La liturgia diaria meditada - Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella (Lc 19,41-44) 22/11



Jueves 22 de Noviembre de 2018
Santa Cecilia, virgen y mártir
Memoria. Rojo.

Cecilia era una joven cristiana en tiempos del Imperio Romano (aprox. año 250 d.C.). Su padre y su hermano también eran cristianos, y ella quería consagrarse como virgen, por lo cual rehusó el matrimonio. Condenada a la pena de muerte, el acta de su martirio dice que ella cantaba al Señor durante su suplicio. Por esto es patrona de los músicos, y ella está formando parte de los coros celestiales que nos describe hoy el libro del Apocalipsis.

Antífona de entrada         
Feliz santa Cecilia, virgen, que, negándose a sí misma y tomando la cruz, siguió al Señor, esposo de las vírgenes y príncipe de los mártires.

Oración colecta     

Dios nuestro, que todos los años nos alegras con la celebración de santa Cecilia; concédenos imitar sus ejemplos y anunciar las maravillas de Cristo, tu Hijo, reflejadas en la vida de tus santos. Él que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios, por los siglos de los siglos.

Oración sobre las ofrendas        
Acepta, Señor, los dones que te presentamos en la conmemoración de santa Cecilia, así como quisiste aceptar su glorioso martirio. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Antífona de comunión        Apoc 7, 17
El Cordero que está en medio del trono, los conducirá hacia los manantiales de agua viva.

Oración después de la comunión

Señor y Dios nuestro, que has querido contar a santa Cecilia entre tus elegidos por la doble victoria de la virginidad y el martirio, concédenos, por este sacramento, la gracia de superar con valentía todos los males y alcanzar la gloria celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Lectura        Apoc 5, 1-10
Lectura del libro del Apocalipsis.
Yo, Juan, vi en la mano derecha de Aquel que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, y sellado con siete sellos. Y vi a un Ángel poderoso que proclamaba en alta voz: “¿Quién es digno de abrir el libro y de romper sus sellos?”. Pero nadie, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de ella, era capaz de abrir el libro ni de leerlo. Y yo me puse a llorar porque nadie era digno de abrir el libro ni de leerlo. Pero uno de los Ancianos me dijo: “No llores: ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David, y él abrirá el libro y sus siete sellos”. Entonces vi un Cordero que parecía haber sido inmolado: estaba de pie entre el trono y los cuatro Seres Vivientes, en medio de los veinticuatro Ancianos. Tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios enviados a toda la tierra. El Cordero vino y tomó el libro de la mano derecha de Aquel que estaba sentado en el trono. Cuando tomó el libro, los cuatro Seres Vivientes y los veinticuatro Ancianos se postraron ante el Cordero. Cada uno tenía un arpa, y copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones de los Santos, y cantaban un canto nuevo, diciendo: “Tú eres digno de tomar el libro y de romper los sellos, porque has sido inmolado, y por medio de tu Sangre has rescatado para Dios a hombres de todas las familias, lenguas, pueblos y naciones. Tú has hecho de ellos un reino sacerdotal para nuestro Dios, y ellos reinarán sobre la tierra”.
Palabra de Dios.

Comentario
En el rollo cerrado, imagen del misterio salvador de Dios, están los nombres de los salvados. Solo Cristo, muerto y resucitado, sabe quiénes son.

Sal 149, 1-6a. 9b
R. ¡Nos has hecho reyes y sacerdotes para nuestro Dios!

Canten al Señor un canto nuevo, resuene su alabanza en la asamblea de los fieles; que Israel se alegre por su Creador y los hijos de Sión se regocijen por su Rey. R.

Celebren su nombre con danzas, cántenle con el tambor y la cítara, porque el Señor tiene predilección por su pueblo y corona con el triunfo a los humildes. R.

Que los fieles se alegren por su gloria y canten jubilosos en sus fiestas. Glorifiquen a Dios con sus gargantas: este es un honor para todos sus fieles. R.

Aleluya        cf. Sal 94, 7-8
Aleluya. Escuchen la voz del Señor, no endurezcan su corazón. Aleluya.

Evangelio     Lc 19, 41-44
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas.
Cuando Jesús estuvo cerca de Jerusalén y vio la ciudad, se puso a llorar por ella, diciendo: “¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos. Vendrán días desastrosos para ti, en que tus enemigos te cercarán con empalizadas, te sitiarán y te atacarán por todas partes. Te arrasarán junto con tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has sabido reconocer el tiempo en que fuiste visitada por Dios”.
Palabra del Señor.

