Un asunto desagradable Oigo a Paco y a Sara —pongamos que se llaman así—, que están en el pasillo, junto a la puerta abierta de mi despacho. Paco, de pie, y Sara sentada en el suelo, fuman calmosamente un pitillo entre clase y clase.
—¿Qué vas a hacer el puente? —pregunta ella—.
—No sé… El viernes creo que haremos botellón.
—¿Y el sábado? —Dormir.
Se hace un silencio largo.
—¿Y el domingo? —No sé…
Lo siento; me temo que hoy no seré capaz de escribir un artículo “simpático y optimista como usted sabe”. El botellón es asunto triste.
Ignoro si la terminología y la sintaxis son idénticas en toda España: en Madrid, “hacer botellón” significa ir por la noche a un jardín o parterre de la ciudad para intoxicarse con otros adolescentes en torno a un número suficiente de botellas.
El “botellón” y algunas de sus variantes más conocidas Guillermo, un chaval flaco, listo y simpático, que parece peinado con una aspiradora, me dice que hay botellones de varios tipos: —Tenemos el botellón—light, o pachanguita, a base de cocacola y birra, con mucha niña mona, grititos y tal. Luego está el botellón—acampada, en las afueras, en plan heavy. Una pasada. Yo a eso no voy. Y después el más corriente, que dura hasta las tres o las cuatro de la mañana, y todos acaban mamaos.
La terminología de Guillermo es aún más expresiva e irreproducible.
—Luego —continúa— está el botellón—precalentamiento antes de la discoteca… ¿Sabe qué pasa? Que si tienes menos de 18, en la disco no te dan alcohol. Y si te lo dan, te sale mucho más caro. Además, con el ruido y el follón, la única manera de pasárselo bien es entrar ya colocado o tomarte una pastilla.
Alejandra, que escucha atentamente, dice que sí con la cabeza.
—Es que la discoteca es insoportable.
—¿Y por qué vas? —No sé… Por el ambiente. Tampoco hay muchas alternativas…
En ese momento se incorpora a la tertulia Nacho, que va de marginal, pero en el fondo es un romántico: —Yo sólo me emborracho para volver a casa…
—¿Para volver? —Sí… Así duermes mejor.
—¿Y tu padre qué dice? —Nada. Está en la cama…
A estas alturas ya se habían unido tres o cuatro más a la conversación, y yo trataba de disimular el profundo desánimo que me iba agarrotando el estómago.
Mis conclusiones, ya digo, no fueron muy alentadoras. Son éstas: Los adictos al botellón que conozco son chavales normales, encantadores como todos los de su edad. Más que sinceros, son impúdicos; capaces de contar las mayores atrocidades sin apenas conciencia de culpa.
Es inútil explicarles que “el alcohol mata”, que terminarán con el hígado hecho paté y el cerebro de corcho. Ya lo saben. “los viejos siempre están hablando de lo que nos puede pasar —me dice Sandra—. Y eso no mola. Lo importante es vivir el momento”.
A la mayoría de esos chicos todavía no les gusta el alcohol. De hecho ni siquiera beben entre semana. Toman licores dulces y empalagosos —sobre todo las chicas— como quien chupa una piruleta. Lo único que buscan es el efecto: la borrachera justa para huir de la realidad. Coger el punto, lo llaman. Éste es, por supuesto, el mejor camino hacia el alcoholismo.
Ahora tratan de reprimir el botellón a base de reglamentos. Cualquier día inventan un fiscal antibotellón. Ya se sabe, cuando falla el espíritu y se hunden los valores morales, siempre hay alguien que pide mano dura y leyes enérgicas. Pero lo jurídico tiene su ámbito propio, y no es éste.
El botellón revela hasta qué punto ha calado entre los más jóvenes la mentalidad hedonista. Ellos no tienen toda la culpa: se limitan a llevar hasta sus últimas consecuencias lo que han aprendido. Sienten la atracción de la desmesura, de lo que antes era marginal y ahora lo encharca todo. No les pidamos pues que tengan buen gusto o que sean moderados: su metabolismo se lo impide.
El botellón no tiene alternativas. Es inútil tratar de buscar expansiones civilizadas para que la tribu hedonista se desfogue cada viernes. Es preciso enseñarles a cambiar de mentalidad; decirles que la vida no se agota en el placer, que hay esperanza: podemos y debemos dar fruto. Demasiados adolescentes han renunciado a hacer de sus vidas algo grande. Chicos y chicas resignados con la esterilidad, que necesitan alcohol, ruido o lo que sea, con tal de huir de una realidad que les resulta insoportable.
Ellos no son así. Necesitan elevar el punto de mira para descubrir el espíritu, y encontrar a Dios, y pisar, por fin, tierra firme.
—No sé —me dice Guillermo—. ¿Cree usted que podemos cambiar? —Si no lo creyera, ¿estaría aquí hablando contigo?
Enrique Monasterio
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