(251) Información y formación personal –1. La lectura espiritual



–O sea que usted es partidario de la lectura espiritual.


–Si no lo fuera, no dedicaría tanto tiempo a escribir.



La dietética espiritual, es decir, la alimentación de la mente y del corazón por las lecturas y otros medios de comunicación debe ser considerada con una atención máxima. Tantas veces atiborramos y cebamos el alma con una cantidad abrumadora de noticias acerca de las criaturas, y la dejamos ayuna del conocimiento y de la memoria del Creador. Puede parecernos normal tener atención y tiempo para leer los diarios y aguantar informativos de la televisión, y no tenerlo para abrir la mente a la Biblia y a otros medios que nos comunican conocimientos naturales o sobrenaturales grandiosos, mucho más valiosos que los que nos da el mundo, incomparablemente más bellos y urgentes. Pero esto es a-normal, ha de considerarse un mal muy grave, aunque sea un fenómeno mayoritario.



Muchos podrán considerar normal tener más interés por la dietética corporal, hoy tan presente en los medios informativos, que por la dietética espiritual. Ésta se centra en el cultivo del alma, y aquella en la del cuerpo. Y según la orientación cultural y religiosa de una persona, de un pueblo, se prestará más o menos atención a lo primero o a lo segundo. Pero es evidente que el cultivo del alma, unido al del cuerpo, ha de tener siempre la primacía. En fin, es obvio que un exceso de información deja al hombre sin formación personal; y que la vana curiosidad es uno de los impedimentos principales para que la persona crezca en sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres. Y con esto, hablando entre cristianos, entro ya en el primer punto, La lectura espiritual.


* * *


Lectura es palabra que significa la acción de leer, o bien los mismos escritos que se leen. Yo hablo aquí da la primera acepción. Y mis consideraciones no tratan principalmente de la lectura del estudioso, orientada a la investigación o a la docencia. Trato más bien de las notas que deben caracterizar la lectura religiosa del pueblo cristiano, y que vienen a ser aquéllas que los maestros espirituale han atribuído a la lectio divina monástica, o a lo que, a partir del Renacimiento, por influjo de autores espirituales como Baltasar Álvarez (+1580) o Bartolomeo Ricci (+1613), vendría a llamarse lectura espiritual.


La lectura debe ser asidua en el cristiano, si quiere permanecer y crecer en la verdad de Cristo, esa verdad que nos ayuda a transfigurarnos en Él, y que nos hace libres de las mentiras del mundo y de su príncipe. Eso ha sido así siempre, y por las circunstancias del mundo, hoy tan paganizado, y de la Iglesia, se hace aún más necesaria.


Judíos y cristianos han sabido siempre que el hombre «vive de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3; Mt 4,4). Así como por la palabra humana el hombre transmite a otros su espíritu, así el Padre celestial ha querido comunicar a los hombres su Espíritu divino por medio de su Palabra encarna­da, Jesucristo. Por eso leer la Biblia y otros libros santos es uno de los rasgos fundamentales de la vida espiritual cristiana. El creyente, según sus posibilidades personales y circunstanciales, ha de alimentar asiduamente su fe con la Palabra divina. Y la razón es muy clara: «el justo vive de la fe»; «la fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (Rm 1,17; 10,17).


El creyente, pues, privado de la vivificante Palabra divina, se va muriendo, como una planta que no recibe el riego del agua que necesita. Ésta es la realidad, y se comprende bien que así sea. Si el cristiano ha de vivir como un «extranjero» entre los pensamientos y caminos del mundo (1Pe 2,11), que son para él engañosos y sofocantes, necesita absolutamente formar su mente y estimular su corazón leyendo o escuchando asiduamente «los pensa­mientos y caminos» de Dios, enseñados por Jesucristo, tan diferentes de los vigentes en el mundo (Is 55,8). Y palabra de Cristo es no solo la Escritura sagrada, sino, en un sentido más amplio, todos los buenos libros cristianos, así como las predicaciones y conferencias. De este modo, por esos medios, el cristiano recibe lo que continuamente pide en el Padre nuestro: «el pan de cada día».


La Iglesia Madre siempre ha alimentado a sus hijos con la Palabra divina. Además de la Catequesis fundamental, en la liturgia de la Palabra, parte primera de la Eucaristía, en la lectura continua de la Escritura y de los Padres, que se practica secularmente en las Horas litúrgicas, en las predicaciones, conferencias y retiros, siempre ha alimentado a los fieles con este maná celestial. Así es como los hijos de Dios y de la Iglesia crecen sanos y fuertes, alimentados por la Palabra divina, que es pan de vida.


