(410) La Amoris lætitia y el martirio

Maderno - Sta. Cecilia, mártir

–Ahora va a resultar que…

–Lea y no rezongue.

Este artículo lo escribí el pasado sábado 10, memoria de la mártir Santa Eulalia, pero me pareció conveniente demorar su publicación porque han seguido entrando muchos lectores en mi artículo anterior, el (409) sobre El elogiado P. Häring.

* * *

En el año 304, pocos años antes de cesar las persecuciones del Imperio romano contra los cristianos (313), un 10 de diciembre, la niña de 12 años, Eulalia, murió en Mérida mártir de Cristo. Desde entonces, sin cansarse, la Iglesia sigue venerando y celebrando su memoria en la liturgia, para la gloria de Dios, de Eulalia y de la Santa Iglesia.

«La sangre de la gloriosa mártir San Eulalia, derramada, como la de Cristo, para confesar tu Nombre, manifiesta las maravillas de tu poder. Pues en su martirio, Señor, has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad tu propio testimonio, por Cristo nuestro Señor» (pref. mártires).

* * *

Santa Eulalia de Mérida (292-304)

Mérida, Augusta Emérita, fundada el año 25 antes de Cristo por Augusto para los soldados eméritos de la guerra de Roma contra los cántabros rebeldes, era a finales del siglo III capital de Lusitania y una de las más importantes ciudades hispano-romanas de la península ibérica.

Allí vivía la cristiana y aristocrática familia de Eulalia, que conociendo el ímpetu martirial de la niña, se trasladó a vivir a una finca de campo. Una noche, conmovida la niña por el ejemplo de tantos mártires cristianos que, negándose a ofrecer incienso a los dioses romanos, preferían la muerte antes que separarse de Cristo, se escapó de su casa, y caminando sola y en la oscuridad, llegó a Mérida y se presentó ante los magistrados romanos confesándose cristiana.

Prudencio (Aurelius Prudentius Clemens, Calahorra 348-410), el mayor poeta cristiano de la época, que escribió con frecuencia himnos y poemas en honor de los mártires, narra el martirio de la niña Eulalia, fundamentado en las actas escritas por un testigo ocular del juicio y del martirio.

De madrugada, antes de la salida del sol, llegó Eulalia a la ciudad y se presentó ante el tribunal, confesando su fe en Cristo.

–«Si buscáis cristianos, aquí me tenéis a mí. Soy enemiga de vuestros dioses. Con la boca y el corazón confieso al Dios verdadero. Isis, Apolo, Venus y aun el mismo Maximiliano son nada»…

–«Antes de que mueras –le dijo el pretor–, atrevida rapazuela, quiero convencerte de tu locura… Tu casa, deshecha en lágrimas, te reclama. Gimiendo está la angustiada nobleza de tus padres… Mira, ahí están preparados los instrumentos del suplicio: o te cortarán la cabeza, o te despedazarán las fieras, o serás echada al fuego, y los tuyos te llorarán con grandes lamentos, mientras tú te revolverás en tus propias cenizas. ¿Qué te cuesta, di, evitar todo eso? Con que toques con la punta de tus dedos un poco de sal y un poquito de incienso, quedarás perdonada».

Eulalia no le respondió, sino que arrojó al suelo los ídolos, y de un puntapié echó a rodar la torta sacrificial puesta sobre los incensarios. Dos verdugos entonces se apresuraron a desgarrar su cuerpo con garfios, a azotarla hasta vestirla con su propia sangre, aplicándole luego llamas de fuego por todo su cuerpo. Pero la niña soportaba todos esos espantosos sufrimientos con serenidad sobrehumana. Era un 10 de diciembre. Una nevada cayó sobre el foro, y el cuerpecito destrozado de Eulalia, abandonado en la helada intemperie, fue cubierto por Dios, guardándolo bajo una blanca mantilla de nieve… Los cristianos recogieron sus restos, dándoles sepultura, sobre la cual, pocos años después –según testimonio ocular de Prudencio– se edificó una grandiosa basílica de mármol bruñido.

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–Cristo enseña con su palabra y su ejemplo la necesidad del martirio

Poco antes de su Pasión, en la última Cena, dice a los apóstoles: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que, según el mandato que me ha dado el Padre, así hago. Levantaos, vámonos de aquí» (Jn 14,31). Y se fueron a Getsemaní. Él sabe bien que (343) Los que aman a Dios son los que guardan sus mandamientos, y quiere que su obediencia al mandamiento divino sea entendida como la manifestación suprema de su amor al Padre. Obedece al Padre totalmente porque le ama totalmente. Por eso es «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8). Esa obediencia que el nuevo Adán ofrece al Padre, muriendo en sacrificio de expiación, trae al mundo entero la salvación. Y es la que todos los cristianos estamos siempre llamados a vivir.

