18 de junio.

Homilía para al Solemnidad de Corpus Christi

El deuteronomio, quinto y último libro del Pentateuco, es decir el ensamble de los Libros del Antiguo Testamento relatan el origen del Pueblo de Israel y su formación en el desierto- pone en la boca de Moisés tres grandes discursos solemnes pronunciados delante del pueblo, delante de la entrada a la tierra prometida. Por eso se habla de «Testamento de Moisés». La primera lectura de nuestra celebración está tomada de uno de sus tres discursos, de una profunda espiritualidad, que nos sorprende encontrar antes de la época de los grandes profetas de Israel.

Este texto comienza con las palabras « recuerda que… », que ya lleva nuestro espíritu hacia la Última Cena cuando Jesús pronuncia las palabras : « Hagan esto en memoria mía ». hacer memoria, recordar, conectar -reconectar con nuestro pasado glorioso, ser parte de la historia de nuestra fe, ser parte de nuestra « historia de salvación » Como recuerda Moisés, Dios no intervino sólo un día en la historia de este pueblo; Él estuvo presente de una forma constante, a través de los sucesos gozosos y tristes del camino. Él jamás los abandonó en el curso de los cuarenta años transcurridos en el desierto. Durante esos cuarenta años de prueba, el pueblo aprendió a confiar en el Señor, y no apoyarse en cosas humanas.

El desierto, en la Biblia, es el símbolo de la fe pura. El hambre física se transforma en una ocasión de confianza en un Dios que satisface plenamente. Pero más tarde, en una sociedad próspera y consumista, el pueblo olvida a Dios, es entonces, cuando los discursos de Moisés son redescubiertos y cobran el mayor sentido. « El hombre no vive solamente de pan sino de toda palabra que sale de la boca de Dios », (Cf. Dt 8, 3), dijo ya Moisés, con palabras que los Evangelios (Mt. 4, 4 ; Lc. 4, 4) ponen en labios de Jesús en su respuesta al tentador al final de los cuarenta días de ayuno en el desierto.

En la solemnidad de hoy, celebramos a Jesús, Pan de Vida, como aquél que puede satisfacer todas las hambres de todos nuestros desiertos. Él es el maná verdadero dado por Dios a la humanidad. Todos los otros alimentos terrestres (que pueden ser dinero, honores, poderes, sexo, etc.) no pueden nunca satisfacer plenamente el corazón humano. Al contrario, ellos engendran frecuentemente un hambre más grande. Entonces, Jesús, a través de su vida y sus palabras nos regala la respuesta a todas nuestras hambres y expectativas.

El texto del Evangelio que hemos proclamado, tomado de largo discurso del Pan de Vida lo encontramos en el capítulo 6 de san Juan, después de la multiplicación de los panes. En el momento en que Juan escribe su Evangelio, la práctica eucarística ya está sólidamente establecida y es a la luz de esta práctica que él y sus lectores, por la gracia de la revelación, comprenden las palabras de Jesús. Toda la preocupación de Jesús es que nosotros tengamos la Vida, y que la tengamos en plenitud. Además el texto que nosotros hemos proclamado está encuadrado por la misma afirmación que viene al principio y al final: “el que come de este pan vivirá eternamente”. Y entre estas dos afirmaciones Jesús se presenta con una de sus fórmulas más fueres “yo soy”, “yo soy el pan viviente descendido del cielo” y no deja de señalar la referencia al Padre: “Así como el Padre que es viviente me envió, yo que vivo por el Padre, de la misma manera también el que me come vivirá por mi”.

Estamos aquí de verdad en el corazón de todo el mensaje de Jesús en su Evangelio. Jesús es Uno con el Padre. El vino para donarnos la Vida y lo ha hecho del todo, hasta la muerte (esto significa las expresiones muy fuertes : « mi carne » y « mi sangre » Él nos amó hasta el fin.

Sin embargo, nos dice, y no deja de llamarnos a ser Uno, con Él, como Él es uno con el Padre, nos llama a ser asimilados a Él, a ser transformados en Él. Esto nos confiere una gran dignidad, pero comporta a la vez una gran responsabilidad: estar dispuestos a donarnos enteramente, y hasta la muerte, si es necesario por nuestros hermanos, este es el camino a la plenitud de la Vida, desde aquí abajo a la eternidad.

Pidamos en esta Eucaristía y en la procesión que haremos con Jesús sacramentado, con María la Virgen, recibir la vida nueva que el Señor nos ofrece en el Sacramento de su amor, una vida, que es fuerza del que se une a Dios, el que es Uno con Él, porque vive de Cristo, una vida que vence los límites del pecado, de la enfermedad, de la vejez y de la muerte. Alimentémonos de este cuerpo y esta Sangre para tener vida en su Nombre.

A manera de acto de fe, digamos con el antiguo himno latino: Ave verum corpus, natum de Maria Virgine! O Jesu dulcis, o Jesu pie, o Jesu, Fili Mariae! ¡Salve, Cuerpo verdadero, nacidode la Virgen María! ¡ Oh, Jesús dulce, oh, Jesús piadoso, oh, Jesús, hijo de María!

