(520) Apocalipsis (III). Los cristianos viven hoy en Babilonia. «Sal, pueblo mío»

 Vigilia pascual

–La realidad es que hoy el mundo, rechazando a Cristo, se ha degradado miserablemente.

–Y no es rara la Iglesia local descristianizada que no sabe que vive en Babilonia porque está mundanizada. Como la Iglesia de Sardes, tiene nombre como de viviente, pero está muerta (+Ap 3,1).

 

–Las pacíficas victorias de Cristo y de los suyos

Los septenarios apocalípticos de las cartas (Ap 2), de los sellos (6-7), de las trompetas (8-9), el de las copas de la ira de Dios (16), igual que el último de las visiones (17ss), afirman siempre con imágenes impresionantes en la historia de la humanidad el poder invencible de Nuestro Señor Jesucristo, el Cordero dego­llado, que está junto al trono de Dios. Pero estas victo­rias del Cristo glorioso más que ahogar en sangre a los hombres rebel­des, destruyen a la Bestia que les engaña y esclaviza, o incendian la Gran Babilonia. Es decir, reducen a cenizas la prepotencia de un orden mundano perverso, liberando así a los que por él se veían cautivados y cautivos.

Las victorias de Cristo no son crueles y destructoras, sino llenas de salvación y de mi­sericordia para los hombres. Él no ha sido enviado a condenar, sino a salvar (Jn 17). Él ha «bajado del cielo» como luz del mundo, y la luz ilumina las tinieblas, no las aniquila. Es signifi­cativo que en el Apocalipsis las victo­rias de Cristo son siempre realizadas con «la espada que sale de su boca», es decir, por la afirmación de la verdad y la negación de la mentira en el mundo (Ap 1,16; 2,16; 19,15.21; +2Tes 2,8). En efecto, las de Cristo son victorias de la verdad y de la caridad, para que «donde abundó el pecado, sobrea­bunde la gracia» (Rm 5,20).

Por eso, aunque puede le­erse como un libro de grandes combates, el Apocalipsis es prin­cipalmente un libro de gran miseri­cordia y salvación para el mundo. Las victorias de Cristo son ilumina­ción de las tinieblas, verdad que disipa mentiras, amor y bien que preva­lecen sobre males abrumadores. Eso explica que, hasta llegar a las visiones deslumbrantes de la Ciudad celeste (21-22), el Apocalipsis, a cada paso, estalla en formidables liturgias de alabanza y acción de gracias, refulgentes de luz y de victoria (4-5; 7,9-12; 8,3-4; 11,15-19; 14,1-5; 15,1-4; 16,5-7; 19,1-8).

 

–La victoria de los mártires y de los orantes

Los mártires de Cristo tienen un protagonismo indudable en todo el Apocalipsis. Ellos son los que, con el poder del Salvador, vencen al mundo. Los triunfos del Reino de Dios no son, pues, victorias obtenidas por un ejército de superhombres, que luchando como campeones invencibles, con grandes fuerzas y medios aplastantes, se impone con superioridad indiscutible a las fuerzas mundanas del mal. No, todo lo contrario: Cristo vence al mundo por la debilidad y la pobreza de sus fieles, que permanecen en la humildad (+1Cor 1,27-29; 2Cor 12,10). Cristo vence al mundo muriendo en la cruz, y ésa es tam­bién la victoria de sus apóstoles, la de los dos Testigos y la de todos los cristianos mártires (Ap 11,1-13). Así es como la Iglesia primera venció al mundo romano, al modo de San Pablo, «muriendo cada día» (1Cor 15,31). Y así es como hoy, en forma martirial, realiza Cristo por los fieles sus victorias.

Los orantes,«las oraciones de los santos», son quienes provocan las interven­ciones celestiales más poderosas en el Apocalipsis. Es la oración de todo el pueblo cristiano la que, eleván­dose a Dios por manos de los ángeles, atrae sobre todos la justicia inapelable de Cristo (Ap 5,8; 8,3-4). Los cristianos asocian a su gozosa liturgia de alabanza y a su entrega absoluta en el martirio a todos los que de verdad son hijos de Dios, es decir, a «todos sus siervos, los que le temen, peque­ños y grandes» (19,5). Es en la Ciudad santa que desciende del cielo donde se planta «la Tienda de Dios con los hom­bres», no sólo con los santos (21,3). Entonces «las naciones [antes paganas] caminarán a su luz, y los re­yes de la tierra [antes hostiles] irán a llevarle su esplendor» (21,24; +22,2).

