–Vaya por Dios: otro pecado, la prisa.
–Puede ser incluso la síntesis de muchos pecados.
Hay en el hacer del hombre prisas buenas y prisas malas. Empiezo por describir éstas.
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I.– Hay prisa mala, la del hombre viejo-carnal
–Causas
La soberbia, la vanidad, los apegos desordenados. «El Señor todo lo que quiere lo hace, en el cielo y en la tierra»(Sal 134,6). Como es creador y omnipotente, lo que quiere lo hace: «Exista la luz. Y la luz existió». Causa y efecto son en Dios simultáneos. Y el pobre hombre adámico, queriendo «ser como Dios» (Gen 3,5) –soberbia–, también pretende causar pronto, en seguida, sin demora, los efectos que desea. Y se impacienta y enoja cuando no lo consigue, cosa que sucede con mucha frecuencia, porque, aunque sea «imagen de Dios», ni es creador ni es omnipotente. Muchas deficiencias, propias o ajenas, pueden demorar o impedir una acción pretendida.
Cierto que también hay hombres perezosos, como esos que tienen como norma «no hagas hoy lo que puedas dejar para mañana». Pero no voy a tratar aquí de ellos. Me da pereza. Hablaré de los apresurados crónicos.
Cuando la voluntad del hombre quiere algo por sí misma, no según la voluntad de Dios, obra contra naturam, porque él, como Cristo, «no ha venido al mundo a hacer su voluntad, sino la voluntad de Dios que lo envió» (cf. Jn 6,38). El hombre no está creado para obrar por sí mismo. Querer y procurar algo con prisa nace de la soberbia y de los apegos desordenados de la voluntad.
La prisa puede ser pecado.
El cristiano-carnal, que todavía es como niño y vive a lo humano (1Cor 3,1-3) –sobre todo si está más o menos enfermo de voluntarismo pelagiano o semipelagiano, cosa hoy frecuente entre los buenos–, según su temperamento, puede padecer la prisa como una dolencia crónica, de la que muchas veces no es consciente, pues la entiende como laboriosidad, solicitud caritativa, celo apostólico… Y no se corrige del vicio de la prisa porque la entiende como una virtud.
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–Efectos
Consta que la prisa mala es un pecado por los muchos males que produce. La prisa es con frecuencia un árbol malo que da malos frutos. «Por sus frutos la conoceréis» (Mt 7,20).
La prisa causa muchas faltas de caridad con el prójimo. El presuroso se interesa más por la obra que por las personas que en ella co-laboran. Si éstas se demoran, a veces por causas justas e inevitables, y la obra se retrasa, incurre en reproches, enfados, discusiones. Exige a los prójimos esfuerzos agobiantes, y es causa de no pocos juicios temerarios. [«Para otras cosas sí que tiene tiempo; pero en esto nos deja colgados».]
La prisa causa muchos en el presuroso disgustos vanos, nerviosismos, irritabilidad, insomnios, cansancios, preocupaciones: «Ya estoy viendo que no vamos a lograrlo para cuando queríamos». [¿Y quién le manda a usted querer y exigir lo que sea con tiempos fijos? ¿Por quién se tiene? Me figuro que no se tendrá usted por «Dios»… ¿O sí?]
La prisa realiza obras muy imperfectos, sin suficiente preparación, sin las informaciones previas convenientes, sin un cálculo suficiente de los medios necesarios, sin darle al trabajo el tiempo y la calma que necesita para conseguir la obra bien hecha. [«Ha salido una chapuza. Se nota que se ha hecho con prisa»].
A veces, es cierto, cierta prisa puede ser crónicamente obligada. Por ejemplo, un cura que está sólo para atender a 5 o 10 mil feligreses, se ve en la necesidad de trabajar con prisas que le vienen impuestas, y consiguientemente no está en condiciones de preparar y de realizar con la deseable calidad sus predicaciones y demás acciones pastorales. Pero esto ha de tomarlo como providencia de Dios, como Cruz santificante, crucificado con las prisas y el desbordamiento crónico, mártir de la chapuza. Bendito sea.
La prisa suele ir unida a un activismo excesivo. No siempre, pero el apresurado suele querer realizar más actividades que las que puede realizar con paz, y por eso precisamente va tan deprisa, para poder aplicarse a muchas obras. No camina al paso que Dios le lleva de su mano providente, sino que moviéndose por su voluntad ansiosa y prepotente, siempre anda con prisas: siempre está necesitado de «autoafirmarse en la acción». Y siempre anda frustrado, lógicamente, porque muchas veces no logra realizar sus planes.
