La oración nos adentra en la zona más reservada y más sublime: en lo interior de uno mismo, allí donde Dios es más interior que uno mismo, y donde mora el Espíritu haciendo de nosotros su Templo.
En la oración empezamos a contemplar el Misterio de Dios y se nos descubren horizontes insospechados y gratuitos. Se le conoce a Él y el alma se va conociendo a sí misma. Por lo que la oración se muestra como recurso imprescindible y como vida del alma.
Hay que entrar en lo interior, superando los recuerdos, las sensaciones y la imaginación; afrontando las múltiples llamadas exteriores que nos reclaman y la dispersión que nos fragmenta como personas. Entrando en lo interior, allí vemos y oímos al Maestro de la verdad.
¿Acaso esto es para unos pocos? Más bien es la necesidad fundamental del alma cristiana y, por tanto, un camino para todos.
"Mientras intentamos penetrar en nosotros mismos, no podemos detenernos en nosotros mismos, sino que, como dice todavía san Agustín, debemos extendernos más allá de nosotros mismos en esa luz increada que ilumina toda inteligencia. Por la experiencia que tenemos de nuestra existencia personal, encontramos esa presencia de Dios, como la luz que nos muestra la verdad y el bien.
San Agustín ha explicado incomparablemente esa vuelta al interior en las Confesiones y en el De Trinitate, donde, a través de su itinerario personal, alcanza la Trinidad en su raíz misma. "Entra en ti mismo; en el hombre interior habita la verdad": in interiore homine habitat veritas. No es sencillamente fuera de nosotros mismos donde se halla presente la Trinidad, sino que de una manera todavía más profunda e íntima está presente en el interior de nosotros mismos, en el santuario del corazón. Este es el otro templo que no es ya el templo del mundo, sino el templo del alma creada a imagen de Dios donde se halla presente la Trinidad. Se halla presente porque en ella se enraíza la vida misma de nuestra persona. Es decir, mientras entramos en nosotros mismos y trasponemos mediante la oración el plano de la vida superficial y exterior, penetramos de un modo más íntimo en la profundidades de nuestra alma. Pero no podemos detenernos en nosotros mimos; más allá de nosotros mismos alcanzamos lo que se halla más adelante de nosotros, lo que es estable, mientras nosotros somos inciertos; lo que es enteramente bueno, mientras nosotros permanecemos mezclados y nuestra libertad se halla con frecuencia falsificada.
Descubrimos así, de alguna manera, que existir par anosotros es estar esencialmente en relación con esa fuente original; sumergirnos y renovarnos en ella. Y nos apercibimos perfectamente de que no es otra cosa lo que hacemos cuando volvemos al interior de nosotros mismos por medio de la oración. No para encontrarnos a nosotros, sino para encontrar esa fuente trinitaria de donde brota perennemente todo lo que somos como de una fuente que mana sin interrupción.
Por ello nosotros no somos nosotros mismos sino cuando nos encontramos en Dios. De algún modo vivimos y somos en él. Nos encontramos a nosotros mismos cuando nos encontramos en él. Sólo en él encontramos la verdad de lo que somos. Nos volvemos extraños a nosotros mismos cuando nos hacemos extraños a Dios" (DANIELOU, J., La Trinidad y el misterio de la existencia, Madrid 1969, pp. 31-32).
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