Homilía para el XII domingo durante el año A
En la última de las bienaventuranzas, Jesús había declarado felices a aquellos que son perseguidos por causa de a Justicia: Felices ustedes cuando los insulten, había dicho, los persigan y mintiendo digan toda suerta de males contra ustedes por mi causa, agregando: así persiguieron a los profetas que los precedieron. El Evangelio que hemos proclamado comenta y explica esta bienaventuranza.
En el texto que precede inmediatamente el de hoy, Jesús mandaba a sus discípulos a la misión, diciéndoles que los mandaba como a ovejas en medio de lobos. También les aconsejaba ser simples como palomas pero prudentes como serpientes, les advertía que serían traicionados por la gente, perseguidos, puestos presos, y que como él serían odiados.
A pesar de todo esto, les dice: No teman, una expresión que recorre como un estribillo el curso de este breve texto. No teman a aquellos que pueden hacer perecer su cuerpo, pero no pueden con el alma, con su persona. Teman solamente a Dios; él solo tiene el poder de mandar a la gehena. Pero se apresura a agregar que Dios es un Padre, que se preocupa de todos los detalles de nuestra vida, comprendidos, agrega Jesús, el número de nuestros cabellos (y seguro que había calvos entre los que escuchaban, como yo que estoy en vía de serlo)
Jesús interrogado por Pilato, sentíamos el Viernes santo, contesta haber venido al mundo para hacer justicia a la Verdad. Él invita a todos sus discípulos a no transigir nunca con el mensaje del Evangelio, a llamar a las cosas por su nombre, a decir “sí” cuando es “sí” y “no” cuando es “no”. Aquellos que son fieles a la verdad, en cualquier campo, lo pagan caro, a veces con la vida.
Cuando el cristianismo se difundió, durante las primeras generaciones cristianas, el Imperio Romano, que dominaba todavía gran parte del mundo, tenía su propia religión de estado, por la cual las otras religiones aparecían como una amenaza. Por eso los primeros mártires cristianos fueron frecuentemente mandados a la muerte “in odio fidei” (por odio a la fe).
Los numerosos mártires del sigo XX, y ahora también los del siglo XXI, raramente van a la muerte por odio a la fe de manera explícita (últimamente sí en los casos de los terroristas islámicos). Aquellos que los matan no se preocupan mínimamente de la fe, ni siquiera para detestarla. Ellos mueren a causa de su fidelidad al mensaje del Evangelio y a su verdad. Son matados en general por poderosos de este mundo, porque dan fastidio, en cuanto se ponen de parte de los pequeños, de los pobres, de los oprimidos, no en sentido político sino humano.
Dan fastidio, sea porque proclama la verdad, o simplemente porque viven en la verdad del mensaje evangélico de compartir, de respeto a la dignidad humana, de perdón de las ofensas. Son imitadores fieles de Juan el Bautista, cuya solemnidad es hoy sábado 24, él que fue decapitado simplemente porque había molestado a Herodes, y sobre todo a Herodías, recordándoles una principio fundamental de moralidad, que ellos habían infringido: No te es lícito tomar a la mujer de tu hermano. Antes todavía del mensaje de Jesús que leemos hoy, Juan era uno de aquellos que no temían a quien puede matar el cuerpo. Era un hombre libre.
Decía el papa emérito el 22 de junio de 2008: “Quien lo ama no tiene miedo: “No hay temor en el amor —escribe el apóstol san Juan—; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira al castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor” (1 Jn 4, 18). Por consiguiente, el creyente no se asusta ante nada, porque sabe que está en las manos de Dios, sabe que el mal y lo irracional no tienen la última palabra, sino que el único Señor del mundo y de la vida es Cristo, el Verbo de Dios encarnado, que nos amó hasta sacrificarse a sí mismo, muriendo en la cruz por nuestra salvación. Cuanto más crecemos en esta intimidad con Dios, impregnada de amor, tanto más fácilmente vencemos cualquier forma de miedo. En el pasaje evangélico de hoy, Jesús repite muchas veces la exhortación a no tener miedo. Nos tranquiliza, como hizo con los Apóstoles, como hizo con san Pablo cuando se le apareció en una visión durante la noche, en un momento particularmente difícil de su predicación: “No tengas miedo —le dijo—, porque yo estoy contigo” (Hch 18, 9-10)”
En nuestra oración de hoy, junto a la preocupación del Papa Francisco, llevemos a todos aquellos que en nuestro tiempo, hombres y mujeres, bajo diversos tipos de regímenes totalitarios, o en la jungla de nuestras economías ultra-liberales y de nuestras democracias selectivas, o delante a las orgías de violencia, que responden a otras violencias, continúan exponiéndose a las persecuciones, y por tanto a arriesgar su vida en la defensa de la verdad y en la fidelidad vivida en los valores evangélicos de compartir, de perdón, de amor, comprendidos aquellos menos populares: defensa de la vida, castidad, etc. Son ellos los verdaderos mártires de nuestro tiempo, más allá de las apariencias ideológicas, o que se pueda más o menos demostrar un día que murieron por odio a la fe.
Que María nuestra madre nos acompañe en este camino.
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