Por lo que se refiere a la lectura cristiana privada, ésta en la antigüedad se practica sobre todo en los ámbitos monásticos, y sólo se generali­za entre los buenos laicos cuando la alfabetización es más frecuen­te y los libros, gracias a la imprenta, se hacen más asequibles. Por eso, a partir del Renacimiento, la exhortación a la lectura espiritual es un tema habitual entre los maestros de la espiritualidad cristiana.


Los monjes comprendieron esto muy pronto, de modo que lectura, oración y trabajo fueron desde el principio las coordenadas fundamentales de la vida monástica.



San Pacomio (+346) quiere que sus monjes vivan en la rumia permanente de las palabras de vida eterna; y por eso pres­cribe: «todos en el monasterio aprenderán a leer y a saber de memoria algo de las Escrituras: al menos el Nuevo Testamento y el Salterio» (Preceptos 140). De San Jerónimo (+420) se decía: «siempre leyendo, dedicado a los libros, no descansa ni de día ni de noche» (Sulpicio Severo, Diálogos I, 9). San Benito (+547), establece en sus monasterios ratos de lectura cada día, y más el domin­go (Regla 48 y 73). El monje benedictino es un lector asiduo, siempre a la escucha de la Palabra divina. Guillermo de San Teodorico (+1148) dirá de San Bernardo (+1153) que se ocupaba «ince­santemente en orar, leer o meditar» (Vita Bernardi 4,24).


Pero los monjes entendieron muy pronto que también los laicos habían de practicar la lectura espiritual, en cuanto ello les fuera posible. San Juan Crisóstomo (+407) les exhorta: «vosotros pensáis que la lectura de las divinas Escrituras es únicamente asunto de monjes, cuando la verdad es que vosotros tenéis mucha más ne­cesidad que ellos de hacerla» (Hom. in Matth. 2,5). En sentido semejante se expre­san San Jerónimo, San Gregorio Magno (+604: Ep. 4,31; 11,78), San Cesáreo de Arlés (+542: Sermón 6,2; 8,1). Y el obispo San Epifanio (+403), en tiempos en que los libros eran pocos y caros, afirma que «la compra de libros cristianos es necesaria para quie­nes tienen dinero» (Apophtegmata 8).



Los libros, por supuesto, han de ser verdaderos, buenos, ortodoxos. En el comienzo de la Iglesia, en medio de muchos errores y herejías, los fieles cristianos pudieron permanecer en la verdad evangélica porque «perseveraban en escuchar la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42). Y así ha sido siempre. Ellos, los após­toles, recibieron de Cristo el encargo de «predicar» (Mc 3,14; Hch 6,4), y por eso ellos, y sus sucesores, los obispos, tienen sin duda, como dice el Vaticano II, la primacía docente en el pueblo cristiano (LG 25, CD 12, PO 4). En este sentido, al escoger las lecturas, deben ser elegidos aquellos libros que comu­nican la doctrina apostólica, esto es, la fe de la Iglesia, y los libros que disienten del Magisterio apostólico deben ser rechazados, aunque parecieran es­tar escritos por ángeles (Gal 1,8-9). En realidad, tienen al diablo, padre de la mentira, como autor principal.


La lectura principal de los cristianos es siempre la sagrada Escri­tura. Por eso en la antigüedad la lectio divina era expresión sinónima de sacra pagina Y con ella, por supuesto, otros libros santos, «recibidos» en la vida de la Iglesia. Ya desde antiguo se integran en la vida espiritual de los fieles, al menos en los que pueden leer o bien escuchar, vidas de santos, Actas de los mártires, co­mentarios a la Biblia, y en general es­critos espirituales de los santos Padres. Así se comprueba, por ejemplo, en la Regla de San Benito (cp. 73).Jean-Pierre de Caussade S.J. (+1751) aconseja «no leer sino libros escogidos, sólidos y llenos de piedad» (Lettre 31), y dejar a un lado, como decía San Pablo, las «novedades» vanas y las «char­latanerías irreverentes» (2Tim 4,3; 1Tim 6,20), hoy tan abrumadoramente frecuentes.