 

–Mientras tanto, la gran Guerra invisible

El Apocalipsis es realmente el quinto Evangelio, que tantos cristianos de hoy ignoran. En esta Revelación de Jesucristo, entre el fulgor de liturgias cósmicas y celestiales, y las victorias de Dios omnipotente, se nos manifiesta e interpreta esa «dura batalla contra los poderes de las tinieblas que atra­viesa toda la historia humana, y que, ini­ciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor» (Vaticano II, GS 13b; 37b; +Catecismo 409).

Es difícil hablar con precisión inequívoca cuando se trata de temas históricos o morales. A pesar de todo, no me parecen acertadas las palabras de un buen profesor de teología, cuando en un artículo sobre los cristia­nos en la historia dice así: «La Iglesia que el Concilio Vaticano II presupone, y la que se ex­presa en sus docu­mentos, es una Iglesia que se sabe enviada por Dios al mundo y que, considerando que puede darse por clau­surado el período de confronta­ción [sic!] y de defensa que caracterizó al siglo XIX, de­cide relanzar su tarea evange­lizadora».

La confronta­ción entre la Iglesia y el mundo caracteriza todos los siglos de la historia de la Iglesia, espe­cialmente los primeros (I-III) y los más recientes (XVIII-XXI). Y la Iglesia del siglo XXI, como la de los siglos venideros, si de verdad quiere evangelizar el mundo, no puede dar por clausurado ese tiempo de confrontación «hasta que vuelva el Señor». Y creo yo que el citado pro­fesor está conven­cido de ello, aunque en esa ocasión se expresara en forma errónea.

Y en esto de los modos de hablar –dicho sea de paso– si­gamos empleando el lenguaje de la Biblia y de la Tra­dición. Si concretamente, hablando a las Iglesias, Cristo promete grandes pre­mios a los «vencedores», será porque tienen que li­brar «un buen combate» (2Tim 4,7). No le demos más vueltas: estamos viviendo el tiempo del Apoca­lipsis, y no otro tiempo inventado por nuestras ideolo­gías. Recuerden, por favor, que el libro del Apocalipsis está inspirado por Dios: forma parte de la Revelación divina de las Sagradas Escrituras, que, felizmente, hemos de acoger por la fe. Y que presenta la historia de la humanidad en el marco de una enorme guerra incesante entre los discípulos de Cristo y los siervos del Diablo.

 

–Urgente necesidad de elegir entre Cristo y la Bes­tia

Hay que elegir. Hay que elegir ya. No pode­mos seguir como ahora indefinidamente. La apostasía práctica no debe seguir encubierta, ignorada a veces hasta por los mismos apóstatas –no ir a Misa, no confesarse, anticoncepción sistemática, no ángeles ni demonios, no…–. A los cristianos que en vano renunciaron en el bautismo «a Satanás y a sus seducciones» mun­danas, hay que mostrarles la imposibilidad de seguir haciendo círculos cuadrados. No pue­den seguir tantos bautizados en una situación de adulterio crónico: o guardan fidelidad a Cristo Esposo, a sus pensamientos y caminos, o se amanceban abiertamente con la Bestia mun­dana, aceptando su marca en la frente y en la mano. O son de Cristo o son del mundo.

No podemos seguir dando culto a Dios y a las riquezas (Lc 16,13), no podemos beber de la copa del Señor y de la copa de los de­monios (1Cor 10,20), no nos es lícito uncirnos en yunta desigual con los infieles (2Cor 6,14-16). Hemos de elegir entre servir al mundo o al Reino; ser del mundo o ser de Cristo. Sin más de­mora, hay que optar ya entre seguir a Cristo, en la fe y la paciencia, o seguir a la Bestia, maravillados por sus fascinantes signos mundanos. No hay un territorio neutral en el que se pueda permanecer con tranquila conciencia: si un bautizado no se decide a ser cristiano, es mundano, más o menos sujeto a los pensamientos y caminos del príncipe de este mundo, el diablo.

 

Predicación apocalíptica: o con Cristo o contra Él

En la predicación y en la acción pas­toral, en modos provocativos, es preciso sacudir la conciencia de los hombres, poniéndolos en crisis con las palabras de Cristo: Reino o mundo, vida o muerte, gracia o pecado, verdad o mentira, Cristo o el diablo, salvación o condenación.Así predicaron siempre Cristo y los apóstoles, y antes que ellos los profetas. Recuerdo sólo algunos ejemplos.

