hizo noche junto a una gran barranca que está en el camino de Huejotzingo. Y estando acostado en el suelo, debajo de una carreta, como acos­tumbraba, era tanta el agua que llovía que corrían arroyos hacia él, sin poderlo remediar, ni hacer otra diligencia más que ofrecer a Dios nuestro Señor aquel trabajo que padecía, con una total resignación y conformidad con su voluntad santísima».

    Pero Dios acudió en auxilio de su siervo. Un hermosísimo mancebo se apareció y con una vihuela comenzó a tocar tan suave y dulcemente, que le pareció estar en la gloria, olvidándose de la incomodidad de la lluvia, y levantándose para acercarse al músico, éste se iba retirando, hasta que saltando la barranca de un salto, desapareció, dejando a Aparicio muy consolado» (Campazas 57). Otra vez, con la carreta atascada en el barro, se le presenta un joven vestido de blanco para ofre­cerle su ayuda. «¡Qué ayuda me podéis dar vos, le dice, cuando ocho bueyes no pueden sa­carla!». Pero cuando ve que el joven sacaba el carro con toda facilidad, comenta en voz alta: «¡A fe que no sois vos de acá!» (Campazas 71)…

    Fueron numerosas las ocasiones en que a fray Sebastián, como a Cristo después del ayuno en el desierto, «se acercaron los ángeles y le servían» (Mt 4,11), o como en la agonía de Getsemaní, «un ángel del cielo se le apa­reció para confortarle» (Lc 22,43).

Impugnado por los demonios

    Como también es frecuente en quienes han vencido ya el mundo y la carne, fray Sebastián experimentó terribles impugnaciones del Demonio en mu­chas ocasiones. En la hacienda de Tlanepantla, agarrado a las astas de un toro furioso, luchó a brazo partido contra el Demonio. En las clarisas de México los combates contra el Maligno era tan fuertes que la abadesa le puso una noche dos hombres para su defensa, pero salieron tan molidos y aterrados por dos leones que por nada del mundo aceptaron volver a cumplir tal oficio.

    Ya de fraile, según cuenta el doctor Pareja, el demonio «le quitaba de su pobre cama la poca ropa con que se cubría y abrigaba, y, echándosela por la ventana del dormitorio, lo dejaba yerto de frío y en punto de acabár­sele la vida. Otras veces, dándole grandes golpazos, lo atormentaba y molía; otras lo cogía en alto y, dejándolo caer como quien juega a la pe­lota, lo atormentaba, inquietándolo; de manera que muchas veces se vio desconsoladísimo y afligido» (Campazas 31).

    Los ataques continuaron en muchas ocasiones. En una de ellas los demonios le dijeron que iban a despeñarlo porque Dios les había dado orden de hacerlo. A lo que res­pondió fray Sebastián muy tranquilo: «Pues si Dios os lo mandó ¿qué aguardáis? Haced lo que Él os manda, que yo estoy muy contento de ha­cer lo que a Dios le agrada»…

    Tan acostumbrado estaba nuestro Hermano a estos combates, que al Provincial de los Descalzos, fray Juan de Santa Ana, le dijo que ya no le importaban nada, «aunque viese más demonios que mosquitos». Y poco antes de morir, a los hermanos que le recomendaban acogerse a Dios para librarse de los asedios del Malo les dice: «Gracias a Dios, ha mucho tiempo que ese maldito no llega a mí, por haberle ya muchas veces ven­cido».