Los santos eligieron siempre sus lecturas según estos criterios. En 1526, cuando San Ignacio de Loyola (+1556) estudiaba en Alcalá, estando en Europa las ideas cristianas en ple­na ebullición, era notable la tendencia renacentista a la amplitud de lec­turas y a estar al día en todo. A él le aconsejaron varios, y su propio confesor Miona, que leyera el Enchiridion militis christiani de Erasmo. Pero San Ignacio contestaba que él no lo quería leer, «porque oía a algunos predicadores y personas de autoridad reprender ya entonces a este autor; y respondía a los que se lo recomendaban, que algunos libros habría, de cuyos autores nadie dijese mal, y que ésos quería leer» (Luis González de Cámara: MHSI 56, Fon­tes Narrativi I, 595).




Incluso entre los libros ortodoxos, los cristianos de­ben elegir sobre todo los más estimulantes para su vida espiritual. Y es que, en palabras de San Bernardo, «aunque toda ciencia fun­dada en la verdad sea buena, dada la brevedad del tiempo, hemos de darnos a obrar nuestra salvación con temor y temblor, y, por tanto y sobre todo, hemos de procurar aprender lo que más rec­tamente conduce a la salvación» (Serm. sobre Cantares 36,2). Y Santa Teresa de Jesús (+1582) confiesa que siempre ha preferido leer el Evangelio, que no otros «libros muy bien concertados. En especial, si no era el autor muy muy aprobado, no lo había gana de leer» (Camino Esc. 35,4). Ella recomienda siempre los autores que más le habían aprovechado: Jerónimo, Gregorio Magno, Agustín, Osuna, Bernardino de Laredo. Y muchos otros maestros de la vida espiritual han aconsejado igualmente la lectu­ra de ciertos autores concretos, e incluso han compuesto listas de los libros que, según el género y condición de las personas, estiman más convenientes.



Humberto de Romans (+1277), por ejemplo, al proponer una serie de libros recomendables a los novicios, aconseja: «Al comienzo, que lean libros útiles y claros, más bien que los difíciles y oscuros, y ante todo aquéllos que son más capaces de iluminarles, encenderles y afirmarles» (De officiis ordinis, c. 5, n. 18). Una de las funciones importantes de la dirección espiritual, concretamente, ha sido siempre la orientación de las lecturas. Si no se guiara a los niños cuando comen, se alimentarían mal, a base de pasteles y caramelos. ¡Es lo que tantas veces ha sucedido y sucede en las lecturas cristianas!



Hoy las buenas lecturas son más necesarias que nunca, sobre todo allí donde se difunden muchos errores dentro de la Iglesia. El Bto. Juan Pablo II denunciaba que «se han esparcido a manos llenas ideas contrastantes con la verdad revelada y enseñada desde siempre. Se han propalado verdaderas y propias herejías en el campo dogmático y moral» (6-II-1981). Y el Card. Ratzinger, en 2005, un mes antes de ser elegido Papa, en el Via Crucis rezado en el Coliseo, decía que a veces en los campos de la Iglesia «hay más cizaña que trigo». Así es sobre todo en algunas Iglesia locales del Occidente rico. Por eso mismo, un cristiano que, por ejemplo, ha de sufrir del párroco, de los catequistas, del capellán de las monjas, de sus propios familiares, continuas falsificaciones de la fe católica, debe confirmar su fe con especial esfuerzo procurándose buenas lecturas, por su propio bien y para poder ayudar mejor a sus hermanos.


Nunca la Iglesia ha tenido un «corpus doctrinal» tan amplio y coherente como en el tiempo actual. Y nunca sus enseñanzas han sido tan asequibles a los fieles, sea en los mismos deocumentos del Magisterio, sea en obras católicas académicas o de divulgación sobre todos los temas habidos y por haber. Si abundan los errores, también abundan en la Iglesia providencialmente muchas enseñanzas perfectamente ortodoxas sobre todas las cuestiones de la fe y de la moral cristianas, comenzando por el actual Catecismo de la Iglesia Católica. Nadie, pues, que sepa leer puede hoy autorizarse a «estar confuso» en cuestiones de la doctrina católica, y menos si son centrales, por pésimo que sea el ambiente de Iglesia en el que le haya puesto Dios en su providencia.


