–Las buenas religiosas son lo mejor de la Iglesia.
–No podemos saberlo; pero me parece bastante probable que así sea.
Hoy se conoce poco la vida religiosa porque hay pocos religiosos; y hay tan pocos religiosos porque se desconoce la vida religiosa. Los fieles cristianos han oído alguna vez la frase de Cristo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo– y luego ven y sígueme» (Mt 19,21). Pero hoy la mayoría no cree en ella, porque hace ya medio siglo que vienen oyendo una enseñanza contraria a la de el Maestro: los caminos de la vida laical y de la vida religiosa, objetivamente considerados, son totalmente equiparables en orden a la perfección evangélica. Tesis que es falsa, por ser contraria a la palabra de Cristo y a la experiencia y enseñanza de la Tradición y del Magisterio apostólico.
Santa Teresa de Jesús (Ávila 1515 - Alba de Tormes 1582), doctora de la Iglesia, nos enseña la verdad de la vida y de la muerte de la persona que se consagra totalmente a Jesucristo para vivir con Él, de Él y para Él, y que con el fin de conseguirlo antes y con más seguridad, sigue su consejo y «lo deja todo» (Mt 19,27). Veamos, por ejemplo, el capítulo 12 de su libro Las fundaciones, que se titula así:
«en que trata de la vida y muerte de una religiosa que trajo nuestro Señor a esta misma casa, llamada Beatriz de la Encarnación, que fue en su vida de tanta perfección, y su muerte tal, que es justo se haga de ella memoria».
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Beatriz de la Encarnación fue una religiosa que vistió el hábito de las carmelitas descalzas en 1569, profesó en 1970 y murió en 1973. De ella sabemos sólo lo que Santa Teresa escribió en Las fundaciones.
«Entró en este monasterio [de Valladolid] por monja una doncella llamada doña Beatriz Oñez […], cuya alma tenía a todas espantada por ver lo que el Señor obraba en ella de grandes virtudes; y afirman las monjas y priora que en todo cuanto vivió jamás entendieron en ella cosa que se pudiese tener por imperfección, ni jamás por cosa la vieron de diferente semblante, sino con una alegría modesta, que daba bien a entender el gozo interior que traía su alma. Un callar sin pesadumbre, que con tener gran silencio, era de manera que no se le podía notar por cosa particular. No se halla haber jamás hablado palabra que hubiese en ella que reprender, ni en ella se vio porfía ni una disculpa, aunque la priora, por probarla, la quisiese culpar de lo que no había hecho, como en estas casas se acostumbra para mortificar. Nunca jamás se quejó de cosa ni de ninguna hermana, ni por semblante ni palabra dio disgusto a ninguna con oficio que tuviese, ni ocasión para que de ella se pensase ninguna imperfección, ni se hallaba por qué acusarla ninguna falta en capítulo, con ser cosas bien menudas las que allí las celadoras dicen que han notado. En todas las cosas era extraño su concierto interior y exteriormente. Esto nacía de traer muy presente la eternidad y para lo que Dios nos había criado. Siempre traía en la boca alabanzas de Dios y un agradecimiento grandísimo. En fin, una perpetua oración».
A veces, en muy pocos años de vida religiosa conventual, obra Dios la perfección evangélica y la muerte santa. En el Carmelo descalzo femenino lo vemos, por ejemplo, en Santa Teresa del Niño Jesús (muere a los 24 años), Santa Isabel de la Trinidad (26 años), Santa Teresa de los Andes (19 años). De modo semejante, la plena santificación de Beatriz de la Encarnación fue en el Carmelo muy rápida.
«En lo de la obediencia jamás tuvo falta, sino con una prontitud y perfección y alegría a todo lo que se le mandaba. Grandísima caridad con los prójimos, de manera que decía que por cada uno se dejaría hacer mil pedazos a trueco de que no perdiesen el alma y gozasen de su hermano Jesucristo, que así llamaba a nuestro Señor. En sus trabajos [sufrimientos], los cuales con ser grandísimos, de terribles enfermedades –como adelante diré– y de gravísimos dolores, los padecía con tan grandísima voluntad y contento, como si fueran grandes regalos y deleites. Debíasele nuestro Señor dar en el espíritu, porque no es posible menos, según con la alegría los llevaba».
La vida de los santos nos hace comprobar quelos más penitentes son los más alegres y felices. «Así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, abunda también nuestro consuelo gracias a Cristo» (2Cor 1,5). Se cumple la promesa del Señor: quienes lo dejan todo por Él y por el Evangelio, «reciben en este siglo mucho más (ciento por uno) y la vida eterna en el venidero» (Mt 19,29; Mc 10,30; Lc 18,30).
