¿Por qué oramos?
¿Cuál debe ser el fin de nuestra oración?
San Agustín nos señala que hemos de orar pidiendo la perseverancia en el bien y el conocimiento del bien, no vaya a ser que por ignorancia obremos el mal u omitamos un bien posible. En definitiva, es una súplica de Gracia humilde al Señor.
Cuando pedimos a Dios la ayuda para obrar bien y alcanzar la perfección de la justicia, ¿cuál es el objeto de nuestra súplica sino que nos dé a conocer lo que ignorábamos y nos suavice la práctica de la virtud, que nos repugnaba antes? (San Agustín, Catequesis a los Principiantes 2,19,33)
Una de las claves en la teología agustiniana es la humildad. Por ella, la redención se ha realizado de manera que la soberbia ha sido desplazada por la humildad de Dios. La encarnación del Verbo y su muerte en la cruz son las grandes demostraciones del poder de la humildad frente al precipicio en que caímos por la soberbia.
Tú, siendo hombre, quisiste ser Dios, para tu perdición; él, siendo Dios, quiso ser hombre, para hallar lo que estaba perdido. Tanto te oprimía la soberbia humana, que sólo la humildad divina te podía levantar (San Agustín, Sermón 188,3)
En cualquier momento hemos de orar y pedir gracia al Señor, y hemos de pensar en lo que pedimos y cómo pedimos pero siempre con una confianza absoluta en Dios.
A veces se halla uno en medio de una tribulación o una tentación y piensa orar; con el mismo pensamiento reflexiona sobre lo que ha de decir a Dios en la oración, como hijo que por serlo, solicita la misericordia del Padre (San Agustín, Sermón 112A,5)
La ignorancia es siempre un mal, una carencia. Y posee la ignorancia raíces teológicas: o porque no se quiere conocer la Verdad o porque el pecado ha convertida en ciega a la razón, al intelecto. Sin embargo, Dios ama el conocimiento, ya que Él mismo es Logos, Sabiduría.
En aquellos que no quisieron entender, la ignorancia es, sin duda, pecado; y en aquellos que no pudieron, es pena del pecado. Y en ninguno se da una excusa justa sino una justa condenación (San Agustín. Carta 194,6.27)
Si en el Padrenuestro Cristo nos enseñó siempre una condición, "como también nosotros perdonamos...", esta condición se cumple y se realiza en toda actuación divina como una ley inexorable. Nos dará gracia si nosotros también hemos dado gracia (perdón, misericordia, ayuda, etc.) a los demás.
Tal es la ley de la divina Providencia: que ninguno reciba ayuda superior para conocer y merecer la gracia de Dios si él, a su vez, no presta socorro a los inferiores, con afecto desinteresado, para lograr el mismo fin (San Agustín, Tratado sobre la Verdadera Religión 28,51)
Dios es el Bien Absoluto, el mayor Bien. Participamos de Dios si obramos el bien y, además, todos los bienes que recibimos son una referencia a Él, el sumo Bien.
No te quedará sino Dios como sede del sumo bien del hombre. No es que no haya otros bienes, sino que se llama bien sumo aquel al que los otros dicen referencia (San Agustin, Carta 118,3.13)
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