Nunca la vana curiosidad sea la que oriente la elección de las lecturas. Nunca la elección venga decidida por el sentimiento, y no por razón-voluntad, es decir, en un cristiano, por fe-caridad. Nunca se lea para estar al último grito, al último aullido, para conocer lo que más se está leyendo, lo que más se está vendiendo: best seller, o simplemente por el orgullo o la vanidad de saber más.Ya lo dice San Pablo, «la ciencia hincha, sólo la caridad edifica» (1Cor 8,1). Nunca se deje tampoco al azar la elección de las lecturas: es una cuestión muy importante. Hay que discernir, y más aún hay que pedir a Dios que en su providencia nos dé a leer lo que más nos conviene en nuestra situación personal.


Ciertamente la salvación es en primer lugar un conocimiento, una gnosis salvífica, una fe. Pero esa fe no salva si no es «fe operante por la caridad» (Gal 5,6; cf. Sant 2,14-26; Ef 4,15). Y en definitiva, como dice Santo Tomás, «es más valioso amar a Dios que conocerle» (STh I,82, 3 in c). Por eso hay que leer sobre todo aquello que más acreciente en nosotros la fe y el amor al Señor y a los hombres.



San Jerónimo (+420) dice que hay que «leer no como tarea, sino para alegrar e instruir el alma» (Ep. ad Demetriadem 130). Y San Bernardo quiere que se lea «a fin de aprender con más ardor lo que más vivamente puede movernos al amor; para no aprender por vanagloria, o por curiosidad, o por algo semejante, sino sólo para tu propia edificación o la del prójimo. Porque hay quienes quieren saber con el único fin de saber, y esto es torpe curiosi­dad» (Serm. Cantares 36,3). La vana curiosidad se opone totalmente al conocimiento de la verdad, y lleva al hombre a perderse en indagaciones vanas o perniciosas (Santo Tomás, STh II-II, 167: cf. 35, 4 ad3m) .



Lectura y oración son dos formas de escuchar a Dios, y se ayudan mutuamente. Así el concilio Vaticano II enseña que «a la lectura de la sagrada Escritura debe acompañar la oración, para que se realice el diálo­go de Dios con el hombre, pues “a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras”» (DV 25). Lo mismo decía San Cipriano (+258): «Permanece en la oración y la lectura; así hablas con Dios, y Dios está contigo» (Ep. ad Donatum, I,15). Y San Jerónimo: «Orando, hablas al Esposo; leyendo, Él te habla» (Ep. ad Eustochium 22,25). Según él, la lectura espiritual es un modo de «tender las velas» al soplo del Espíritu Santo (In Ez. lib. 12). Leer los libros buenos y santos es escuchar a Cristo, Palabra de Dios, que «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25; cf. Lc 10,16).


Incluso los métodos propuestos para orar y para leer han sido muchas veces semejantes. Podemos verlo, por ejemplo, en el modo clásico pro­puesto por Hugo de San Víctor (+1141): «al comienzo, la lectura suministra materia para conocer la verdad, la meditación capta, la oración eleva, la acción ordena, la contemplación exulta» (Eruditio didascalica V, 9; cf. De meditandi artificio).



Con la ayuda de algún libro, durante «dieciocho años», hace oración Santa Teresa de Jesús: «jamás osaba comenzar a tener oración sin un libro… Y muchas veces en abriendo el libro, no era menester más; otras leía poco, otras mucho, conforme a la merced que el Señor me hacía» (Vida 4,9).


El P. Alonso Rodríguez S.J. (+1616) explica el modo de unir oración y lectura: «Se ha de notar que para que esta lección sea provechosa, no ha de ser apresurada ni corrida, como quien lee historia, sino muy sosegada y atenta… Y es bueno, cuando ha­llamos algún paso devoto, detenernos en él un poco más y hacer allí una como estación, pensando lo que se ha leído, procurando de mover y aficionar la voluntad, al modo que lo hacemos en la [oración de] meditación, aunque en la meditación se hace eso más despacio, deteniéndonos más en las cosas y rumiándolas y digirién­dolas más; pero también se debe hacer esto en su modo en la lec­ción espiritual. Y así lo aconsejan los Santos [cita a San Bernar­do, San Efrén, San Juan Crisóstomo y San Agustín], y dicen que la lección espiritual ha de ser como el beber de la gallina, que bebe un poco y luego levanta la cabeza, y torna a beber otro poco y tor­na a levantar la cabeza» (Ejercicio de perfecc. I,5,28).