«Florecillas» de fray Sebastián

    De los 568 testigos que depusieron en el proceso que la Iglesia hizo a su muerte, y de otros relatos, nos quedan muchas anécdotas, de las que refe­riremos algunas. A fray Juan de Santa Ana, buen amigo suyo, le contó fray Sebastián esta anécdota:

    «Habéis de saber que todas las veces que voy al convento, procuro llevar a los coristas y estudiantes fruta u otra cosa que merienden, y cuando no lo hago me esconden las herramien­tas de las carretas (que sin duda las letras deben hacer golosos a los mozos), y esta vez que no les llevé nada, me cercaron con mucho ruido y alboroto; me pusieron tendido sobre una tabla, diciendo que ya estaba muerto, y cantando lo que cantan cuando entierran a los muer­tos, me llevaban por el claustro adelante a enterrar entre las coles de la huerta, donde tenían ya hecho el hoyo. Acertolo a ver desde su corredor el Guardián, que era entonces el R. P. fray Buenaventura Paredes, y preguntó: –¿Dónde lleváis a Aparicio? Y respondieron: –Padre nuestro, está muerto y lo llevamos a enterrar. Entonces dije yo: –Padre Guardián, ¿yo estoy muerto? Y visto por el Guardián que había yo respondido, les dijo: –¿Pues cómo habla si está muerto? A lo cual los dichos coristas dijeron: –Padre nuestro, muchos muertos hablan y uno de ellos es el Hermano Aparicio. Y por último el Guardián les mandó que me dejasen, que de otra suerte ya estuviera enterrado» (Campazas 47).

    En una ocasión un religioso le exhortaba a amar a Dios, ya que Dios tanto le quería. A lo que fray Sebastián respondió con dudosa exactitud teológica, pero con toda veracidad de corazón: «Más le quiero yo a Él, pues sólo por Él he trabajado toda mi vida, sin descansar un punto, y por su amor me dejaría hacer pedazos». Aquel gallego analfabeto, pura bondad para todos, en la gran simplicidad de su enorme ignorancia, tenía en cambio sus problemas para amar a los judíos, y alegaba: «No son nuestros prójimos los que no creen en Jesucristo, sino herejes». Y cuando le hacían ver que Jesucristo, la Virgen María y San José, así como los santos apóstoles, eran judíos, respondía conteniendo su indignación: «Mirad que decís here­jía»…

    El Hermano Aparicio, tan devoto de la Eucaristía, sufría no poco a veces por no poder estar siempre presente en los oficios litúrgicos. Por eso en ocasiones, cuando estaba con el ganado en el monte, lo dejaba abando­nado y se iba al convento a la hora de la Misa. Y a los que ponían objecio­nes les decía: «Allá queda mi Padre San Francisco, cuya hacienda es ésa; él la guardará, y yo os aseguro que no faltará nada». Como así fue siem­pre.

    Regresaba fray Sebastián con su carro bien cargado de Tlaxcala a Puebla, cuando se le rompió un eje. No habiendo en el momento remedio humano posible, invoca a San Francisco, y el carro sigue rodando como antes. Y a uno que le dice asombrado al ver la escena: «Padre Aparicio, ¿qué diremos de esto?», le contesta simplemente: «Qué hemos de decir, sino que mi Padre San Francisco va teniendo la rueda para que no se caiga» (Campazas 53-4).

Señorío fraternal sobre los animales

    En realidad, fray Sebastián era bueno con todos, con los novicios de coro, a quienes les llamaba «novillos», y también con los mismos novillos, a quienes les decía «coristillas». Tenía sobre los animales un ascendiente verdaderamente sorprendente. A sus bueyes, Blanquillo, Aceituno…, hasta una docena que tenía, o al jefe de ellos, Gachupín, les hablaba y re­convenía como a hermanos pequeños, y le hacían caso siempre. Una vez que se le metieron a comer en una milpa, y una mujer se acercó gritando deso­lada, fray Sebastián le tranquilizó: «No se preocupe, hermana, mis bueyes no hacen daño». Y éstos obedientes se retiraron, dejando los maizales intac­tos.

