En el Niño que se nos ha dado se nos hace concreto el amor de Dios por nosotros

El Papa celebra por cuarta vez una de las misas más esperadas del año: la de la Navidad.
Los pastores descubren sencillamente que “un niño nos ha nacido” y comprenden que toda esta gloria, alegría y luz se concentra en ese signo que el ángel les ha indicado: “Encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”, dijo Francisco en la Misa de la noche del 24 de diciembre. Y advirtió que “este es el signo de siempre para encontrar a Jesús. No sólo entonces, sino también hoy. Si queremos celebrar la verdadera Navidad, contemplemos este signo: la sencillez frágil de un niño recién nacido, la dulzura al verlo recostado, la ternura de los pañales que lo cubren. Allí está Dios”.
Texto de la homilía del Papa en la Misa del Gallo
«Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tt 2, 11). Las palabras del apóstol Pablo revelan el misterio de esta noche santa: ha aparecido la gracia de Dios, su regalo gratuito; en el Niño que se nos ha dado se hace concreto el amor de Dios por nosotros.
Es una noche de gloria, esa gloria proclamada por los ángeles en Belén y también por nosotros hoy en todo el mundo. Es una noche de alegría, porque desde hoy y para siempre Dios, el Eterno, el Infinito, es Dios con nosotros: no está lejos, no tenemos que buscarlo en las órbitas celestes o en alguna mística idea; está cerca, se ha hecho hombre y no se cansará nunca de nuestra humanidad, que ha hecho suya. Es una noche de luz: esa luz, profetizada por Isaías (cfr. 9,1), que iluminaría a quien camina en tierra tenebrosa, apareció y envolvió a los pastores de Belén (cfr. Lc 2,9).
Los pastores descubren simplemente que «un niño ha nacido para nosotros» (Is 9,5) y comprenden que toda esa gloria, toda esa alegría, toda esa luz se concentran en un punto solo, en aquel signo que el ángel les indicó: «Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). Este es el signo de siempre para hallar a Jesús. No solo entonces, sino también hoy. Si queremos celebrar la verdadera Navidad, contemplemos ese signo: la sencillez frágil de un pequeño recién nacido, la mansedumbre de su ser recostado, el tierno afecto de los pañales que le envuelven. Ahí está Dios.
Con este signo el Evangelio nos desvela una paradoja: habla del emperador, del gobernador, de los grandes de aquel tiempo, pero Dios no se hace presente ahí; no aparece en la sala noble de un palacio real, sino en la pobreza de un establo; no en los fastos de la apariencia, sino en la sencillez de la vida; no en el poder, sino en una pequeñez que sorprende. Y para encontrarlo hay que ir ahí, donde Él está: hay que inclinarse, abajarse, hacerse pequeños. El Niño que nace nos interpela: nos llama a dejar las ilusiones de lo efímero para ir a lo esencial, a renunciar a nuestras insaciables pretensiones, a abandonar la insatisfacción perenne y la tristeza por cualquier cosa que siempre nos faltará. Nos vendrá bien dejar esas cosas para encontrar en la sencillez de Dios-Niño la paz, la alegría, el sentido de la vida.
Dejémonos interpelar por el Niño en el pesebre, y dejémonos interpelar también por los niños que, hoy, no están recostados en una cuna ni acariciados por el cariño de una madre y de un padre, sino que yacen en los escuálidos “pesebres de dignidad”: en el refugio subterráneo para huir de los bombardeos, en la acera de una gran ciudad, en el fondo de una barcaza sobrecargada de migrantes. Dejémonos interpelar por los niños a los que no dejan nacer, por los que lloran porque nadie sacia su hambre, por los que no tienen un juguete en las manos sino armas.
El misterio de la Navidad, que es luz y alegría, interpela y remueve, porque es al mismo tiempo un misterio de esperanza y de tristeza. Trae consigo un sabor de tristeza, en cuanto el amor no es acogido, la vida viene descartada. Así le pasa a José y a María, que encuentran las puertas cerradas y pusieron a Jesús en un pesebre, «porque no había lugar para ellos en la posada» (v. 7). Jesús nació rechazado por algunos y en la indiferencia de muchos. También hoy puede haber la misma indiferencia, cuando la Navidad se convierte en una fiesta donde los protagonistas somos nosotros, en vez de Él; cuando las luces del comercio echan sombra a la luz de Dios; cuando nos afanamos por los regalos y somos insensibles a quien está marginado.
Pero la Navidad tiene sobre todo un sabor de esperanza porque, a pesar de nuestras tinieblas, la luz de Dios brilla. Su luz gentil no da miedo; Dios, enamorado de nosotros, nos atrae con su ternura, naciendo pobre y frágil entre nosotros, como uno de nosotros. Nace en Belén, que significa “casa de pan”. Parece querernos decir así que nace como pan para nosotros; viene a la vida para darnos su vida; viene a nuestro mundo para traernos su amor. No viene a devorar ni a mandar, sino a alimentar y a servir. Así hay un hilo directo que une el pesebre y la cruz, donde Jesús será pan partido: es el hilo directo del amor que se da y nos salva, que da luz a nuestra vida, paz a nuestros corazones.
Lo comprendieron, aquella noche, los pastores, que eran entre los marginados de entonces. Pero nadie está marginado a los ojos de Dios y precisamente ellos fueron los invitados de Navidad. Quien estaba seguro de sí, autosuficiente, estaba en casa entre sus cosas; los pastores en cambio «fueron, sin demora» (cfr. Lc 2,16). También nosotros dejémonos interpelar y convocar esta noche por Jesús, vamos a Él con confianza, a partir de aquello en lo que nos sentimos marginados, a partir de nuestros límites. Dejémonos tocar por la ternura que salva. Acerquémonos a Dios que se hace cercano, detengámonos a mirar el belén, imaginemos el nacimiento de Jesús: la luz y la paz, la suma pobreza y el rechazo. Entramos en la verdadera Navidad con los pastores, llevemos a Jesús lo que somos, nuestras marginaciones, nuestras heridas no curadas. Así, en Jesús, saborearemos el verdadero espíritu de la Navidad: la belleza de ser amados por Dios. Con María y José estamos ante el pesebre, ente Jesús que nace como pan para mi vida. Contemplando su amor humilde e infinito, digámosle gracias: gracias, porque has hecho todo esto por mí.
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
04:11

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