La evangelización del mundo es realizada principalmente por los mártires

Esa verdad se comprueba en toda la historia de la Iglesia. No hay evangelización sino en la medida en que hay mártires. En los primeros siglos de la Iglesia, muchos paganos espectadores del martirio sufrido por los cristianos reaccionan como el centurión ante la Cruz o como aquellos testigos de la muerte de Cristo en el Calvario, que volvieron a Jerusalén golpeándose el pecho y confesando la fe en Jesús (Lc 23,47-48).

San Justino (+163) argumenta a los paganos: «¿Que hombre impuro y pervertido puede recibir con alegría la muerte que le priva de todos los bienes? ¿No preferirá más bien gozar de la vida presente? ¿No se ocultará de los magistrados antes que exponerse a la muerte voluntariamente?» (II Apología 12).

De laude martyrum, obra anónima del tiempo del emperador Decio (249-251). «Mientras manos crueles desgarraban  el cuerpo del cristiano, yo oía las conversaciones de los asistentes… “Hay algo, no sé qué, de grande en esa resistencia al dolor” [que podrían evitar]. “Estoy pensando en que tiene hijos y una esposa… Pero ni el amor paterno ni el amor conyugal pueden quebrantar su voluntad”… “Es para meditar en aquella creencia que permite a un hombre padecer tanto y consentir en morir”» antes que renegar de ella (n.5).

Arnobio, convertido al cristianismo, como Justino, por el testimonio de los mártires, escribe en el siglo IV: «¿Que es la enfermedad comparada con las llamas, el caballete, las chapas ardientes…? En medio de estos dolores ha habido quien ni siquiera ha gemido; menos aún, ni siquiera ha suplicado; menos, no ha respondido; menos todavía, ha sonreído, ha sonreído de buen grado» (Epistola 78).

Casi todos los paganos convertidos al cristianismo –también no pocos magistrados, verdugos, soldados, carceleros– lo hicieron, por la gracia de Dios, conmovidos por el modo de sufrir y de morir de los mártires. Y así ha sido siempre. En 1888, pasada la terrible persecución anticristiana de Conchinchina, un misionero narra que en lo más duro de la persecución un pagano le pidió el bautismo.

–«¿Y cómo ha sido tu conversión?

–«Porque he visto morir a cristianos, y quiero morir como ellos mueren. He visto echarlos a los ríos y pozos, quemarlos vivos y atravesarlo con lanzas. Y todos morían con una alegría que me dejaba asombrado, rezando y animándose unos a otros. Solamente los cristianos mueren así, y por eso me he convertido» (Anales de la propagación de la fe, enero 1889, pg. 33).

Y la misma eficacia evangelizadora se ha producido siempre en otros martirios no sangrientos, pero equivalentes, y mucho más frecuentes y numerosos. Éstos siempre están presentes, para edificación de los fieles y la conversión de los paganos. Son testimonios (martirios) continuos en la vida de la Iglesia. Por ejemplo, una esposa y madre de familia que, todavía joven, es abandonada por su marido, que le impone el divorcio. Y permanece sola, sacando adelante a sus hijos y rechazando en absoluto a quienes la pretenden y le ofrecen su ayuda. Resistiendo también, quizá, el consejo de sus familiares y de su párroco: «Dios nos ama y es misericordioso, y quiere que sus hijos vivan felices»… Pero ella, antes que cometer adulterio, prefiere sufrir los mayores trabajos y soledades. El camino cristiano está perfectamente señalado, y sólo se pierde el que voluntariamente se sale de él:

El Maestro «decía a todos [no a un grupo especial de ascetas]: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará”» (Lc 9,23-24; cf. Mt 16,24-25; Mc 8,34-35).

La permisividad de la Iglesia con los pecadores impenitentes –por ejemplo, con los divorciados adúlteros– no es un acto maternal de misericordia, sino que facilita su permanencia en el pecado y frena notablemente la evangelización del mundo. Sin testimonios fuertes (martirios), como el que da, por ejemplo, la mencionada esposa abandonada, que permaneciendo fiel a su matrimonio indisoluble, se guarda fiel al amor de Cristo esposo, no hay evangelización. Y sin esa firmeza martirial una Iglesia local se pierde, contribuye a la perdición de sus hijos y se va arruinando.