    En otra ocasión, acarreando piedra para la construcción del convento de Puebla, un buey se le cansó hasta el agotamiento, y hubo que desun­cirlo. Fray Sebastián entonces, por seguir con el trabajo, se acerca a una vaca que está por allí paciendo con su ternero, le echa su cordón francis­cano al cuello, y sin que ella se resista, la pone al yugo y sigue en su tra­bajo. Y al ternerillo, que protesta sin cesar con grandes mugidos, le manda callar y calla. El antiguo domador de novillos los amansa ahora en el nom­bre de Jesús o de San Francisco.

    Regresando una vez de Atlixco con unas carretas bien cargadas de trigo, se detiene el Hermano Aparicio a descansar, momento que las hor­migas aprovechan para hacer su trabajo. «Padre, le dice un indio, las hormigas están hurtando el trigo a toda prisa, y si no lo remedia, tienen traza de llevárselo todo». Fray Sebastián se acerca allí muy serio y les dice: «De San Francisco es el trigo que habéis hurtado; ahora mirad lo que hacéis». Fue suficiente para que lo devolvieran todo.

    A un hermano le confesaba una vez: «Muchas veces me coge la noche en la sabana y, sin otra ayuda que la misericordia de Dios, como me veo solo y tan enfermo, vuelvo los ojos al cielo, al Padre universal de la clemencia, y dígole: “Ya sabe que esto que llevo en esta ca­rreta es para el sustento de vuestros siervos y que estos bueyes que me ayudan a jalar la ca­rreta son de San Francisco; también sabéis mi imposibilidad para poderlos guardar y recoger esta noche, y así los pongo en vuestras manos y dejo en vuestra guardia para que me los guardéis y traigáis en pastos cercanos, donde con facilidad los halle”. Con esto me acuesto debajo de la carreta y paso la noche; y a la mañana, cuando me levanto con el cuidado de buscarlos, los veo tan cerca de mí que, llamándolos, se vienen al yugo y los unzo, y sigo mi jornada» (Calvo 146).

«No perder a Dios de vista»

    Fray Sebastián de Aparicio, con todas estos prodigios, nada tenía de hombre excéntrico; bien al contrario, su vida era perfectamente céntrica, cen­trada en Dios, centro de todo: «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 1728). Desde Él actuaba siempre, y con Él y para Él vivía en todo momento. Y si San Francisco mandaba en su Regla a todos los hermanos legos rezar 76 Padrenuestros cada día, ésta era, con el Ave María, la oración continua del Hermano Aparicio. No salía de ahí, y en el «hágase tu voluntad» él decía todo lo que tenía que decir, y no tenía más que pensar o expresar. Fray Sebastián era, como bien dice Calvo Mo­ralejo, «el Santo del Padre Nuestro» (131).

Noches enteras pasaba en oración de rodillas, mirando al cielo. «No tenía horas determinadas de oración, refiere el padre Letona, porque la tenía continua. en especial los últimos años de su vida andaba siempre tan absorto en Dios que no aten­día a las palabras y preguntas que le hacían… Los 24 años que vivió en el convento de Puebla, jamás durmió debajo de techado, sino siempre en campo raso por no perder de vista el cielo» (Campazas 87). Varias veces le vieron, frailes y seglares, elevado durante la oración en éxtasis, pero lo más común era verle entre sus bueyes, a veces, cuando no podía menos, hasta en días de fiesta.

«Lo que yo hago –le confesaba a un fraile– es hacer lo que me manda la obediencia: duermo donde puedo, como lo que Dios me envía, visto lo que me da el convento; pero lo mejor es no perder a Dios de vista, que con eso vivo seguro». Y a esto añadía: «Si no fuera así, ¿quién había de pasar la vida que yo paso? A Él ofrezco los trabajos ordinarios de cada día, y a mi Padre San Francisco, por quienes los hago; ellos me lo reciban en des­cuento de mis pecados para que con eso me salve».

    Como decía su bió­grafo Sánchez Parejo, «toda su confianza y cuidado estaba puesto en sólo Dios. Él era su compañía, su comida, su bebida, su techo y amparo y, como dijo su padre San Francisco, y todas mis cosas» (Calvo 133).