Esto, en la vida de apostolado, puede llevar a la amargura de la esterilidad, a la frustración y al abandono. No es raro que el activista llegue a un final inactivo: «ya se ve que no hay nada que hacer». Cuando en realidad siempre uno tiene «cinco panes y dos peces», que si los pone enteros en las manos del Señor, pueden ser suficientes para dar de comer a la multitud (Jn 6,9).
La prisa al decidir sin previa oración, reflexión e información suficientes puede conducir a enormes errores: casarse con quien no debiera, arruinar un negocio, quebrar la unidad de la familia…
La prisa crónica suele quitar tiempo para Dios: oración, Misa, confesión frecuente, obras de caridad, lecturas, etc. Por ejemplo, un cura enfermo de activismo –quizá en fuga continua de sí mismo: si no obra, se angustia, se siente vacío–, seguramente «no tendrá tiempo» para la oración. «Necesitará» estar ocupado todo el día.
Le convendría recordar lo de San Juan de la Cruz: «Adviertan aquí los que son muy activos, que piensan ceñir el mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios –dejando aparte el buen ejemplo que de sí darían– si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración. Ciertamente, entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oracióny habiendo obtenido fuerzas espirituales en ella; porque, de otra manera, todo es martillar, y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño» (Cántico 29,3).
La prisa al conducir un vehículo puede venir a ser suicida o quizá homicida. No es preciso explicarlo.
La prisa de padres y maestros a la hora de educar puede ocasionar en niños y adolescentes efectos muy negativos: alergia a la autoridad, complejos de inferioridad, enfermedades psico-somáticas… La excelsa tarea de la educación exige mucha paciencia y pocas prisas. El jardinero que quiere hacer crecer sus plantas tirando de ellas para arriba, acabará por arrancarlas de la tierra.
II.– Hay prisa buena, la del hombre nuevo-espiritual
–Causas
El amor a Dios impulsa a obedecerle con prontitud. Y cuanto mayor es el amor al Señor, más pronta, fácil y grata es la obediencia a su voluntad. Si hemos conocido una obra como voluntad providente de Dios, debemos cumplirla sin demora, «dejando inacabado lo que se está haciendo», como dispone San Benito en su Regla (5,8).
La Virgen María da su «fiat» a Dios inmediatamente. Después de una pregunta pertinente, hace al punto lo que de parte de Dios le dice el ángel. No necesita pensarlo mucho, consultarlo, darle muchas vueltas. Y el amor al prójimo mueve a María, que se deja mover inmediatamente por Dios: «se puso María en camino de prisa hacia la montaña», para ayudar a Isabel y Zacarías (Lc 1,39).
También Isabel y Juan en su seno van con prisas. «En cuanto Isabel oyó el saludo de María, se estremeció la criatura en su vientre, y se llenó Isabel del Espíritu Santo» (1,41-42). Los pastores de Belén, al recibir el aviso del ángel, «fueron con presteza y encontraron a María, a José y el Niño acostado en un pesebre» (Lc 2,15-16). No hay demoras en el mundo de la gracia.
Los hermanos Simón-Pedro y Andrés, cuando Cristo los llama al apostolado, «al punto, dejando las redes, lo siguieron» (Mt 4,20). Y lo mismo hicieron los hermanos Santiago y Juan: «dejando al momento la barca y a su padre, lo siguieron» (4,22). Leví-Mateo estaba sentado en su oficina de recaudación de impuestos cuando Jesús, mirándole, le dice: «“Sígueme”. Él se levantó, dejó todas las cosas y lo siguió» (Lc 5,27-28). Felipe obedece la llamada y, al mismo tiempo, el mandato de Jesús: «sígueme» con toda prontitud (Jn 1,43-44). El ciego Bartimeo, «arrojó su manto, y saltando se acercó a Jesús» (Mc 10,50). El rico Zaqueo, subido en un árbol, llamado por Jesús, «bajó a toda prisa y lo recibió con alegría» (Lc 19,6).
Es nota común en quienes obedecen la llamada de Cristo hacerlo con prisa, al momento, en cuanto las circunstancias lo permitan. Otros hay en cambio que, habiendo sido llamados por el Maestro al seguimiento apostólico, demoran la respuesta, y quizá la rechazan: «Deja a los muertos sepultar a sus muertos»; «nadie que, después de haber puesto la mano sobre el arado, mira atrás, es apto para el reino de Dios» (Lc 9,57-62). Desarrollo un poco más este punto.
