Y, amigos: llegamos al final del año.
Trescientos y pico de días corriendo como la corriente de un río.
Siempre igual y siempre diferente.
Permítanme un saludo y reflexión.
El taller estaba en silencio.
Se había callado el martillo.
Se habían callado los clavos.
Guardaba silencio la sierra.
En silencio estaba la madera.
Callaba la garlopa.
Dormían los troncos, en el silencio.
En la casa de José y de María todo era silencio.
Pero el silencio era palabra.
Los dos caminaban en silencio.
Y los dos entendían el silencio.
Los dos silencios abrazados en el silencio.
En silencio estaba la Palabra.
Dormida en seno virginal.
En silencio estaba la Madre,
mientras el corazón escuchaba.
En silencio estaban los dos:
la virginidad de la Palabra
y la virginidad de la Madre.
No eran días ya para hacer preguntas.
No eran días para buscar respuestas.
Eran días de misterio.
Y el misterio no pregunta.
El misterio no responde.
Al misterio se le escucha.
Al misterio se le adora.
Al misterio se le guarda en el silencio del corazón oyente.
Pues solo el corazón sabe de misterios.
Como solo el misterio entiende de corazones.
De misterio, de Palabra y de silencio,
llena estaba la casa.
Todos juntos caminaban de puntillas,
por no romper la calma.
Que bastaba la mirada, aún sin decirse nada,
y todos se hablaban, en el silencio del alma.
José la miraba. Y no entendía nada.
José la miraba y se le llenaba el alma.
José la miraba y María le miraba,
Y las dos miradas se encontraban,
contemplando aquel vientre maduro,
como quien contempla maduros los trigales,
adormecidas las espigas, al despuntar el alba.
No necesitaban ponerse de rodillas,
porque arrodillada tenían el alma,
uniendo aquellas dos orillas,
la divina y la humana.
En el ambiente se percibía,
como un aletear de alas.
Las de Gabriel, el Arcángel,
anunciándole a María,
Lo de la “llena de gracia”.
¡Feliz Fin de Año!
P. Clemente Sobrado C.P.
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