3 de diciembre.

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Homilía para el II Domingo de Adviento A

El libro de Hechos cuenta la historia de Pablo, estando en Éfeso un grupo de creyentes le preguntó: “¿Recibieron el Espíritu Santo al aceptar la fe? “No”, respondieron, “nunca hemos oído decir siquiera que había un Espíritu Santo.” Entonces Pablo les preguntó: “¿Qué, bautismo recibieron?” – “El de Juan Bautista”, respondieron. Entonces Pablo les citó el mensaje dado por Juan en el Evangelio de hoy: “Yo los bautizo con agua. Pero el que viene después de mí … los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego”.

Juan era un buscador, un profeta para el ojo penetrante, mirando hacia atrás y hacia delante de él. Un profeta – incluso el prototipo del profeta. Es por eso que no murió en su cama, sino que fue decapitado. La forma normal de morir un profeta. El predicó en el desierto. No predicó en las calles de la ciudad, al igual que otros profetas. Fue el espíritu que sopla en el desierto. Este mensaje atrajo a los que vienen al desierto, lejos de sus ocupaciones, de sus casas, de sus campos. Les obligó a encontrarse con ellos mismos, tener en cuenta su historia, su vida desde la perspectiva del desierto.

En el corazón de la enseñanza de Juan está el mensaje central de este tiempo: Dios viene. Hay alguien que viene después de Juan. “El que viene después de mí”: este término puede tener varios significados. El primero, sería posible que Jesús durante un tiempo fuese uno de los discípulos de Juan. En efecto, “venir después de alguien” en el lenguaje de la Biblia significa ser su discípulo. Pero la frase Jesús “viene” está llena de significados más profundos. Dios es el Emmanuel, Dios con nosotros, presente en nuestras vidas todos los días, en la vida cotidiana de cada ser humano.

Ahora podemos leer, de nuevo, la primera lectura (el Libro de Isaías) y ver el mensaje que Dios quiere una humanidad sin fronteras, sin guerras, sin lobos y serpientes, sin hombres violentos. Él quiere una humanidad marcada por la armonía – la armonía entre hombres y mujeres, entre los seres humanos y su entorno; una humanidad marcada por la justicia, sin privilegios, sin oprimidos pobres, sin jueces injustos; una humanidad donde las naciones ya no estarán separados por montañas y valles de sus credos religiosos fanáticos, credos políticos (ideologías), sus sistemas teológicos o filosóficos …

¿Una utopía? Claro! como la llamada a ser perfectos como nuestro Padre celestial. Una utopía a la que vale la pena consagrar toda nuestra vida. Un ideal y una meta que podemos alcanzar por un solo camino, el camino de la conversión. Y eso fue lo que el Espíritu del desierto, hablando a través de la boca de Juan, exige de todos. La conversión radical que los fariseos y los saduceos no fueron capaces de lograr, no la podemos conseguir nosotros más fácil que ellos. Necesitamos el bautismo de fuego: es decir, la acción del Espíritu, el viento que quema del desierto, consumiendo todas las impurezas y las suciedades de nuestras vidas y nuestros corazones.

La profecía de Isaías pinta un cuadro en el que el niño pequeño conduce juntos al lobo y al cordero, el leopardo y el cabrito, el novillo y el león; donde la vaca y la osa pacerán en adelante, el león comerá con el cordero; y donde el niño jugará sobre el nido de la cobra. ¡Sí! el movimiento de la historia va en esa dirección. Sin embargo, los periódicos nos recuerdan que la violencia, el ansia de poder y el dinero están siempre presentes. Tantos crímenes diarios nos recuerdan que todo el mundo aún no está lleno de un espíritu de amor y paz. ¿Lo estamos nosotros?

La llamada a la conversión que viene del soplo cálido del desierto, por boca de Juan Bautista, es una llamada personal a cada uno de nosotros. Podemos escucharla de una manera especial en este corto tiempo de Adviento.

Decía el Papa Emérito en un Ángelus, el domingo II de Adviento A, de 2008: “Mientras prosigue el camino del Adviento, mientras nos preparamos para celebrar el Nacimiento de Cristo, resuena en nuestras comunidades esta exhortación de Juan Bautista a la conversión. Es una invitación apremiante a abrir el corazón y acoger al Hijo de Dios que viene a nosotros para manifestar el juicio divino. El Padre —escribe el evangelista san Juan— no juzga a nadie, sino que ha dado al Hijo el poder de juzgar, porque es Hijo del hombre (cf. Jn 5, 22. 27). Hoy, en el presente, es cuando se juega nuestro destino futuro; con el comportamiento concreto que tenemos en esta vida decidimos nuestro destino eterno. En el ocaso de nuestros días en la tierra, en el momento de la muerte, seremos juzgados según nuestra semejanza o desemejanza con el Niño que está a punto de nacer en la pobre cueva de Belén, puesto que él es el criterio de medida que Dios ha dado a la humanidad. El Padre celestial, que en el nacimiento de su Hijo unigénito nos manifestó su amor misericordioso, nos llama a seguir sus pasos convirtiendo, como él, nuestra existencia en un don de amor. Y los frutos del amor son los «frutos dignos de conversión» a los que hacía referencia san Juan Bautista cuando, con palabras tajantes, se dirigía a los fariseos y a los saduceos que acudían entre la multitud a su bautismo. Mediante el Evangelio, Juan Bautista sigue hablando a lo largo de los siglos a todas las generaciones. Sus palabras claras y duras resultan muy saludables para nosotros, hombres y mujeres de nuestro tiempo, en el que, por desgracia, también el modo de vivir y percibir la Navidad muy a menudo sufre las consecuencias de una mentalidad materialista. La “voz” del gran profeta nos pide que preparemos el camino del Señor que viene, en los desiertos de hoy, desiertos exteriores e interiores, sedientos del agua viva que es Cristo. Que la Virgen María nos guíe a una auténtica conversión del corazón, a fin de que podamos realizar las opciones necesarias para sintonizar nuestra mentalidad con el Evangelio”.

Que la Virgen de la espera, interceda para que de verdad la escuchemos.

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