El hombre de nuestra época persigue la felicidad como si de una fórmula química se tratase; pero esa persecución se salda siempre con un fracaso, o en el mejor -peor- de los casos con un sucedáneo de «bienestar» que anestesia fugazmente su dolor de vivir. El hombre de nuestra época, al expulsar a Dios de su horizonte vital, se ha convertido en un ser amputado y, por lo tanto, infeliz; pues sin Dios no hay comunión verdadera entre los hombres; y sin comunión verdadera no puede haber fiesta, sino depresión y congoja, aunque sean disfrazadas de algarabía y atracón de mazapanes. Los mazapanes, cuando falta Dios, son como las algarrobas de los puercos que tuvo que comerse el hijo pródigo de la parábola.
Nos disponemos a celebrar en estos días que Dios se hace carne, que es una locura de proporciones desafiantes. ¿En qué cabeza cabe que un Dios invisible e incorpóreo, omnipotente y glorioso, tome cuerpo y alma de hombre en el vientre de una humilde mujer, para después pasearse entre los hombres? Chesterton calificaba la Navidad, con razón, de «trastorno del universo»; y casi nos atreveríamos a añadir que es también un «trastorno de Dios», pues semejante cosa sólo puede caber en la cabeza de un Dios loco. Loco de amor por el género humano, tan loco de amor que desea acompañarlo incluso en la locura de su desamor. Haciéndose carne y sangre, Dios quiere reparar la deslealtad del hombre, que un día le volvió la espalda, y cargar sobre sí con las consecuencias de esa deslealtad, que son el dolor y el sufrimiento, mostrándonos, además, que nunca más el dolor y el sufrimiento serán estériles.
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