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La Amoris lætitia

El amor a Dios y la obediencia a sus mandatos van inseparablemente unidos. En cuanto al matrimonio y el adulterio, concretamente, el hombre recibe de Dios un mandamiento, que no solamente queda escrito en las tablas del Decálogo, sino que ya desde el principio está inscrito en la propia naturaleza humana, en la ley natural, pues Dios «los creó varón y mujer», el uno para el otro. Ese mandamiento, relajado lamentablemente en la historia de Israel, es reiterado por Cristo, el Salvador del mundo, el que salva el matrimonio: «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (mandato que prohíbe el divorcio); y «no cometerás adulterio» (mandato que prohíbe el adulterio).

¿Podrá estar en gracia –en amor de amistad con Dios– aquel que consciente y libremente desobedece estos mandatos divinos, y persiste en vivir en un modo que Dios prohíbe?

 

Cuatro Cardenales han hecho a la Iglesia cinco preguntas. La primera dice así:

«1. Se pregunta si, según lo afirmado en la “Amoris lætitia” nn. 300-305, es posible ahora conceder la absolución en el sacramento de la Penitencia y, en consecuencia, admitir a la Santa Eucaristía a una persona que, estando unida por un vínculo matrimonial válido, convive “more uxorio” con otra, sin que se hayan cumplido las condiciones previstas por “Familiaris consortio” n. 84 y luego confirmadas por “Reconciliatio et poenitentia” n. 34 y por “Sacramentum caritatis» n. 29. La expresión “en ciertos casos” de la nota 351 (n. 305) de la exhortación “Amoris lætitia» ¿puede aplicarse a divorciados que están en una nueva unión y siguen viviendo “modo uxorio”?».

Si la respuesta fuera Affirmative, con ella 1) se negaría la indisolubilidad del matrimonio, 2) se admitiría la bigamia y la poligamia, 3) se reconocería a los cristianos el derecho a rechazar el martirio, cuando «en ciertos casos» la obediencia al mandamiento de Dios les resultara extremadamente penoso y 4) se multiplicarían los abusos sacrílegos contra la Eucaristía. «El sacrilegio es un pecado grave sobre todo cuando es cometido contra la Eucaristía» (Catecismo 2120). 

Lamentablemente, ya de hecho los Obispos de no pocas Iglesias locales han dado por su cuenta respuesta afirmativa a esa 1ª pregunta –no respondida oficialmente–, y autorizan a dar la comunión «en ciertos casos» a quienes viven y piensan seguir viviendo en adulterio, es decir, en un modo ciertamente contrario a la voluntad expresa del Señor. Puede comprobarse, por ejemplo, en las directivas dadas por el presidente de la Conferencia Episcopal de Filipinas o en la diócesis de San Diego (California, EE.UU.) y en tantas otras regiones de la Iglesia actual. Concretamente, el acceso incondicionado a la Eucaristía –no solamente «en ciertos casos» y con un discernimiento pastoral previo–, está «normalizado» hace bastantes años en ciertas diócesis de Alemania, Austria, Bélgica, etc., a pesar de que la Iglesia ha condenado repetidas veces esa forma de actuar.

Por el contrario, la Iglesia ha enseñado siempre que «a nadie es lícito participar de la eucaristía si no cree que son verdad las cosas que enseñamos [fe] y no se ha purificado en aquel baño que da la remisión de los pecados y la regeneración [bautismo], y no vive como Cristo nos enseñó [cumpliendo sus mandamientos, estando en gracia]» (San Justino, hacia el 150, I Apología 66. Cf. Trento 1555, Dz 1661).

* * *

«En ciertos casos», se nos está diciendo, puede comunicarse la Eucaristía a adúlteros crónicos, impenitentes e incontinentes. En ciertos casos… El discernimiento pastoral, acompañando a los adúlteros, debe examinar la cuestión «caso por caso»…

Amoris laetitia (298). «Los divorciados en nueva unión, por ejemplo, pueden encontrarse en situaciones muy diferentes, que no han de ser catalogadas o encerradas en afirmaciones [normas] demasiado rígidas sin dejar lugar a un adecuado discernimiento personal y pastoral. Existe el caso de una segunda unión consolidada en el tiempo, con nuevos hijos, con probada fidelidad, entrega generosa, compromiso cristiano, conocimiento de la irregularidad de su situación y gran dificultad para volver atrás sin sentir en conciencia que se cae en nuevas culpas».