La lentitud a la hora de obedecer la vocación-llamada de Cristo es signo de poco amor y de apego al mundo. Pero a veces, después de vacilaciones, termina en obediencia «por gracia de Dios».
Algunos llamados por Dios demoran la respuesta. No le dicen que No a Cristo, pero tampoco que Sí: no dicen nada, miran a otro lado. O dudan y vacilan. Así San Agustín: «Me retenían unas bagatelas de bagatelas y vanidades de vanidades, antiguas amigas mías; y me tiraban del vestido de la carne, y me decían por lo bajo: “¿nos dejas?”, y “¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?”, y “¿desde ahora nunca más te será lícito esto y aquello?”; “¿qué, piensas tú que podrás vivir sin estas cosas?”» (Confesiones VIII, 11,26). La misericordia de Dios, su amor gratuito, con la oración de Santa Mónica, dió a Agustín la gracia necesaria para reconocer su vocación y la fuerza para seguirla.
Otros hay que se autorizan a pensárselo mucho. Cuesta salir del pecado a la gracia; pero aún puede ser más costoso pasar de lo bueno a lo mejor, como cuando llama el Señor a dejarlo todo para seguirle. Pues bien, pensando en estos casos, dice Santo Tomás muy indignado –a pesar de su habitual serenidad–: «¿Con qué cara (qua fronte) sostienen algunos que antes de abrazar los consejos de Cristo debe preceder una larga deliberación? Injuria a Cristo, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría de Dios, quien habiendo oído su consejo, aún piensa que deber recurrir a consejo de hombre mortal. Si cuando oímos la voz del Creador sensiblemente proferida, debemos obedecer sin demora, con cuánta más razón no debe resistirse nadie a la locución interior, con la que el Espíritu Santo inspira la mente. Definitivamente, se la debe obedecer sin lugar a dudas» (Contra doctrinam retrahentium a religionis ingressu cp.9: Contra aquellos –los padres, a veces–, que retraen del ingreso en un instituto religioso). Otra cosa será cuando la duda versa sobre si Cristo llama o no.
La caridad al prójimo, sobre todo a los pobres, no admite demoras
Cuando nuestro hermano sufre una necesidad apremiante, hemos de ayudarle con presteza. Así nos lo han enseñado el Señor, los Apóstoles y Santos Padres, lo mismo que los maestros espirituales, como San Vicente de Paúl:
«El servicio a los pobres ha de ser preferido a todo, y hay que prestarlo sin demora. Por esto, si en el tiempo de la oración hay que llevar a algún pobre un medicamento o un auxilio cualquiera, id a él con ánimo bien tranquilo y haced lo que convenga, ofreciéndolo a Dios como una prolongación de la oración… Si dejáis la oración para acudir con presteza en ayuda de algún pobre, recordad que aquel servicio lo prestáis al mismo Dios» (Correspondencia, cta. 2.546). «En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).
III.– Discernimiento humilde
Debemos ir haciendo todo, sólo y aquello que el Señor quiere hacer en nosotros y con nosotros. Y no otra cosa, por buena que sea. «En Dios vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). «Es Dios el que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). «No debe el hombre tomarse nada –dice el Bautista–, si no le fuere dado del cielo» (Jn 3,27: frase formidable, significativamente silenciada o ignorada). El hombre ha de hacer siempre la voluntad concreta de Dios providente: no más, no menos, no otra cosa. Y a ese buen discernimiento sólo se llega a la luz de la verdadera doctrina de la gracia.
El cristiano ha de «hacerse como niño» (Mt 18,1-4; Lc 18,17), como uno que, sin preocupación ninguna, anda por una ciudad desconocida bien tomado de la mano de su padre, sin saber ni a dónde van, ni menos por dónde caminan. Y sin querer ir más deprisa, tirando de su padre, o más despacio, haciéndose remolcar por él. Santa Teresa: «Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad» (VI Moradas 10,7). Sin prisas malas y con prisas buenas.
José María Iraburu, sacerdote
Post post.–No me alargo sobre la última parte del artículo, la IIIª, porque sobre el tema Gracia y libertad ya abusé de la paciencia de los lectores dedicándole en este blog 20 (veinte) artículos (56-75).
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