Los griegos no eran sodomitas. Las “milicias homosexuales” griegas (4-8)

6. Las “milicias homosexuales” griegas

Mucho se ha hablado acerca del tema y con enorme desparpajo. Nuevamente es de señalar que, así como nadie será tan iluso de pensar que, en ambientes cerrados, alejados del sexo opuesto y sometidos a enormes presiones como es la milicia, jamás pueda darse la homosexualidad, tampoco podrá decirse que la sodomía resulta moneda corriente entre las milicias.

El gran historiador Marrou lo señala con detenimiento al decir que la amistad entre los hombres de Grecia,

“(es) una constante de las sociedades guerreras, donde el medio varonil tiende a encerrarse en sí mismo. La exclusión material de las mujeres, toda desaparición de ésta provoca siempre una ofensiva del amor masculino (…). La cuestión se agudiza todavía más en el medio militar: se tiende en él a descalificar el amor normal del hombre a la mujer, exaltando un ideal basado en virtudes varoniles (fuerza, valor, fidelidad) y cultivando un orgullo propiamente masculino”[1].

Sin embargo, pensar que el amor entre camaradas conllevaba de por sí relaciones sexuales,

“excede con mucho los datos de nuestros textos: se trata de una de esas exageraciones obscenas a que los sociólogos modernos sometieron muchas veces los ritos y leyendas consideradas como «primitivas»: hipótesis derivadas de un psicoanálisis elemental, ¡cuántas represiones ingenuas no se disimulan en el alma de los eruditos![2].

La amistad masculina era el método pedagógico normal en el mundo griego y aquélla que se desarrollaba entre un joven adolescente y adulto poseía un valor formativo, una educación ante todo moral, la modelación del carácter y de la personalidad del joven bajo la dirección de un hombre de más edad, enseñando los valores de la lealtad, la fidelidad y la moderación; más aún en la milicia, topos masculino por antonomasia. Un caso paradigmático lo constituye, por ejemplo, el famoso Batallón sagrado de Tebas, caratulado el “batallón homosexual” vencedor de los espartanos. ¿De qué se trataba? Pues de un cuerpo de élite de trescientos guerreros formado por el general Epaminondas (378 a.C.) que, como táctica novedosa mezcló en las líneas militares a jóvenes soldados con sus tutores guerreros, combinando así la experiencia de unos y el arrojo de otros.

Muchos hay querido ver aquí un “batallón gay”, sin embargo, yendo a las fuentes principales de su historia, es el mismo Plutarco (la fuente principal en la materia) quien se encarga de desmitificar el punto.

“El batallón sagrado, según cuentan, fue Górgidas el primero que lo formó con trescientos hombres escogidos, a los que la ciudad proporcionaba formación y medios de vida (…). Algunos dicen que esta formación estaba compuesta de amantes y amados (erastes y erómenos) (…) cuando lo necesario era que el amante se dispusiera junto al amado, pues en las situaciones de peligro los de una tribu no tienen muy en cuenta a los miembros de su tribu, ni los de una fratría a sus compañeros de fratría, mientras que el pelotón organizado según el sentimiento amoroso será irrompible e infranqueable: en la ocasión, los unos porque aman a sus amados y los otros por vergüenza ante quienes los aman resistirán en los peligros por defenderse unos a otros”[3].

Y hasta acude a la autoridad del general Filipo para salvar las posibles malas interpretaciones luego de su última batalla, la de Queronea:

“Se dice que Filipo, tras la batalla, se detuvo en el lugar en que habían caído los trescientos, y al ver los cadáveres, todos con sus armaduras alcanzados por delante por las sarisas (lanzas largas) y mezclados unos con otros, se quedó admirado, y al enterarse de que ese era el batallón de amantes y amados, se le saltaron las lágrimas y dijo: ‘Mala muerte tengan quienes piensen de estos que hicieron o pasaron por algo vergonzoso’”[4].

No serán, al parecer, sino ciertos poetas quienes comenzarán con el mito de supuesta relación carnal entre estos héroes, como denuncia de antemano Plutarco:

“Y no es en absoluto, como dicen los poetas, que entre los tebanos la pasión de Layo diera principio a esta costumbre sobre los amantes”[5].

Es que existen evidencias claramente anti-sodomíticas en las naciones militarizadas, de allí que resulte sorprendente cómo ciertos autores y repetidores seriales continúan predicando el tema de una “Grecia gay” como algo indiscutido.

Esparta tampoco se queda atrás en la imaginación. El ritmo de vida del varón espartano, como se sabe, era intenso; la milicia era en sí misma todo un universo; y un universo de hombres donde el culto a la virilidad, a la camaradería y a la importancia de la lucha por la Patria era todo. Lo mismo sucedía con la relación maestro-discípulo: cada espartano era hermano de otro espartano (más aún en el arte de la guerra). Ahora, de allí a pensar en la homosexualidad como algo aceptado y hasta practicado como “deporte nacional”, hay un largo trecho, como se encarga de aclarar el mismo Jenofonte al hablar de las leyes de Licurgo:

“Si alguien que fuese honesto, se prendaba del alma de un muchacho e intentaba convertirlo en un amigo intachable y relacionarse con él (relación maestro-discípulo), lo elogiaba (Licurgo) y tenía ésta por la mejor educación; en cambio, si era evidente que sentía atracción por su físico, lo consideraba muy deshonroso y estableció que en Lacedemonia los amantes se apartaran de los muchachos, no menos que los progenitores se apartan de sus hijos o los hermanos de sus hermanos, en cuanto a los placeres del amor”[6]

Porque la relación maestro-alumno, instructor-soldado, fundada en el respeto y la admiración, constituía en Esparta un verdadero entrenamiento, un modo de aprender, una instrucción. La sacralidad de esta relación constituía el fundamento de la unidad militar hasta el día de hoy.

El romano Aelio decía que, si dos hombres espartanos “sucumbían a la tentación y se permitían relaciones carnales, debían redimir la afrenta al honor de Esparta yéndose al exilio o acabando sus propias vidas”. 

Algo análogo decía Máximo de Tiro:

“Cualquier varón espartano que admira a un muchacho laconio, lo admira únicamente como admiraría una estatua muy hermosa. Pues placeres carnales de este tipo son acarreados sobre ellos por la hybris y están prohibidos[7].



[1] Henry-Irenee Marrou, op. cit., 48.

[3] Plutarco, Vidas paralelas, t. 3. Pelópidas, Gredos, Madrid 2006, 367-368.

[4] Ídem, 368-369.

[5] Ídem, 369.

[6] Jenofonte, Constitución de los lacedemonios, l. II, 13.

[7] Máximo de Tiro, Disertaciones, 20e.


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