(301) «Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad para comprender “los valores inherentes a la norma” [Familiaris consortio 33] o puede estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa». La Iglesia madre debe ayudar a quienes se ven en estas situaciones. y «en ciertos casos, podría ser también [con] la ayuda de los sacramentos» de la Penitencia y de la Eucaristía (Cf. 305, nota 351).

No vemos modo de conciliar esa doctrina y disciplina con los mandatos de Cristo, tal como han sido y son  enseñados y mandados en la Iglesia católica durante veinte siglos de modo universal y continuo.

–«El bien de los hijos» suele invocarse 

1º.–como causa justificante de la no-separación de la pareja, si convive en continencia. Se dan casos en que es lícito que continúe la convivencia «por motivos serios –como, por ejemplo, la educación de los hijos–»; pero entonces han de vivir «en plena continencia, es decir absteniéndose de los actos propios de los esposos» (Familiaris consortio 84). Se dan casos. Ahora bien, pensemos que en miles y miles de divorcios la pareja rompe voluntariamente la convivencia, y ya la sociedad tiene prevista la protección de los hijos –juez de familia, tutelas compartidas, visitas, ayudas económicas, etc.–, de tal modo que aunque estos remedios sean siempre precarios, los que quieren separarse se separan. Pues bien, en principio los cristianos adúlteros deben querer separarse, para salir de una situación prohibida por Cristo y de una ocasión próxima de tentación y pecado. Y fuera de algunos casos especiales, esa separación será conveniente y viable.

2º.–como causa justificante de la continuidad de la convivencia «more uxorio», de tal modo que, en ciertos casos, según se nos dice, conviene que los padres adúlteros, por el bien de los hijos, continúen sus relaciones sexuales. Así lo afirma, por ejemplo, el numeroso grupo de obispos de la región eclesiástica de Buenos Aires, presididos por el cardenal Poli, en el documento Criterios básicos para la aplicación del capítulo VIII de Amoris lætitia.

(n. 5) «Cuando las circunstancias concretas de una pareja lo hagan factible, especialmente cuando ambos sean cristianos con un camino de fe, se puede [no dicen se debe] proponer el empeño de vivir en continencia. Amoris lætitia no ignora las dificultades de esta opción» (…) Aducen aquí lo que en Gaudium et spes 51 dice el concilio Vaticano II  hablando del matrimonio, no del adulterio: «cuando la intimidad conyugal se interrumpe», etc. Es una cita falsamente aducida.

(n. 6) «En otras circunstancias más complejas, y cuando no se pudo obtener una declaración de nulidad, la opción mencionada [convivir como hermanos] puede no ser de hecho factible [sic]. No obstante, igualmente es posible un camino de discernimiento. Si se llega a reconocer que, en un caso concreto, hay limitaciones que atenúan la responsabilidad y la culpabilidad (cf. AL 303-302), particularmente cuando una persona considere que caería en una ulterior falta dañando a los hijos de la nueva unión, Amoris laetitia abre la posibilidad del acceso al sacramento de la Reconciliación y de la Eucaristía (cf. notas 336 y 351)».

Ahora bien, enseña el Catecismo que «la fornicación es la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio» (2353). Por el contrario, afirman los Obispos bonaerenses –si no les hemos entendido mal– que puede ser conveniente que los padres adúlteros persistan en su crónica fornicación para «no dañar a sus hijos»… Sugieren así que el fin a veces justifica los medios, contra un principio fundamental de la moral cristiana: nunca ha de hacerse un mal para conseguir un bien (Rm 3,8).

El cristiano debe aceptar el martirio si para evitarlo ha de pecar mortalmente

Muchos de los cristianos exiliados hoy de Siria y de tantos otros lugares, con sólo hacer ­–aunque sea en forma simulada– un gesto de renuncia a Cristo y de aceptación del Islam, podrían permanecer en sus casas y sus trabajos. Pero prefieren el martirio del exilio, con los inmensos sufrimientos que implica, antes que separarse de Cristo pecando mortalmente… Tienen fe, y la viven fielmente: «cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,33).

Somos discípulos del Crucificado, que nos dijo: «el que no toma su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,27; cf. 14,26.33). En mi artículo  (376) Amoris lætitia-4. ¿Atenuantes o eximentes?,.. El martirio traté más ampliamente  del martirio como realidad vital inherente a la vida cristiana. Resultan, pues, inaceptables ciertas expresiones de la Amoris lætitia que parecen eximir de grave culpa la desobediencia de la ley de Dios cuando ella exija del cristiano un martirio, es decir, muy grandes sacrificios.

