Parece ser, según algunas informaciones, que una periodista le ha preguntado (retóricamente) a un obispo que hizo un comentario sobre la encíclica “Humanae vitae” del papa Pablo VI: “Señor obispo, ¿qué prefiere, un mundo lleno de hijos o lleno de personas infectadas por el VIH?”.
La pregunta me ha dejado estupefacto: ¿Qué tendrán que ver los hijos y las infecciones? Un hijo, si todo va bien, es, o debe ser, el fruto del amor de sus padres. Una infección es, por sistema, algo no deseado, algo que evitar sistemáticamente, algo de lo que defenderse. Yo no creo que los hijos deban ser considerados como algo a evitar sistemáticamente, como algo necesariamente no deseado, como algo de lo que defenderse
Pablo VI llamó la atención sobre las consecuencias no deseadas que podría acarrear para el mundo la aceptación pacífica de la convicción según la cual, en la práctica, uno puede evitar los hijos con los mismos, o parecidos medios (objetivos), con los que se protege de las infecciones,
Si lo que corresponde a la procreación queda sometido exclusivamente al libre arbitrio de los hombres, a su capricho, sin reconocer que en el propio cuerpo y en sus funciones pueden reconocerse indicios que, junto a otros, permiten discernir, distinguir, entre lo bueno y lo malo, entre lo permitido y lo prohibido, se dan pasos que pueden llevar, obviando el valor simbólico del cuerpo y de sus reclamos, a la explotación del débil por parte del fuerte.
Así sucede, y ha sucedido, en el mundo del trabajo. Los seres humanos podemos trabajar, pero no debemos hacerlo hasta la extenuación. Ignorar las señales de cansancio que el cuerpo emite facilita tratar al hombre como una bestia de carga o como una máquina.
En el plano de la procreación, del amor fiel que se abre a la fecundidad, ignorar las señales del cuerpo, burlar su gramática, puede conducir, aunque no necesariamente y no siempre, a perder el respeto por el cónyuge, a considerarlo como un simple instrumento de goce egoísta.
Si el fuerte es el hombre – o cuando el fuerte era, supuestamente, el hombre – lo más habitual era que la víctima fuese la mujer. Y nadie desea que la expresión del amor conyugal, que es corporal y espiritual, humano en suma, sea fundamentalmente una expresión de egoísmo y de instrumentalización del otro.
Los profilácticos surgieron para preservar de la enfermedad; de las enfermedades de transmisión sexual. No nacieron para preservar de los hijos, porque los hijos no son una enfermedad.
Que el ejercicio de la paternidad haya de ser responsable no significa que haya que evitar los hijos como quien evita la peste.En el contexto de una adecuada antropología del amor y de la sexualidad – atenta, también, a las señales del cuerpo – las enfermedades de transmisión sexual, y los virus que se propaguen de ese modo, no van a encontrar su nicho ecológico propicio.
No, ese nicho propicio lo encontrarán antes donde la sexualidad se ejercite al margen del amor, de la fidelidad y del compromiso. Quizá de eso haya que protegerse. Y no de los hijos, que no son virus.
Guillermo Juan Morado.
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