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Un poco de Historia:

A fines del siglo XIII surgió en Lieja, Bélgica, un Movimiento Eucarístico cuyo centro fue la Abadía de Cornillón fundada en 1124 por el Obispo Albero de Lieja. Este movimiento dio origen a varias costumbres eucarísticas, como por ejemplo la Exposición y Bendición con el Santísimo Sacramento, el uso de las campanillas durante la elevación en la Misa y la fiesta del Corpus Christi.

Santa Juliana de Mont Cornillón, por aquellos años priora de la Abadía, fue la enviada de Dios para propiciar esta Fiesta. La santa nace en Retines cerca de Liège, Bélgica en 1193. Quedó huérfana muy pequeña y fue educada por las monjas Agustinas en Mont Cornillon. Cuando creció, hizo su profesión religiosa y más tarde fue superiora de su comunidad. Murió el 5 de abril de 1258, en la casa de las monjas Cistercienses en Fosses y fue enterrada en Villiers.

Desde joven, Santa Juliana tuvo una gran veneración al Santísimo Sacramento. Y siempre anhelaba que se tuviera una fiesta especial en su honor. Este deseo se dice haber intensificado por una visión que tuvo de la Iglesia bajo la apariencia de luna llena con una mancha negra, que significaba la ausencia de esta solemnidad.

Juliana comunicó estas apariciones a Mons. Roberto de Thorete, el entonces obispo de Lieja, también al docto Dominico Hugh, más tarde cardenal legado de los Países Bajos y a Jacques Pantaleón, en ese tiempo archidiácono de Lieja, más tarde Papa Urbano IV.

El obispo Roberto se impresionó favorablemente y, como en ese tiempo los obispos tenían el derecho de ordenar fiestas para sus diócesis, invocó un sínodo en 1246 y ordenó que la celebración se tuviera el año entrante; al mismo tiempo el Papa ordenó, que un monje de nombre Juan escribiera el oficio para esa ocasión. El decreto está preservado en Binterim (Denkwürdigkeiten, V.I. 276), junto con algunas partes del oficio.

Mons. Roberto no vivió para ver la realización de su orden, ya que murió el 16 de octubre de 1246, pero la fiesta se celebró por primera vez al año siguiente el jueves posterior a la fiesta de la Santísima Trinidad. Más tarde un obispo alemán conoció la costumbre y la extendió por toda la actual Alemania.

El Papa Urbano IV, por aquél entonces, tenía la corte en Orvieto, un poco al norte de Roma. Muy cerca de esta localidad se encuentra Bolsena, donde en 1263 o 1264 se produjo el Milagro de Bolsena: un sacerdote que celebraba la Santa Misa tuvo dudas de que la Consagración fuera algo real. Al momento de partir la Sagrada Forma, vio salir de ella sangre de la que se fue empapando en seguida el corporal. La venerada reliquia fue llevada en procesión a Orvieto el 19 junio de 1264. Hoy se conservan los corporales -donde se apoya el cáliz y la patena durante la Misa- en Orvieto, y también se puede ver la piedra del altar en Bolsena, manchada de sangre.

El Santo Padre movido por el prodigio, y a petición de varios obispos, hace que se extienda la fiesta del Corpus Christi a toda la Iglesia por medio de la bula “Transiturus” del 8 septiembre del mismo año, fijándola para el jueves después de la octava de Pentecostés y otorgando muchas indulgencias a todos los fieles que asistieran a la Santa Misa y al oficio.

Luego, según algunos biógrafos, el Papa Urbano IV encargó un oficio -la liturgia de las horas- a San Buenaventura y a Santo Tomás de Aquino; cuando el Pontífice comenzó a leer en voz alta el oficio hecho por Santo Tomás, San Buenaventura fue rompiendo el suyo en pedazos.

La muerte del Papa Urbano IV (el 2 de octubre de 1264), un poco después de la publicación del decreto, obstaculizó que se difundiera la fiesta. Pero el Papa Clemente V tomó el asunto en sus manos y, en el concilio general de Viena (1311), ordenó una vez más la adopción de esta fiesta. En 1317 se promulga una recopilación de leyes -por Juan XXII- y así se extiende la fiesta a toda la Iglesia.

Ninguno de los decretos habla de la procesión con el Santísimo como un aspecto de la celebración. Sin embargo estas procesiones fueron dotadas de indulgencias por los Papas Martín V y Eugenio IV, y se hicieron bastante comunes a partir del siglo XIV.

La fiesta fue aceptada en Cologne en 1306; en Worms la adoptaron en 1315; en Strasburg en 1316. En Inglaterra fue introducida de Bélgica entre 1320 y 1325. En los Estados Unidos y en otros países la solemnidad se celebra el domingo después del domingo de la Santísima Trinidad.

En la Iglesia griega la fiesta de Corpus Christi es conocida en los calendarios de los sirios, armenios, coptos, melquitas y los rutinios de Galicia, Calabria y Sicilia.

Finalmente, el Concilio de Trento declara que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad; y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos. En esto los cristianos atestiguan su gratitud y recuerdo por tan inefable y verdaderamente divino beneficio, por el que se hace nuevamente presente la victoria y triunfo de la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

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