El Verbo de hizo carne


La afirmación del Evangelio de San Juan: “Y el Verbo se hizo carne” (Jn

1,14) nos anuncia quién es en realidad Jesucristo. Su identidad es divina. Él es “de la misma naturaleza que el Padre”. Es el Verbo, la Palabra de Dios, “el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia” (Hb 1,3). Sólo “desde arriba” podemos entender a Jesús. Su singularidad absolutamente única radica en ser, con el Padre y el Espíritu Santo, un solo Dios. Jesucristo no es, en consecuencia, un personaje más de la historia de los hombres, sino la Persona divina que, sin dejar de ser Dios, asumió una naturaleza humana para habitar entre nosotros.


Pero si no podemos comprenderlo dejando al margen su condición divina, tampoco podemos avanzar en el conocimiento de Dios prescindiendo de Jesús. Dios “nos ha hablado por el Hijo” (Hb 1,2). Su Palabra ha tomado aquella forma por la que puede darse a conocer a los sentidos de los hombres: “así el Verbo de Dios, por naturaleza invisible, se hizo visible, y siendo por naturaleza incorpóreo, se hace tangible”, comenta San Agustín.


La divinidad no queda transformada, absorbida, por la carne, pero sí ha hecho suya la carne: “Dios no sólo toma la apariencia de hombre, sino que se hace hombre y se convierte realmente en uno de nosotros, se convierte realmente en Dios con nosotros; no se limita a mirarnos con benignidad desde el trono de su gloria, sino que se sumerge personalmente en la historia humana, haciéndose carne, es decir, realidad frágil, condicionada por el tiempo y el espacio” (Benedicto XVI).

La Encarnación permite de este modo una mirada nueva sobre Dios y sobre el mismo hombre. Dios no puede negarse a sí mismo, no puede eliminar su divinidad, pero sí ha querido, enviando a su Hijo, acercarse a nosotros de una manera absolutamente sorprendente. Ha querido que pudiésemos ver su majestad por medio de su humanidad. En la Encarnación, la divinidad no ha quedado degradada, pero la humanidad ha sido exaltada.


La contemplación de Jesús, el Verbo encarnado, nos llena de admiración y de esperanza. Dios no desea que su amor permanezca oculto, no se conforma con las huellas que de ese amor ha dejado en la creación entera. Dios ha querido que el amor brille en la carne, en la naturaleza humana de Cristo, para darnos así la posibilidad de nacer nosotros de nuevo para ser hijos suyos, hermanos de Jesucristo.


La grandeza del hombre no depende de sí mismo, sino de Dios. Es Él quien nos hace grandes, creándonos a su imagen y semejanza y queriendo que su Hijo fuese uno de los nuestros. Es Él quien nos llama a una grandeza imprevista: la participación, por la gracia, en la naturaleza divina.


La unión de la humanidad del Verbo con nuestra humanidad infunde esperanza: Dios puede renovarnos, venciendo nuestros egoísmos, nuestras injusticias, nuestras mentiras. En la Virgen Madre luce en todo su esplendor esta potencia divina que nos vuelve, si cooperamos con Él, hombres nuevos. El reto para cada uno consiste en no rebajar las expectativas de Dios.


Guillermo Juan Morado.



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