Josué.– Israel, siempre tentado por la idolatría a tener dioses visibles, como el becerro de oro, es sometido por Yavé a la larga cura espiritual del Éxodo –cuarenta años en el desierto–, aprendiendo a servir al Invisible. Pero al entrar a poseer la Tierra Prometida, de nuevo se ve tentado por el esplendor de los cultos locales. Y el problema llega a ser tan grave, que Josué reune a todos los jefes de Israel para ponerles de frente ante la al­ternativa: «Elegid hoy a quién queréis servir, si a los dioses a quienes sirvie­ron vuestros padres, o a los dioses de los amorreos… Yo y mi casa serviremos a Yavé»… El pueblo se afirma entonces en la fe de sus padres: «Serviremos a Yavé, nuestro Dios, y obedeceremos su voz». Y así rea­firmó Josué aquel día la alianza (Jos 24).

Elías.– Siguen las crisis en el pueblo de Dios. El rey Ajab «hizo el mal a los ojos de Yavé, más que todos cuantos le habían precedido» (1Re 16,30), favoreciendo la introducción de la idolatría en el pueblo de Dios. Llegan las cosas a un extremo en el que el profeta Elías, mandado por Yavé, convoca en el monte Carmelo a todo Israel, juntamente con los profetas de Baal. «¿Hasta cuándo habéis de estar vosotros cojeando de un lado y de otro? Si Yavé es Dios, seguidle a él; y si lo es Baal id tras él». Pero el pueblo «no respondió nada» (18,21). Esto es lo malo, que no responda nada, ni que sí ni que no. «Volvió a de­cir Elías al pueblo: “Sólo quedo yo de los profetas de Yavé, mientras que hay cuatro­cientos cincuenta profetas de Baal”». Dispone entonces el altar sobre doce piedras, el fuego de Yavé consuma el sa­crificio, y finalmente el pueblo se reafirma en la alianza: «¡Yavé es Dios, Yavé es Dios!» (18,39).

Cristo.– «El que no está conmigo, está contra mí» (Lc 11,23). «El que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12,30). Cuando predica Jesús el sermón eucarístico del pan de vida, muchos, al oir que su cuerpo es verda­dera comida, menean los oyentes la cabeza: «¡Duras son estas palabras! ¿Quién puede oírlas?… Y desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron, y ya no le se­guían. Y dijo Jesús a los doce: “¿Queréis iros vosotros también?” Le respondió Simón Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios”» (Jn 6,60-69).

No hay otra alternativa: o los cristianos siguen a Cristo o si no, más de cerca o de lejos, «siguen maravillados a la Bestia» (Ap 13,3). No existe un campo neutral donde poder quedarse ajeno a toda lucha.

 

Iglesias locales agonizantes o muertas

Hoy en Occidente ciertas Iglesias locales descristianizadas son como la de Sardes: «pare­cen estar vivas, y están muertas» (Ap 3,1). No pueden prolongar indefinida­mente su situación, pues aunque guarden las apariencias, en realidad han caído en el cisma, la herejía y el sacrilegio. Languidecen en una grave enfermedad crónica, que no puede llevar sino a la muerte. Son extraviadas por sus propios pastores sagrados, o si éstos son fieles, los agotan con sus infidelidades generalizadas: «¿qué voy a hacer yo con este pueblo?» (Ex 17,4).

Si no se provoca entonces la crisis mediante predicaciones apocalípticas e intervenciones pastorales enérgicas–que cuanto más se demoren serán más traumáticas y más difíciles–, lo que hubiera podido ser una Gran Poda realizada por el Padre «viñador» (Jn 15,1-2), se convierte por la apostasía y el cisma en una Gran Tala. Necesitan leer el Apocalipsis, y elegir entre Cristo y la Bestia mundana potenciada por el diablo.

«El que tenga oídos oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2,29).

¿Y qué dice el Señor a las Iglesias?

 

–«Sal, pueblo mío»

    El primer Éxodo es el de Abraham: «Sal de tu tierra y de tu parentela, para ir a la Tierra que yo te indiaré» (Gen 12,1). El segundo es el de Moisés, saliendo de Egipto, de vuelta a la Tierra prometida. Los dos son iniciativa de Dios y obediencia de su pueblo. Por eso la Tradición cristiana siempre ha entendido que el Éxodo ilumina notablemente la vocación de la Iglesia peregrina, el nuevo pueblo de Dios. Nos dice Cristo que los cristianos, aunque estemos en el mundo, «no somos de este mundo» (Jn 15,19). No estamos en él como pez en el agua, sino, en palabras de San Pedro, estamos como «extranjeros y peregrinos» (1Pe2,11), pues en realidad somos «ciudadanos del cielo» (Flp 3,20). Tenemos, pues, que realizar un éxodo del Mundo al Reino de Dios. Por tanto, de ningún modo hemos de «configurarnos a este mundo, sino que hemos de transformarnos por la renovación de la mente» en la fe (Rm 12,2). Según esto, los cristianos que se arraigan en el mundo presente, asimilando sus modos de pensar y de obrar, aceptan el sello de la Bestia en su frente y en su mano: son apóstatas, no son ciudadanos del Reino.

