El Padre Federico Highton, SE, es mi mejor amigo.
Y éste es un título que no se le da a cualquiera.
Nos conocimos hace años en el seminario; decían que estaba por llegar un postulante un tanto loco que afirmaba que entraba a la vida religiosa para ser misionero e ir al Tíbet. Confieso que, en su momento lo mirábamos con extrañeza:
- “Deben ser locuras del momento” –decíamos.
Y no; era verdad… Es que cada uno tenía –y tiene– un secreto único e incomunicable con Dios. Es su secreto, su modo de llegar al Cielo. Es el camino de la santidad.
Con el tiempo, ambos nos ordenamos sacerdotes y seguimos nuestros senderos intentando ser fieles a nuestras propias vocaciones: uno en el ámbito de la batalla contra-cultural y el otro en el de las misiones “ad gentes”, pero siempre con una nota característica: la parresía evangélica, esa virtud hoy olvidada que nos manda decir las cosas cueste lo que cueste.
Y como Dios se apiada de los locos y se ríe de los “prudentes” según el mundo, hoy el Padre Federico se encuentra en las alejadas tierras del Himalaya, en plena meseta tibetana, aullando como los lobos y evangelizando a diestra y siniestra frente a todo tipo de adversidades: budistas, hinduistas, protestantes, ateos, clérigos sincretistas, aludes, terremotos, lluvias copiosas, insectos, estafas, claudicaciones, etc. Sí: nosotros mismos tuvimos la gracia de pasar un tiempo con él intentando ayudar en lo posible para la salvación de las almas. Porque es ese el fin de la misión: salvar almas.
Hoy, que gran parte del fervor misionero se ha perdido, es imperioso volver a esos tiempos en que la Esposa de Cristo salía a buscar a aquellas ovejas que aún no habían conocido el don de Dios. Ante el actual proceso de oenegeización y apostasía en el que se encuentra sumida por algunos de sus miembros más encumbrados, por vía de oposición y en las antípodas de lo que se propone, es necesario volver a esa épica, a ese heroísmo que hacía, antaño, dejar la propia casa, el padre, la madre, los hermanos, los parientes, etc., para volcarse a proponer al único que salva, Nuestro Divino Redentor.
Pero: “¿por qué no comenzar por casa, misionando a quienes tengo al lado?” – dirán algunos.
La respuesta es sencilla: en nuestros países, todo habla de Jesucristo: desde las iglesias hasta las costumbres, desde las palabras hasta las letras… En los países sumidos en las tinieblas del error y el paganismo, no tienen siquiera la posibilidad de rechazarlo…
El presente trabajo que el lector tiene entre manos es una recopilación de textos que, con enorme esfuerzo y en circunstancias de las más adversas (en la meseta tibetana no hay bibliotecas que consultar, sillones donde descansar, mesas donde comer…), el autor ha redactado al galope y a los golpes, quijotescamente, sus pensamientos. Por ello, no encontraremos aquí un tratado acerca de las misiones, sino más bien reflexiones, sermones, cartas, panegíricos y, sobre todo, un enorme celo por las almas. Ese celo que le hacía decir a Dios Nuestro Señor que había venido a traer “fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12,49).
Fuego y almas; almas y fuego. Eso es lo que un misionero católico como el padre Federico tiene y quiere comunicar a quien se le acerque. Y este pequeño libro sobre las misiones quema…; quema y punza; punza y emociona al oír en carne propia que alguien cercano ha seguido al pie de la letra el testamento evangélico:
“Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará” (Mc 16,15).
P. Javier Olivera Ravasi (del Prólogo)
PS: el libro, en formato digital y papel, puede adquirirse en Amazon AQUÍ
Publicar un comentario