No son necesarios muchos libros para alimentar la vida espiritual. En la lectura cristiana se ha de preferir la calidad a la cantidad, y la profundidad a la extensión. Los maestros antiguos, al tratar de la asimilación verdadera de las lecturas, empleaban términos como ruminatio, o bien masticatio: una buena digestión exige una masticación cuidadosa de lo ingerido. La lectura exten­siva, apresurada, superficial, más perjudica que ayuda, pues distrae y enva­nece sin aprovechar. San Ignacio de Loyola (+1556) dice que «no el mucho saber harta y satisface el alma, sino el sentir y gustar de las co­sas internamente» (Ejercicios 2).


Puede darse en la lectura espiritual, co­mo señala Juan Gerson (+1429), algo insano, como «un estómago as­queado, al que le gusta comer de muchas cosas y digerir poco» (De libris legendis a monacho). Y San Francisco de Sales: «Leed poco cada vez, pero con atención y devoción» (Oeuvres 21,142).



De hecho, San Ignacio de Loyola, enseñaba en esta cuestión partiendo de su experien­cia personal. Él no leía muchos libros, pues tanto la oración como la acción le ocupaban mucho tiempo; y en su habitación solía tener sólo dos, que siempre releía sin cansarse, el Nuevo Testamento y la Imitación de Cristo (L. González de Cámara: ob. cit. 584 y 659). San Francisco de Sales (+1622) se atenía siempre al Combate espiri­tual de Lorenzo Scupoli (+1610): «es mi libro preferido, y lo llevo en mi bolsillo hace lo menos dieciocho años, sin que nunca lo haya releído sin provecho» (Oeuvres 13, 304). Más recientemente, Santa Teresa del Niño Jesús (+1897) procedía de modo semejante. De ella se cuenta que, «ya carmelita, un día que pasaba por delante de una biblio­teca, dijo sonriendo a su hermana Celina: “¡Qué triste me sentiría si hubiese leído todos esos libros! Hubiera perdido un tiempo pre­cioso que he empleado simplemente en amar a Dios”» (Proceso apostólico 930). Y Char­les de Foucauld (+1916) declaraba: «Desde hace diez años, puede decirse que no he leído más que dos libros: Santa Teresa y San Juan Crisóstomo. El segundo apenas lo he comenzado; el primero lo he leído y releído diez veces» (Lett. à l’Abbé Huvelin 8-III-1898).



Y adviértase que no pocos de estos santos de pocas lecturas fueron los hombres más influyentes de su tiempo. No viviron ellos como anacoretas alejados del mundo y sin influjo visi­ble sobre él, ni tampoco como teólogos dedicados al estudio y la enseñanza. San Bernardo, San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola o San Francisco de Sales, por ejemplo, con lecturas muy ele­gidas e intensas, no se dedicaron a leer mucho, pero en medio de las mayores turbulencias ideológicas, fueron ellos, y no tanto los grandes teólogos eruditos, quienes supieron en su tiempo orientar al pueblo cristiano, con seguridad y valentía, hacia el verdadero norte evan­gélico.


Incluso una cierta pobreza voluntaria de ciencia puede darse en ciertas vocaciones especiales. Efectivamente, en el polo opuesto de la vana curiosidad de saber, que es un espíritu ávido de riquezas mentales, está la pobreza de ciencia, que es una modalidad especial de la pobreza evangélica. Es una vocación particular, sin duda, como lo fue, por ejemplo, en San Francisco de Asís (+1226), que dispone en su Regla:



«Los que no saben letras que no cuiden de apren­derlas, mas miren que sobre todas las cosas deben desear el espí­ritu del Señor y su santa operación» (II, cp.X). Y es que él considera­ba que «son tantos los que por propia voluntad procuran adquirir ciencia, que pueden llamarse bienaventurados los que por amor de Dios se hacen ignorantes» (Espejo de perfecc. IV; cf. mi primer libro Pobreza y pastoral, Verbo divino, Estella 1968, 2ª ed. 265-276).



Lectura y conversión deben ir unidas. Leemos para irnos configurando más y más a Jesucristo no sólo en la voluntad, para obedecerle, sino también en el entendimiento, para que nuestro pensamiento se identifique cada vez más con el suyo, y lo miremos todo por sus ojos. Hay que leer, sencillamente, para convertirse y practicar lo leído.



