Homilía para el I domingo de Adviento ciclo C
Cuenta el historiador Josefo, en “La Guerra Judaica”, que antes de la destrucción de Jerusalén apareció en sus callejas uno que no se sabía si estaba loco o inspirado, venido nadie sabe de dónde, que tenía el mismo nombre de Nuestro Señor (Ieshuá) el cual recorría la ciudad sagrada gritando sin cesar “¡Ay de Jerusalén! ¡Ay del Templo!”… Fue detenido, interrogado, reprendido, amenazado, castigado y azotado, como “derrotista” y sacrílego; y todo fue inútil; nadie pudo hacerle abandonar su estéril tarea, hasta que un día fue herido en la frente por un proyectil arrojado de una catapulta; y cayó muerto gritando: “¡Ay de mí!”.
Hay muchas palabras en el Evangelio que son o de un Dios o de un loco; y que no pueden ser de un hombre común; y el “discurso escatológico” es una de ellas. Todo esto es del Padre Castellani: Sobrecoge el ánimo imaginarse a ese grupo de pescadores y labradores galileos sobre el borde Norte de la ciudad (sobre el Templo y mirando a Jericó); rodeando a Ieshuá-ben-Nazareth y escuchando salir de sus labios, a manera de relámpagos que rompen la noche del futuro, palabras desmesuradas como estas:
«Será la tribulación más grande que ha existido desde el principio del mundo; más grande que el Diluvio…
Se secarán los hombres de miedo y de expectativa ante las convulsiones del Universo…
Las fuerzas cósmicas se descompaginarán… Habrá signos en el sol, en la luna y en las estrellas; y gran presión entre los pueblos…
Entonces Alégrense (!) porque está cerca la redención de ustedes…
Verán al Hijo del Hombre venir sobre las nubes del cielo con gran majestad y poderío…
El cielo y la tierra, pasarán; mis palabras no pasarán.»
Hay muchos lugares en el Evangelio en que Cristo pronuncia palabras que a ningún puro hombre serían lícitas, palabras que rompen el equilibrio humano y muestran como en un relámpago los abismos de la Eternidad; y sin embargo no están pronunciadas con énfasis ni ahuecando la voz, como hacen los poetas humanos. Estas palabras sobrehumanas fueron notadas desde el primer momento: “¿Quién es Este?Este no habla como los demás Rabbíes.¡Nadie ha hablado jamás como este hombre!”… Efectivamente.
El “Apocalipsis” de Lucas, cuya perícopa final se lee en este domingo 1º del año litúrgico, es el más breve de todos; y aquel en que está en cierto modo indicada la división de la doble profecía; de los signos de la caída de Jerusalén hasta el versículo 25; y los de la agonía del Universo, del 25 al 32; puesto que lo que hay que decir, como vimos, de esta dificultosa escritura, es que predice a la vez el fin de una época de la historia del mundo y el fin de toda la historia del mundo, como decíamos domingos atrás, comentando el tema de los astros como figura de los poderes mundanos, todo esto en dos planos subordinados, que se llaman “typo” y “antitypo”. Pero en este Evangelio esos signos se pueden distinguir más o menos en dos secciones, de las cuales la primera mira más bien el fin de Jerusalén y el Templo, y como fondo al fin de la Cristiandad y el mundo; y la segunda más bien el fin del mundo. Cosa análoga sucede, como ya hemos notado, en el discurso de la Promesa de la Eucaristía (Jn. 6, 22): trata del “Pan de Vida”, es decir, a la vez de la Fe y del Sacramento; y primeramente la fe está delante como figura y el sacramento detrás como fondo; y luego paulatinamente el Sacramento de la Fe ocupa sin solución de continuidad el primer plano.
Nuestro Señor dice aquí que habrá “entonces terremotos grandes por varios lugares, y pestilencias y hambre, y terrores desde el cielo, y grandes señales…” Enseguida después de la tribulación de aquellos días (especifica San Mateo) el sol se oscurecerá, la luna se pondrá sangrienta y las estrellas caerán del cielo (sol en la Escritura es el símbolo de la verdad religiosa; luna, de la ciencia humana; estrellas son los sabios y doctores, en otra interpretación común) porque “las fuerzas cósmicas se desquiciarán” que así se traduce mejor que la Vulgata vierte: “las virtudes del cielo se conmoverán”; pues el texto griego dice literalmente “las energías uránicas” (“dinámeis toon ouranoón”).
Los intérpretes se preguntan si estos “signos en el cielo” tan extraordinarios, serán físicos o metafóricos; si hay que tomar esas palabras del Profeta como símbolos de grandes desórdenes y perturbaciones morales, o si realmente las estrellas caerán y la luna se pondrá de color de sangre. Probablemente las dos cosas; porque al fin y al cabo, el universo físico no está separado del mundo espiritual (los ángeles mueven los mundos, decían los antiguos filósofos) y estas dos realidades materia y espíritu, que a nosotros aparecen como separadas y aun opuestas, en el fondo no son sino como dos rostros de la misma realidad fundamental.