«En determinadas circunstancias, las personas encuentran grandes dificultades para actuar en modo diverso [diverso a la vida que llevan, contraria a la ley de Dios]. El discernimiento pastoral, aun teniendo en cuenta la conciencia rectamente formada de las personas, debe hacerse cargo de estas situaciones» (AL 302)… «Por ahora, ésa es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios (…), es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo» (303). Por tanto, «es posible que en medio de una situación objetiva de pecado –que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno– se pueda vivir en gracia de Dios» (305), y tras un discernimiento pastoral «caso por caso», tenga la persona acceso lícito a la comunión eucarística. Después de todo, la Eucaristía «no es un premio para los perfectos, sino un generoso remedio y un alimento para los débiles» (nota 351). Quod erat demonstrandum. Kasper, ya por los años 70 del siglo pasado, y desde el comienzo de los Sínodos 2014-2015, venía reclamando la comunión eucarística para los adúlteros, «en ciertos casos», por supuesto.

 

–La tesis subyacente es siempre la misma: que a la generalidad de los cristianos no se les puede exigir el martirio, aun cuando para evitarlo hayan de pecar mortalmente. En un artículo mío anterior (377) cité dos ejemplos episcopales:

El cardenal Kasper, en una entrevista, tratando de los divorciados vueltos a casar, afirmó de modo condescendiente: «¿Vivir como hermano y hermana?… Por supuesto, tengo un gran respeto por los que hacen eso, pero es una heroicidad y el heroísmo no es para el cristiano común» (sic). El cardenal Marx, en la misma línea, también anticipó en unas declaraciones lo que insinúa la AL en la Nota (329), que «el consejo de abstenerse de las relaciones sexuales en la nueva relación aparece como irreal para muchos» (17-X-2015) (sic). Irreal, es decir, imposible. A lo que el cardenal Müller, alemán como ellos,replicó (1-III-2016): «También pensaron eso los apóstoles cuando Jesús les explicó la indisolubilidad del matrimonio (Mt 19,10). Pero lo que parece imposible para nosotros los seres humanos es posible por la gracia de Dios».

Los «enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18) procuran sacarla de la vida cristiana, y sólo consiguen un cristianismo débil y falso, triste y estéril. Solamente el cristianismo que ama la cruz de Cristo es fuerte y verdadero, alegre y fecundo. En las Actas de los mártires hallamos las páginas más alegres de entre los textos cristianos. El árbol de la Cruz es el único que da siempre en abundancia flores y frutos.

* * *

El martirio en la Veritatis splendor

Juan Pablo II enseña en esa encíclica (6-VIII-1993) las verdades fundamentales de la moral católica, al mismo tiempo que denuncia los errores principales que la falsifican en nuestro tiempo: moral de situación, consecuencialismo, relativismo, proporcionalismo, teleologismo, y concretamente aquella moral anómica que niega «el mal intrínseco», esto es, el pecado que es mortal sea cual fuera la intención, situación o circunstancia de quien lo comete [76-78]. Y termina la encíclica con un largo capítulo III titulado «Para no desvirtuar la cruz de Cristo» (1Cor 1,17) [84-117], en el que se muestra que no hay vida cristiana donde se autoriza a pecar mortalmente para poder evitar el martirio.

Destaco algunos subtítulos: –El martirio, exaltación de la santidad inviolable de la ley de Dios [90-94]. –Las normas morales universales e inmutables al servicio de la persona y de la sociedad [95-97].  –Gracia y obediencia a la ley de Dios  [102-105]. –Moral y nueva evangelización [106-108]. Y transcribo algunos fragmentos del subtítulo

«El martirio, exaltación de la santidad inviolable de la ley de Dios»

90. …El no poder aceptar las teorías éticas «teleológicas», «consecuencialistas» y «proporcionalistas» que niegan la existencia de normas morales negativas relativas a comportamientos determinados y que son válidas sin excepción, halla una confirmación particularmente elocuente en el hecho del martirio cristiano, que siempre ha acompañado y acompaña la vida de la Iglesia.