«Acaeció que en este lugar de Valladolid llevaban a quemar a unos por grandes delitos. Ella debía saber no iban a la muerte con tan buen aparejo como convenía, y diole tan grandísima aflicción, que con gran fatiga se fue a nuestro Señor y le suplicó muy ahincadamente por la salvación de aquellas almas; y que a trueco de lo que ellos merecían, o porque ella mereciese alcanzar esto –que las palabras puntualmente no me acuerdo–, le diese toda su vida todos los trabajos y penas que ella pudiese llevar. Aquella misma noche le dio la primera calentura, y hasta que murió siempre fue padeciendo. Ellos murieron bien, por donde parece que oyó Dios su oración».
Los religiosos, por su propia vocación, están llamados a participar con sufrimientos de un modo especialmente intenso en la Pasión expiatoria de Cristo.
«Diole luego [pronto] una postema [tumor] dentro de las tripas con tan gravísimos dolores, que era bien menester para sufrirlos con paciencia lo que el Señor había puesto en su alma. Esta postema era por la parte de adentro, adonde cosa de las medicinas que la hacían no la aprovechaba; hasta que el Señor quiso que se la viniese a abrir y echar la materia [supurar], así rnejoró algo de este mal. Con aquella gana que le daba de padecer, no se contentaba con poco; y así oyendo un sermón un día de la Cruz, creció tanto este deseo, que, como acabaron, con un ímpetu de lágrimas se fue sobre su cama y, preguntándole qué había, dijo que rogasen a Dios la diese muchos trabajos y que con esto estaría contenta.
«Con la priora trataba ella todas las cosas interiores y se consolaba en esto. En toda la enfermedad jamás dio la menor pesadumbre del mundo, ni hacía más de lo que quería la enfermera, aunque fuese beber un poco de agua. Desear trabajos almas que tienen oración es muy ordinario, estando sin ellos; mas, estando en los mismos trabajos, alegrarse de padecerlos no es de muchas. Y así, ya que estaba tan apretada, que duró poco y con dolores muy excesivos y una postema que le dio dentro de la garganta que no la dejaba tragar, estaban allí algunas de las hermanas, y dijo a la priora (como la debía consolar y animar a llevar tanto mal) que ninguna pena tenía, ni se trocaría por ninguna de las hermanas que estaban muy buenas. Tenía tan presente a aquel Señor por quien padecía, que todo lo más que ella podía rodear para que no entendiesen lo mucho que padecía. Y así, si no era cuando el dolor la apretaba mucho, se quejaba muy poco.
«Parecíale que no había en la tierra cosa más ruin que ella, y así, en todo lo que se podía entender, era grande su humildad. En tratando de virtudes de otras personas, se alegraba muy mucho. En cosas de mortificación era extremada. Con una disimulación se apartaba de cualquiera cosa que fuese de recreación, que, si no era quien andaba sobre aviso, no lo entendían. No parecía que vivía ni trataba con las criaturas según se le daba poco de todo; que de cualquiera manera que fuesen las cosas, las llevaba con una paz, que siempre la veían estar en un ser; tanto que le dijo una vez una hermana que parecía de unas personas que hay muy honradas, que aunque mueran de hambre, lo quieren más que no que lo sientan [el hambre] los de fuera» […]
«Todo lo que hacía de labor y de oficios era con un fin que no dejaba perder el mérito, y así decía a las hermanas: “No tiene precio la cosa más pequeña que se hace, si va por amor de Dios; no habíamos de menear los ojos, hermanas, si no fuese por este fin y por agradarle”. Jamás se entremetía en cosa que no estuviese a su cargo; así no veía falta de nadie, sino de sí. Sentía tanto que de ella sc dijese ningún bien, que así traía cuenta con no le decir de nadie en su presencia, por no las dar pena. Nunca procuraba consuelo, ni en irse a la huerta ni en cosa criada; porque según ella dijo, grosería sería buscar alivio de los dolores que nuestro Señor le daba; y así nunca pedía cosa, sino 1o que le daban: con eso pasaba. También decía que antes le sería cruz tomar consuelo en cosa que no fuese Dios. El caso es que, informándome yo de las de casa, no hubo ninguna que hubiese visto en ella cosa que pareciese sino de alma de gran perfección.
¿Cómo vivirá la muerte quien así ha llegado a vivir su corta vida?
«Pues venido el tiempo en que nuestro Señor la quiso llevar de esta vida, crecieron los dolores y tantos males juntos, que, para alabar a nuestro Señor de ver el contento como lo llevaba, la iban a ver algunas veces. En especie tuvo gran deseo de hallarse a su muerte el capellán que confiesa en aquel monasterio, que es harto siervo de Dios; que, como él la confesaba, teníala por santa. Fue servido que se le cumplió este deseo, que como estaba con tanto sentido y ya oleada, llamáronle para que, si hubiese menester aquella noche reconciliarla o ayudarla a morir.