Santo Tomás enseñó que el dominio propio de los ángeles es el cosmos. El hombre moderno ha penetrado en ese dominio de los ángeles guiado quizá por uno de ellos ¿quién lo sabe? Lo cierto es que los grandes astrólogos, alquimistas y hechiceros de nuestros días han realizado un enorme progreso: han inventado el instrumento con el cual se puede destruir el mundo — o por lo menos “la tercera parte de él”, como dice el Apocalipsis. “Las energías uránicas se desquiciarán…” Bien, la bomba atómica la fabrican hoy con un metal llamado “uranio”, al cual lo “desquician” — o “desintegran”, esto no es teología, pero uno piensa con tanto control de quién hace la bomba atómica o no la hace, quien manipula uranio para energía o fines de dominación.
Las primeras generaciones cristianas vivieron en la ansiosa expectativa de la Parusía, conducidas a ello por el versículo oscuro y ambivalente de cuya dificultad hemos hablado; mas no es verdad lo que dicen los racionalistas actuales, que se “han equivocado” propiamente, pues una cosa es temer, otra es afirmar; y así vemos por ejemplo que San Pablo reprende a los de Tesalónica los cuales temerariamente “afirmaban”; declara y reitera que él no sabe, ni nadie, cuando será el Advenimiento; reta a los temerarios o perezosos que arreglaban su vida sobre la base de esa “afirmación”; y les notifica que no puede aparecer el Anticristo mientras no sea retirado el “Obstáculo” (ese misterioso “katéjon-katéjos” (que está una vez en género neutro y otra en masculino) y que el “Obstáculo” todavía está allí. “¿No recuerdan que se los dije?” — reprende el Apóstol. “A ellos se lo dijo, a nosotros no” — se queja San Agustín.
Cristo quizá advirtió a sus oyentes (como algunos quieren creer) que los dos Grandes Sucesos no eran Uno sino en reflejo; pero no así el Evangelista a sus lectores. San Pablo dijo a los de Tesalónica cual era el “Obstáculo” que impedía la manifestación del Anticristo; “pero no a nosotros”, exclama dolido San Agustín. La primera Venida de Cristo fue marcada por Daniel profeta con una cifra exacta de años (1); pero no así la Segunda. Varias veces la Cristiandad (siglo IV, siglo X, siglo XIV) ha temido ya estar delante de “la Hora temida y el Día definitivo”, como decía San Jerónimo el año 409 — y se ha equivocado; pero algún día no se equivocará.
Pero Jesús no se limita a esto, anuncia la liberación. “Entonces se verá al Hijo del hombre aparecer entre las nubes del cielo” No dice: inclínense porque el fin está cerca. Dice: “Levántense, alcen las cabezas se acerca la liberación de ustedes” Jesús anuncia la liberación realizada por el Hijo del Hombre, esto es de la humanidad transformada por la presencia en su seno del Hijo de Dios encarnado, de esta humanidad nueva, de aquellos que viven según su mensaje, según las bienaventuranzas, de aquellos que son pobres, humildes de corazón, hacedores de paz, sedientos de justicia y dispuestos a sufrir la persecución.
Jesús termina con una recomendación muy importante: “Estén alertas”. Es una recomendación que hace más veces hacia el final de su vida. Pide a sus discípulos cuidarse de los fariseos (Lc 12, 1), también de los escribas (Lc 20, 46), o de aquellos que provocan escándalos (Lc 17, 3). ¿De quién tenemos que cuidarnos ahora? Los pone en guardia contra todas las formas de desorden en la vida privada que generan las situaciones sociales catastróficas que ha mencionado.
Su discurso termina, no con un llamado al temor o al temblor, sino con la confianza suscitada por este ingreso fulgurante del Hijo del Hombre en la Historia, a través de la acción humanizante de sus discípulos, no bajo el miedo, sino erguidos delante de Él, en la espera que expresa dignidad, que Él ha restituido a todos volviéndose hombre, uno de nosotros.
En este tiempo de Adviento en el horizonte vemos la última venida, pero lo celebramos también presente en nuestra historia, porque se encarnó, y porque resucitado está en los sacramentos, en la Iglesia y en los que viven el Evangelio. Dejemos que su presencia nos penetre y transforme, para qué a través de nosotros y a través de nuestra vida cristiana, Él continúe y cumpla la liberación de toda esclavitud, de todo sufrimiento y de todas las opresiones generadas por nuestros pecados.
Con María pedimos al Señor este ánimo, esta cabeza levantada, para vigilar y progresar en este tiempo en nuestro seguimiento de Jesús, a fin de que Él en esta Navidad nos sumerja más en el misterio de su Encarnación.
(1) Daniel dio una cifra exacta, aunque referida a una cronología convencional; y los exégetas difieren en la aplicación de esa cifra
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