91. Ya en la antigua alianza encontramos admirables testimonios de fidelidad a la ley santa de Dios llevada hasta la aceptación voluntaria de la muerte […]  En los umbrales del Nuevo Testamento, Juan el Bautista, rehusando callar la ley del Señor y aliarse con el mal, murió mártir de la verdad y la justicia y así fue precursor del Mesías incluso en el martirio (cf. Mc 6,17-29) […]

En la nueva alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo –comenzando por el diácono Esteban (Hch 6,8 - 7,60) y el apóstol Santiago (Hch 12, 1-2)– que murieron mártires por confesar su fe y su amor al Maestro y por no renegar de él. En esto han seguido al Señor Jesús, que ante Caifás y Pilato, «rindió tan solemne testimonio» (1Tm 6,13), confirmando la verdad de su mensaje con el don de la vida. Otros innumerables mártires aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del emperador (cf. Ap 13,7-10). Incluso rechazaron el simular semejante culto, dando así ejemplo del rechazo también de un comportamiento concreto contrario al amor de Dios y al testimonio de la fe. Con la obediencia, ellos confían y entregan, igual que Cristo, su vida al Padre, que podía liberarlos de la muerte (Hb 5,7).

La Iglesia propone el ejemplo de numerosos santos y santas, que han testimoniado y defendido la verdad moral hasta el martirio o han preferido la muerte antes que cometer un solo pecado mortal. Elevándolos al honor de los altares, la Iglesia ha canonizado su testimonio y ha declarado verdadero su juicio [su discernimiento], según el cual el amor  [a Dios] implica obligatoriamente el respeto de sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida.

92. En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y a la vez la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Es una dignidad que nunca se puede envilecer o contrastar, aunque sea con buenas intenciones, cualesquiera que sean las dificultades. Jesús nos exhorta con la máxima severidad: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8,36). […]

93. Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte, es anuncio solemne y compromiso misionero «usque ad sanguinem» para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado por las costumbres y por la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil, sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales, no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del malque hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades. Los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral. Dando testimonio del bien, ellos representan un reproche viviente para cuantos transgreden la ley (cf. Sb 2,2) y hacen resonar con permanente actualidad las palabras del profeta: «¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!» (Is 5,20).

 

Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que –como enseña san Gregorio Magno– le capacita para «amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno».

94. En el dar testimonio del bien moral absoluto los cristianos no están solosEncuentran una confirmación en el sentido moral de los pueblos y en las grandes tradiciones religiosas y sapienciales del Occidente y del Oriente […]. La voz de la conciencia ha recordado siempre sin ambigüedad que hay verdades y valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida […].

95. La doctrina de la Iglesia, y en particular su firmeza en defender la validez universal y permanente de los preceptos que prohíben los actos intrínsecamente malos, es juzgada no pocas veces como signo de una intransigencia intolerable, sobre todo en las situaciones enormemente complejas y conflictivas de la vida moral del hombre y de la sociedad actual. Dicha intransigencia estaría en contraste con la condición maternal de la Iglesia. Ésta, se dice, no muestra comprensión y compasión. Pero, en realidad, la maternidad de la Iglesia no puede separarse jamás de su misión docente, que ella debe realizar siempre como esposa fiel de Cristo, que es la verdad en persona: «Como Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral… […] sin esconder las exigencias de radicalidad y de perfección» (Familiaris consortio 33».

En realidad, la verdadera comprensión y la genuina compasión deben significar amor a la persona, a su verdadero bien, a su libertad auténtica. Y esto no se da, ciertamente, escondiendo o debilitando la verdad moral, sino proponiéndola con su profundo significado de irradiación de la sabiduría eterna de Dios, recibida por medio de Cristo, y de servicio al hombre, al crecimiento de su libertad y a la búsqueda de su felicidad.

[…] El Papa Pablo VI ha escrito: «No disminuir en nada la doctrina salvadora de Cristo es una forma eminente de caridad hacia las almas. Pero ello ha de ir acompañado siempre con la paciencia y la bondad de la que el Señor mismo ha dado ejemplo en su trato con los hombres. Al venir no para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3,17), Él fue ciertamente intransigente con el mal, pero misericordioso hacia las personas» (Humanæ vitæ 29».

96. La firmeza de la Iglesia en defender las normas morales universales e inmutables no tiene nada de humillante. Está sólo al servicio de la verdadera libertad del hombre. […] Ante las normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales».

* * *

Algunos han perdido no sólo el amor, sino también el temor de Dios: «El matrimonio ha de ser tenido por todos en honor. Que nadie mancille el lecho nupcial, porque Dios ha de juzgar a los fornicarios y adúlteros» (Heb 13,4).

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

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