Con toda la barba


Sí... Más o menos así
Una anécdota de mi amigo Enrique Monasterio: 
El semáforo se puso verde y los sufridos peatones arrancamos a la vez como si hubiese sonado un pistoletazo de salida para la carrera de los cien metros. Eran las nueve de la mañana. Un nutrido grupo de ciudadanos tratábamos de cruzar el Paseo de la Castellana en una sola etapa, sin hacer escala en el parterre del centro; misión imposible para los más viejos y para quienes hayan cogido el verde demasiado tarde. Pronto tomé la cabeza. Sólo me amenazaba una chica menuda y nerviosa de unos veinte años que trotaba a mi espalda mientras vociferaba por el teléfono móvil.
—¡Que no. Te digo que no. No. No! ¿Cómo quieres que te lo explique, tío…?
En ese momento oí otra voz más poderosa de barítono que gritaba mi nombre. Frené en seco. La voz venía en dirección contraria y salía de las profundidades de una barba blanca y alborotada que enmascaraba el rostro de un extraño personaje vestido de vaquero de los pies a la cabeza.

         Me sujetó con sus enormes manazas y, sin bajar el volumen de voz, exclamó:
—¡No has cambiado nada!
—¿Nos conocemos? —respondí tímidamente—.
Se echó a reír como si hubiese oído un chiste graciosísimo y contestó a grito pelado:
—¡Soy Willy!, ¿es que no me conoces?
Repasé mentalmente mi lista de willis, que no es pequeña, y, la verdad, no me cuadraba ninguno. El tipo de la barba podía tener mi edad o quizá dos o tres años menos. Le miré fijamente a los ojos, unos ojos enrojecidos y lacrimosos, enmarcados por unas ojeras de competición. El aliento apestaba a ginebra.
—Más vale que me refresques la memoria… ¿De qué nos conocemos?
—Chico, sí que eres desconfiado. Del seminario… ¿No te acuerdas? Yo lo dejé en segundo… Tú en cambio aguantaste hasta el final…
Las cosas empezaban a aclararse. Yo no he estudiado en ningún seminario, pero el barbudo había lanzado un anzuelo con la esperanza de conseguir un besugo.
—Vale, Willy. ¿Y qué es de tu vida? ¿Qué puedo hacer por ti?
En pleno centro del Paseo de la Castellana me pidió cincuenta euros "para pagar una deuda".
Nos sentamos en un banco y charlamos durante cinco o seis minutos. La ginebra que había consumido mi interlocutor no facilitó el diálogo, pero al menos reconoció que no me conocía de nada y que los euros se los gastaba rápido "en alcohol, jamón y otros vicios".
—Ya. ¿Y quién te dijo mi nombre?
—¡Ah…! Uno que te conoce muy bien…
Así que se trataba de un chivatazo entre mendigos... Le sugerí un nombre y pareció asentir mientras se alejaba hacia el barrio de Salamanca en busca de una víctima mejor dispuesta.

pensar por libre

00:43

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