Dice el apóstol Santiago: «Recibid con docilidad la Palabra que, plantada en vosotros, pue­de salvar vuestras almas. Hacéos realizadores de la Palabra, y no sólo oyentes, engañándoos a vosotros mismos» (1,21-22). San Juan de la Cruz (+1591), ante la ten­tación de una cierta gula espiritual, advertía lo mismo: «muchos no se aca­ban de hartar de oir consejos y aprender preceptos espirituales y tener y leer muchos libros que traten de eso, y se les va más en esto el tiempo que en obrar la mortificación y perfección de la po­breza interior de espíritu que deben» (1Noche 3,1).



Y atención a esto: la doctrina espiritual cristiana no se entiende siquiera sino en la medida en que esa ver­dad se va viviendo en la vida personal –por ejemplo, en lo referente a la pobreza–. En ese sentido añade Santiago a las palabras anteriores: «si alguno se contenta con oir la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo; se contempla, pero, en yéndose, se olvida de cómo es. En cambio el que consi­dera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene fir­me, no como oyente olvidadizo sino como realizador de ella, ése, practicándola, será feliz» (1,23-25). Los cristianos hemos de ser oyentes y realizadores de la Palabra divina, Jesucristo.



San Benito elogiaba la fuerza santificante de la lectura bien he­cha: «Para el que corre hacia la perfección de la vida, están las doctrinas de los santos Padres, cuya observancia lleva al hombre a la cumbre de la perfección. Porque ¿qué página o sentencia de autoridad divina del Antiguo o del Nuevo Testamento no es rectí­sima norma de vida humana? ¿O qué libro de los santos Padres ca­tólicos no nos exhorta con insistencia a que corramos por el ca­mino derecho hacia nuestro Creador? Y también las Colaciones de los Padres, sus Instituciones y Vidas, como asimismo la Regla de nuestro Padre San Basilio ¿qué otra cosa son sino instrumentos de virtudes (instrumenta virtutum) para monjes obedientes y de vida santa? Para nosotros, en cambio, tibios, relajados y negligen­tes, son motivo de sonrojo y confusión» (Regla 73,2-7).



Los libros buenos, leídos en serio, las Vidas de santos, por ejemplo, denuncian con elocuencia la mediocridad o maldad de nuestras vidas, estimulándonos con gran fuerza hacia la perfección. En fin, leamos libros cristianos santos y santificantes, con intención de que nos vayan transformando la mente y la vida. Como dice el padre Diego Alvarez de Paz S.J. (+1620), «la lectio consiste en meditar las Escrituras sagradas o los textos de los santos, no sólo para saber, sino para aprovechar espiritualmente y, conociendo así la voluntad de Dios, realizarla en la actividad» (De vita spirit. et ejus partibus, lib. II, p.4, c.31).



La situación actual de la lectura espiritual habrá de ser evaluada, por tanto, considerando lo ya dicho. Y pienso yo que pueden arriesgarse con prudencia las siguientes apreciaciones.


Hoy se hace poca lectura espiritual. Muchos cristianos están cebados en las informaciones y noticias del mundo visible, hoy tan sobreabundantes. La dieta de lecturas espirituales suele ser muy precaria, incluso entre cristianos practicantes y activos en el apostolado. Y esto es bastante grave, pues hoy, más que nunca, el influjo del mundo –pensamientos y costumbres– sobre las personas es muy intenso, a través de los me­dios de comunicación social.


El alimento que en las lecturas cristianas se recibe a veces es malo, pues en las publicaciones católicas se viene mezclan­do, también más que nunca, la cizaña con el trigo. El control de calidad de los alimentos que se lleva en los mercados es hay mucho más estricto que el que se practica en las librerías religiosas. Hoy, además, la lectura cristiana raras veces suele ser asesorada, y por otra parte no hay apenas li­bros de uso común, es decir, de lectura tradicional entre los fieles, como los ha habido siempre. Por eso fácilmente la lec­tura queda sujeta a la moda, al capricho personal o a la oferta circunstancial, no siempre buena, de editoriales y librerías.


Ha crecido en la lectura la cu­riosidad, y ha disminuído la devoción. Se distancian así con frecuencia lectura y oración.


Los lectores tienden a dispersarse entre muchas obras, olvidando el «non multum, sed multa».


Los libros cristianos no se toman tanto como «instrumenta virtutum», es decir, como reglas ordenadas a la transformación personal, sino más bien como estímulos superficiales: unos más entre tantos otros.


Esta situación nos hace ver la necesidad de evangelizar los modos de leer, los libros que se leen y la librerías religiosas que los distribuyen.


José María Iraburu, sacerdote



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