Gracias, amigo Lee. Gracias, hermano sacerdote ¡Gracias!
Porque te diste con entusiasmo, con sencillez, con alegría.
Gracias porque hiciste felices a muchos y me pude contar entre ellos.
Gracias por esos pocos años de sacerdocio juvenil, entusiasta, completo.
Gracias por tu amistad, optimismo y audacia.
Gracias por tu sencillez, por tus ocurrencias, por tu risa generosa y por tu seriedad serena.
Gracias porque sabías estar, acompañar, aguantar y esforzarte sin hacerte víctima.
Gracias porque supiste ayudar, desde los primeros tiempos de seminario, hasta el final. Nunca retiraste el hombro, aunque pesara la carga.
Fuiste discreto, afable y gozosamente fuerte. Así te vi siempre, incluso en tus entrañables fotos últimas, tan animosas, a pesar de tus pesares ¡Gracias por ello!
Pido para tí, entre lágrimas, un aplauso caluroso, como aquellos de aquellos tiempos de seminario. Y rezo para que así te reciban en el cielo ¡Te lo mereces, campeón!
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