Homilía pronunciada ayer por el prelado del Opus Dei en la festividad de san Josemaría, en la Basílica de san Eugenio, de Roma.
“El Espíritu Santo es, en realidad, el gran protagonista de este itinerario de santidad en lo cotidiano”.
“Él entra en nuestras vidas del mismo modo en que subió a la barca de Pedro y de sus compañeros”.
“La presencia de Cristo transforma nuestro trabajo, nuestra barca vieja, en el lugar de la acción de Dios”.
Al recordar hoy el mensaje de la llamada universal a la santidad y al apostolado, del que san Josemaría fue portavoz durante su vida terrena, nuestro corazón se llena de alegría y de agradecimiento a Nuestro Señor.
La oración colecta que nos propone la liturgia destaca esta verdad proclamada por el Concilio Vaticano II y, haciendo referencia a san Josemaría, añade: «Concédenos, por su intercesión y su ejemplo, que en el ejercicio del trabajo ordinario nos configuremos a tu Hijo Jesucristo». Esta petición resume, en cierto sentido, nuestro camino en la tierra: parecernos cada día más a Jesús, a través de una actividad que nos resulta tan familiar como es el trabajo.
La luz de la fe ensancha los horizontes de nuestro trabajo: nos hace ver que el hombre fue creado por Dios y colocado "en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara" (Gn 2, 15). La tierra se confía a los hombres como un jardín que se debe cultivar y cuidar cada día, un entorno lleno de potencialidad, que debemos descubrir y desarrollar para la gloria de Dios y para el servicio de nuestros hermanos.
El Espíritu Santo es, en realidad, el gran protagonista de este itinerario de santidad en lo cotidiano. Como dice san Pablo a los Romanos: "Recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ‘¡Abbá, Padre!’". Es un grito, una oración, que el Espíritu Santo pone en nuestros labios, y que podemos repetir lo largo del día, por ejemplo cuando experimentamos el cansancio en nuestra actividad profesional y, al mismo tiempo, tenemos que seguir trabajando. El saberse hijos de Dios nos anima a rezar y servir a todos, a no permanecer indiferentes ante quienes sufren por situaciones diversas, como el desempleo o un trabajo en condiciones precarias.
La luz del Espíritu Santo nos hace encontrar a Jesús, que sale a nuestro encuentro, como salió a buscar a los primeros discípulos junto al lago de Genesaret. Él entra en nuestras vidas del mismo modo en que subió a la barca de Pedro y de sus compañeros. Y la misma barca, que había sido testigo de un fracaso profesional −una pesca de la que no pudieron llevarse nada− se convierte en la cátedra del Maestro, en el lugar desde el que revela los misterios del Reino de Dios. Más aún: en esa misma barca comienza una aventura sobrenatural, prefigurada por la pesca milagrosa. La presencia de Cristo transforma nuestro trabajo, nuestra barca vieja, en el lugar de la acción de Dios. Y esto se puede hacer con gestos simples pero llenos de caridad: ayudar a un colega que nos cae peor, pero que necesita un consejo práctico para terminar bien lo que está haciendo; o tal vez dedicar unos minutos a una persona, si sabemos que tiene necesidad de hablar porque su rostro refleja cierta preocupación.
El Señor nos pide que seamos instrumentos en sus manos, para llevar alegría y felicidad a este mundo que tanto lo necesita. Nos dirige la misma invitación que hizo a Pedro: "Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca" (Lc 5, 4). Las redes, esta vez, se echan en aquel trabajo impregnado por la gracia divina, para que se transforme un lugar de testimonio cristiano, de ayuda sincera a nuestros colegas y a todas las personas que tratamos. En este sentido, podemos recordar la invitación del Papa Francisco: «Cuando los esfuerzos para despertar la fe entre vuestros amigos parecen inútiles, como la fatiga nocturna de los pescadores, recordad que con Jesús todo cambia. La Palabra del Señor llenó las redes, y la Palabra del Señor hace eficaz el trabajo misionero de los discípulos» (Discurso, 22-IX-2013).
El Espíritu Santo, que habita en nosotros, nos moverá, si se lo permitimos, a remar mar adentro, es decir, a adentrarnos en esos horizontes apostólicos que se descubren cada día: en la familia, en el ambiente profesional, en la relación con nuestros amigos y conocidos. Se repetirán los milagros, como señala san Josemaría: «Jesús, al salir a la mar con sus discípulos, no miraba sólo a esta pesca. Por eso, cuando Pedro se arroja a sus pies y confiesa con humildad: "Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador", Nuestro Señor responde: "No temas, de hoy en adelante serán hombres los que has de pescar" (Lc 5, 10). Y en esa nueva pesca, tampoco fallará toda la eficacia divina: instrumentos de grandes prodigios son los apóstoles, a pesar de sus personales miserias» (Amigos de Dios, n. 261). Porque también nosotros debemos ser apóstoles, apóstoles en medio del trabajo y de todas las realidades humanas que tratamos de llevar a Dios.
Nuestra Señora es la Reina de los Apóstoles; así la invocamos en las letanías del Rosario. Pidámosle que nos enseñe a colaborar activamente en la misión de la Iglesia para la salvación del mundo. Este era el anhelo que san Josemaría atesoraba en su corazón: poner a Cristo en el centro y en la raíz de cada actividad humana, en unión con toda la Iglesia: “omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!”
Fuente: opusdei.es.
Publicar un comentario