“Entre tanto, una mujer que sufría flujos de sangre desde hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó el borde del manto pensando que, con solo tocarle el manto, se curaría. Jesús se volvió y, al verla, le dijo: “¡Animo, hija! Tu fe te ha curado”. (Mt 9,18-26)
Muchos piden milagros para creer.
Mejor si pedimos una fe capaz de hacerlos.
No siempre los milagros nos llevan a la fe.
De eso, Jesús tiene suficiente experiencia.
Pero la fe sí puede hacer milagros.
Además Jesús no es de los que buscan espectacularidad al hacer milagros.
De ordinario, los hace de una manera sencilla y simple.
Incluso pide que no lo divulguen: “no se lo digas a nadie”.
Tampoco busca protagonismo.
Prefiere que las personas no solo se puedan sanar, sino que se sientan ellas mismas valoradas. “Tu fe te ha curado”.
¡Qué importante es hacer el bien sin aprovecharnos de los demás para nosotros figurar!
¡Qué importante es hacer el bien, no tanto sintiéndonos bien nosotros, sino que se sientan bien aquellos a quienes se lo hacemos!
La caridad y el amor no deben humillar a nadie.
La caridad y el amor no deben crear deudores.
La caridad y el amor no deben hacer sentirse a los otros menos.
Por el contrario:
La caridad y el amor deben hacer crecer la autoestima del otro.
La caridad y el amor deben hacer crecer la dignidad del otro.
Por eso, cuando damos limosna, tenemos que hacerlo sonrientes.
Por eso, cuando damos limosna, es más importante cómo la damos que lo que damos.
Por eso, cuando damos limosna, hagámoslo con alegría y naturalidad.
Ya el Concilio Vaticano II decía que cuando hagamos algo por los demás, lo hagamos de tal modo que se sientan más libres e incluso de modo que no sigan necesitando de nosotros.
Hacer el bien de modo que los otros se sientan libres.
Hacer el bien de modo que los otros se sientan dignificados.
¡Cuánto necesitamos todos sentirnos bien!
¡Cuánto necesitamos todos sentirnos valorados por los demás!
¡Cuánto necesitamos todos sentir que somos importantes para los demás!
Uno de los gestos preferidos por Jesús suele ser:
Tocarle con la mano.
Imponerle las manos.
Dejarse tocar.
Tocar con la mano es acortar las distancias con los demás.
Tocar con la mano es humanizar nuestras relaciones con los demás.
Tocar con la mano es poner calor humano en nuestras relaciones.
Dejarse tocar es señal de sentirnos iguales.
Dejarse tocar es señal de aceptación de los demás.
A Dios le encanta, como Padre, tocarnos con sus manos.
A Dios le encanta, como Padre, que le toquemos.
A Dios nunca le podremos tocar en su divinidad.
Para eso Dios se hizo humano y así pudiéramos tocarle.
Incluso basta con tocarle “el manto”.
Tocar el “manto” de Dios, es tocar con la mano su humanidad.
Y cada vez que le tocamos con fe, sale de su humanidad la virtud de sanación.
Esto lo sabía muy bien esta mujer pagana. “Con solo tocar su manto sabía que quedaría curada”.
Todos necesitamos tocar con nuestras manos a los demás.
Todos necesitamos sentir que las manos de los otros nos tocan.
Hay un algo de misterioso en ese contacto con la piel.
Clemente Sobrado C. P.
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