El Apocalipsis nos trae la voz de Cristo, que anuncia  la inminente caída de la Babilonia del mundo, y que nos «dice desde el cielo: Sal, pueblo mío, no sea que os contaminéis con sus pecados y os alcancen sus plagas» (Ap 18,4).

Esta «llamada a salir de la ciudad –entiende Charlier (Comprender el Apocalipsis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1993, -II,92)– es apremiante, como lo era ya en Is 48,20 [«Salid de Babilonia»; +52,11], y sobre todo en Jer 51,6.45 [«Huid de Babilonia, poned vuestras vidas a salvo, no muráis por su iniquidad»]. En la ciudad, difícilmente coha­bitan Satanás, el Evangelio y sus fieles respectivos (+Ap 2,13). Llega un momento en que la conciuda­danía ya no es posible, a menos que se llegue a cier­tos compromisos. El Pueblo de Dios ha vivido desde siempre esta situación conflictiva, ponién­dole al final un término penoso, mediante una opción decisiva. Lot tuvo que salir de Sodoma, cuyo pecado re­basaba los límites (Gén 19,12-14), prefigurando así la epo­peya de Israel, que tuvo que salir del país de Egipto. La incomodidad del éxodo en relación con la seguri­dad opulenta de la ciudad es grande, pero ésta es la ley de los creyentes para el día en que el pecado de la ciudad amenace demasiado la fe en el Evangelio. El pueblo debe salir para no trocar su comunión con Dios por la comunión con el pecado (sygkoinônêo). Tiene que elegir la copa en la que quiere beber, y esta elección impone rupturas con los espejismos idolátricos, que son el po­der, el dinero y la cultura».

Fácilmente se comprende que religiosos y laicos habrán de «renunciar al mundo» –salir de Babilonia– en modos diversos. Siempre la Iglesia ha en­tendido que «hay dos maneras de vivir en el siglo: corporalmente y con el afecto» (STh II-II,188, 2 ad3m). Siempre la Iglesia ha entendido que aunque la renuncia al mundo ha de ser en religio­sos y laicos igual en la substancia, ha de ser sin duda diferente en las modalidades accidenta­les. Los religiosos renunciarán al mundo en afecto y en efecto; los laicos renunciarán a los pensamientos y caminos del mundo pecador siempre en afecto, y a veces, cuando haya ocasión de pecado o de lastre objetivo contra la ca­ridad, también en efecto; pero otras veces no. Y así unos y otros «se conservan sin mancha en este mundo» (Sant 1,27).

En todo caso el mandato de Cristo de salir de Babiloniafuga sæculi–, es decir, el mandato de diferenciarse del mundo en mentalidad y costumbres, se hace tanto más apre­miante, lógicamente, cuanto peor y más peligrosa sea la situación espiritual de la Ciudad mun­dana. Y tengamos hoy muy en cuenta que el mundo apóstata es mucho peor y peligroso que el mundo pagano.

        

–Libres del mundo, no cautivos de él           

Por eso el Cardenal Ratzinger considera que hoy «entre los deberes más urgentes del cristiano está la recupe­ración de la capacidad de oponerse a muchas tendencias de la cultura ambiente, renunciando a una demasiado eufórica solidaridad postconciliar». En efecto, «al condenar en bloque y sin apelación la fuga sæculi, que ocupa un lugar central en la espirituali­dad clásica, no se ha comprendido que en aquella fuga… se huía [los religiosos] del mundo no para abandonarlo a sí mismo, sino para crear en determi­nados centros de espirituali­dad una nueva posibilidad de vida cristiana y, por consiguiente, humana». Y esa «renuncia al mundo»  también ha de ser vivida por los laicos a su modo, como se expresa en el bautismo, en su nacimiento espiritual. Sigue Ratzinger:

«Hay algo que da que pensar: hace veinte años se nos decía en todos los tonos posibles que el problema más urgente del católico era encontrar una espiritualidad nueva, comunitaria, abierta, no sacral, se­cular, solidaria con el mundo. Ahora, después de tanto divagar, se descubre que el objetivo urgente es encon­trar de nuevo un punto de contacto con la espi­ritualidad antigua, aquella de la “huída del siglo”» (Informe sobre la fe, BAC, Madrid 1985, pg. 127).

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

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