Devoto seguro de la Virgen María

    El Señor, San Francisco, el apóstol Santiago, y la dulcísima Virgen Ma­ría… Muchos testigos afirmaron que la mano de fray Sebastián de Aparicio, siempre que no estaba ocupada en algún trabajo, se ocupaba en pasar una y otra vez el Rosario de la Virgen, sin cansarse de ello nunca.

    En una fiesta de la Virgen, llega fray Sebastián al convento de Cholula en el momento de la comunión, y allá se acerca a comulgar, desaliñado y con la bota al cinto, recogiéndose después a dar gracias. En ello está cuando se le aparece la Virgen, y él la contempla arrobado… Cuando el padre Sancho de Landa se le interpone, le dice el hermano Aparicio: «Quitáos, quitáos, ¿no veis aquella gran Señora, que baja por las escaleras? ¡Miradla! ¿No es muy hermosa?». Pero el padre Sancho no ve nada: «¿Estás loco, Sebastián?… ¿Dónde hay mujer?»… Luego comprendió que se trataba de una visión del santo Hermano (Compazas 89).

98 años…

    El 20 de enero, día de San Sebastián, de 1600, el Hermano Aparicio cumple 98 años, y una vez honrado su patrono, está trabajando con sus ca­rretas. Todavía le aguantaba la salud, aunque una antigua hernia le daba cada vez más sufrimientos. El 20 de febrero, viene a casa desde el monte de Tlaxcala con un carro de leña, cuando los dolores de la hernia se le agudizan hasta producirle náusea y vómitos. Se las arregla, quién sabe cómo, para llegar al convento de Puebla, donde fray Juan de San Buena­ventura, también gallego, le recibe, espantándose de verle tan desfalle­cido.

    Allá queda fray Sebastián en el patio, bajo la carreta, en el lugar acostumbrado. Pero el padre Guardián le obliga a guardar cama en la enfermería. Cinco días dura allí, sobre la cama inusual. Y a su paisano fray Juan de San Buenaventura se le queja: «¿Qué os parece?, cómo no me quieren dejar donde tengo consuelo»… Él, de hacía tiempo, como los in­dios, tenía preferencia por sentarse directamente en el suelo: «Mejor está la tierra sobre la tierra», solía decir.

    Pide entonces que le traigan a la celda el Santísimo, y que le dejen ado­rarlo postrado en tierra. Más tarde el padre Guardián le acerca el crucifijo, para que le pida perdón al Señor por sus pecados: «¿Ahora habíamos de aguardar a eso? –le dice fray Sebastián–. Muchos días ha que somos viejos amigos»… Otro fraile le pone en guardia contra posibles asaltos del demonio: «Ya está vencido –le responde–. Todo lo veo en paz. El Señor sea bendito».

    El 25 de febrero de 1600, con 98 años, postrado en tierra, al modo de San Fran­cisco, fray Sebastián de Aparicio entrega a Dios su espíritu al tiempo que dice «Jesús».

    En seguida se abre su proceso de beatificación, y llegan a documen­tarse hasta 968 milagros… Por fin, tras tantas demoras, en 1789 es decla­rado Beato, y desde entonces su cuerpo incorrupto –parece un hombre dormido, de unos 60 años– descansa en una urna de plata y cristal en el convento franciscano de Puebla de los Angeles. No es fácil entender que su causa de canonización no vaya adelante, siendo tantos, tan antiguos y ten fidedignos los testimonios favorables. En todo caso, los mexicanos de Puebla de los Ángeles no tienen ninguna duda sobre su santidad. Hay –o había– en la plaza un hermoso monumento en granito y bronce, con una inscrip­ción que, sin espe­rar a Roma,  dice bien claramente:

San Sebastián de Aparicio

Precursor de los caminos de América

1502-1600

 

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

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