«Un poco antes de las nueve, estando todas con ella y él lo mismo, como un cuarto de hora antes que muriese, se le quitaron todos los dolores; y con una paz muy grande, levantó los ojos y se le puso una alegría de manera en el rostro, que pareció como un resplandor; y ella estaba como quien mira a alguna cosa que la da gran alegría, porque así se sonrió por dos veces. Todas las que estaban allí y el mismo sacerdote, fue tan grande el gozo espiritual y alegría que recibieron, que no saben decir más de que les parecía que estaban en el cielo. Y con esta alegría que digo, los ojos en el cielo, expiró, quedando como un ángel, que así podemos creer, según nuestra fe y según su vida, que la llevó Dios a descanso en pago de lo mucho que había deseado padecer por El. […]
«Plega a Su Majestad, hijas mías, que nos sepamos aprovechar de tan buena compañía como ésta y otras muchas que nuestro Señor nos da en estas casas. Podrá ser que diga alguna cosa de ellas, para que se esfuercen a imitar las que van con alguna tibieza, y para que alabemos todas al Señor que así resplandece su grandeza en unas flacas mujercitas».
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Es muy conveniente leer vidas de santos, 1) para que quienes apenas conocemos por experiencia algunas virtudes, las conozcamos al menos de oídas; y 2) para que, estimulados por su atractivo, «aspiremos a los más altos dones» (1Cor 12,31), comprobando que los santos, por sí mismos y en un principio, eran tan bajos y miserables como nosotros.
Leyendo esas vidas siente uno quelos santos están viviendo como en otro mundo, intermedio entre la tierra y el cielo, y más del lado del cielo: «Buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con Él» (Col 3,1-4).
Y este modo de vivir no los hace torpes y como perdidos en este mundo. Todo lo contrario: pensemos en santos como Pablo, Francisco, Ignacio, Teresa, Javier… Son extremadamente lúcidos para entender el mundo en el que se mueven. Ellos son quienes mejor conocen las verdaderas realidades del mundo presente, porque las ven por los ojos de Cristo, es decir, como realmente son; y no como las ve el hombre carnal, que está el pobre medio ciego.
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No pensemos tampoco que la santidad es infrecuentísima, porque tal pensamiento nos lleva a desistir de pedirla, esperarla y procurarla, como si fuera imposible. Por el contrario, es bastante más frecuente de lo que se suele pensar. Una muerte, por ejemplo, como la que hemos contemplado en la carmelita Beatriz de la Encarnación –dejando a un lado algunos aspectos que son milagrosos– es relativamente frecuente entre cristianos religiosos o laicos que están viviendo en Cristo bastante más de lo que piensan, pues captan sus pecados con más facilidad que sus virtudes, con ser éstas a veces muy patentes.
Veamos la verdad de lo que digo en un relato que la misma Teresa de Jesús nos hace de la muerte de otras carmelitas.
«Acaeció, estando yo aquí, darle el mal de la muerte a una hermana [en Toledo]. Recibidos los Sacramentos, y después de dada la Extremaunción, era tanta su alegría y contento, que así se le podía hablar en cómo nos encomendase en el cielo a Dios y a los santos que tenemos devoción, como si fuera a otra tierra. Poco antes que expirase, entré yo a estar allí (que me había ido delante del Santísimo Sacramento a suplicar al Señor la diese buena muerte), y así como entré, vi a Su Majestad a su cabecera en mitad de la cabecera de la cama. Tenía algo abiertos los brazos, como que la estaba amparando, y díjome que tuviese por cierto que a todas las monjas que muriesen en estos monasterios, que El las ampararía así, y que no hubiesen miedo de tentaciones a la hora de la muerte. Yo quedé harto consolada y recogida. Dende a un poquito lleguéla a hablar, y díjome: “¡Oh, madre, qué grandes cosas tengo de ver!” Así murió como un ángel.
«Y algunas que mueren después acá, he advertido que es con una quietud y sosiego, como si les diese un arrobamiento o quietud de oración, sin haber habido muestra de tentación ninguna. Así espero en la bondad de Dios, que nos ha de hacer en esto merced, y por los méritos de su Hijo y de la gloriosa Madre suya, cuyo hábito traemos. Por eso, hijas mías, esforcémonos a ser verdaderas carmelitas, que presto se acabará la jornada. Y si entendiésemos la aflicción que muchos tienen en aquel tiempo, y las sutilezas y engaños con que los tienta el demonio, tendríamos en mucho esta merced» (ib. 16,4-5).
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Es normal que mueran en Cristo quienes han vivido en Cristo, sean religiosos o laicos. «Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Ya vivamos, ya muramos, somos del Señor» (Rm 14,8).
José María Iraburu, sacerdote
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