La conciencia
Querido Sir Thomas,
Cuando empecé a escribir estas misivas electrónicas ya tenía previsto que tú serías uno de mis destinatarios, pero, aunque más de una vez traté de redactarte un mensaje, nunca conseguí concluirlo. Tampoco hoy lo tengo claro, porque ¿cómo podría resumir tu vida, tu muerte y tu gigantesca personalidad en sólo 700 palabras, que es lo que da de sí esta página?
Fuiste humanista, escritor, filósofo, teólogo, poeta, traductor, político, canciller del Reino de Inglaterra, jurista, juez, abogado, esposo fiel, padre de familia, abuelo entrañable, cristiano laborioso y contemplativo, hombre de mundo y hombre de Dios, soñador de utopías, mártir de la Iglesia, bromista hasta con tu verdugo, amigo leal de tus amigos —también de Enrique VIII, que te mandó decapitar—, pero más amigo de la verdad, de la justicia y de tu conciencia.
—Muero como buen siervo del rey —dijiste antes de ser ejecutado— pero ante todo de Dios.
No me entretendré ahora en narrar tu martirio. Hay biografías *, que lo describen magistralmente; prefiero comentar lo que San Juan Pablo II escribió sobre ti:
"Fue precisamente en la defensa de los derechos de la conciencia donde el ejemplo de Tomás Moro brilló con intensa luz. Se puede decir que él vivió de modo singular el valor de una conciencia moral que es testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma"**.
La conciencia. He aquí una palabra prestigiosa, pero tan desgastada por el uso que ya pocos conocen su significado. Para algunos es un vago sentimiento íntimo muy útil como coartada para saltarse la ley a la torera. Otros la confunden con sus prejuicios, obsesiones o complejos de la infancia; y casi todos la ven como última instancia moral ante la cual no cabe apelación ni diálogo posible.
Algo de eso hay, pero conviene matizar. La ética define la conciencia como un primer juicio intuitivo que califica nuestros actos como buenos o malos. Podríamos compararla con la luz roja que se enciende en el salpicadero del automóvil para advertirnos de que algo falla en el motor o, por el contrario, para confirmar que todo va bien. Es una lucecita muy útil aunque algún vez pueda engañarnos, bien porque no se enciende cuando debería o porque da un mensaje erróneo. De ahí que sea necesario comprobar su correcto funcionamiento. Lo mismo ocurre con la conciencia.
Un político español algo más ilustrado que la media declaró hace poco que "la conciencia debe crecer en soledad, lejos de dogmas, libre de cualquier influencia religiosa". Sin embargo la conciencia no es infalible y es preciso formarla, nutrirla de ciencia para que juzgue rectamente y podamos fiarnos de ella.
Tú, querido sir Thomas, fuiste un hombre de conciencia y de fe. Hablabas con Dios a solas todos los días, y en esos ratos de oración aprendiste a escucharle y a responderle siempre que sí. Él te enseñó que "es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres" como declaró San Pedro ante sus jueces; y supiste ser libre callando ante la injusticia o defendiéndote con elocuencia y rigor, como el gran jurista que eras. Te negaste a firmar el acta que proclamaba al rey cabeza de la Iglesia de Inglaterra y te condenaron a muerte por decapitación. Prisionero en la Torre de Londres, aguardaste el hacha del verdugo mientras escribías de tu puño y letra tu último libro, "la agonía de Cristo".
Cuatrocientos años después un Papa santo, Juan Pablo II, te dio un difícil encargo: ser patrono de los políticos. ¿Cómo lo llevas? Cualquiera diría que "conciencia" y "política" son conceptos incompatibles. Pero la política es una tarea noble que debe ser ejercida por hombres y mujeres íntegros.
Consíguenos políticos así, querido Sir Thomas; servidores públicos que no pierdan la cabeza por un puñado de euros ni por el oropel de un cargo. Puestos a perderla, mejor de un tajo, como tú, para recuperarla en el Cielo.
* Vid., por ejemplo, Andrés Vázquez de Prada, "Sir Tomás Moro, Lord Canciller de Inglaterra". Edic. Rialp, Madrid
** Motu proprio para la proclamación de Santo Tomás Moro como Patrono de los gobernantes y de los políticos.
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