Comentario
Sigue y seguirá siempre resonando el planteo: “Si conocieras lo que conduce a la paz”. La paz proviene de un conocimiento interno y de un camino. Debemos saber cómo caminar y hacia dónde hacerlo para lograrla. Este caminar es comunitario, porque es imposible proyectar solos.

Oración introductoria
Señor, ayúdame a comprender en esta oración lo que puede conducirme a la paz y a la auténtica felicidad. Abre mi mente y mi corazón, aumenta mi fe, acrecienta mi confianza, inflámame de tu amor y ayúdame a aprovechar esta oportunidad que me das para encontrarme contigo en esta meditación.

Petición
Jesús, ayúdame a evitar todo lo que te ofende y a agradarte con amor en mi comportamiento de cada día.

Meditación 

Hoy, la imagen que nos presenta el Evangelio es la de un Jesús que «lloró» (Lc 19,41) por la suerte de la ciudad escogida, que no ha reconocido la presencia de su Salvador. Conociendo las noticias que se han dado en los últimos tiempos, nos resultaría fácil aplicar esta lamentación a la ciudad que es —a la vez— santa y fuente de divisiones.

Pero mirando más allá, podemos identificar esta Jerusalén con el pueblo escogido, que es la Iglesia, y —por extensión— con el mundo en el que ésta ha de llevar a término su misión. Si así lo hacemos, nos encontraremos con una comunidad que, aunque ha alcanzado cimas altísimas en el campo de la tecnología y de la ciencia, gime y llora, porque vive rodeada por el egoísmo de sus miembros, porque ha levantado a su alrededor los muros de la violencia y del desorden moral, porque lanza por los suelos a sus hijos, arrastrándolos con las cadenas de un individualismo deshumanizante. En definitiva, lo que nos encontraremos es un pueblo que no ha sabido reconocer el Dios que la visitaba (cf. Lc 19,44).

Sin embargo, nosotros los cristianos, no podemos quedarnos en la pura lamentación, no hemos de ser profetas de desventuras, sino hombres de esperanza. Conocemos el final de la historia, sabemos que Cristo ha hecho caer los muros y ha roto las cadenas: las lágrimas que derrama en este Evangelio prefiguran la sangre con la cual nos ha salvado.

De hecho, Jesús está presente en su Iglesia, especialmente a través de aquellos más necesitados. Hemos de advertir esta presencia para entender la ternura que Cristo tiene por nosotros: es tan excelso su amor, nos dice san Ambrosio, que Él se ha hecho pequeño y humilde para que lleguemos a ser grandes; Él se ha dejado atar entre pañales como un niño para que nosotros seamos liberados de los lazos del pecado; Él se ha dejado clavar en la cruz para que nosotros seamos contados entre las estrellas del cielo... Por eso, hemos de dar gracias a Dios, y descubrir presente en medio de nosotros a aquel que nos visita y nos redime.

Jesús llora por Jerusalén. Y profetiza una realidad que seguimos contemplando hoy. Existe división, existen enfrentamientos, existe desencuentro, existen guerras. A lo largo de todo el Antiguo Testamento la tierra prometida ha sido un punto de referencia, una esperanza y hasta cierto punto la garantía de un pueblo. Sin embargo, no es suficiente para la salvación, la tierra no deja de ser un lugar y sus miembros los responsables de lo que en ella sucede.

El pasaje de hoy parece sorprendente. Por un lado Jesús profetiza una realidad negativa de este mundo y por otro llora por el presente y el futuro de un pueblo. Jesús ama su tierra, ama a su pueblo y sufre por lo que no ve en él. El enfrentamiento es consecuencia de no entender lo que conduce a la paz, de obstinarse en creer que la paz global no es el resultado de la paz con uno mismo. Quizás, cuando Jesús llora, esta teniendo presente todas las guerras que se sucederán en el tiempo, todo el dolor que el hombre se produce a sí mismo. Y es que el hombre, la criatura que Dios ama con ternura, puede destruirse a sí mismo.

Podemos pensar en la guerra como en algo lejano en el espacio y en el tiempo, algo ajeno a nuestra realidad cotidiana. Y algo por lo que no podemos hacer mucho. Sin embargo nosotros podemos ser ángeles de paz o demonios de guerra. Porque la guerra en definitiva es el odio, es el rencor, el tomarse la justicia por su mano. Cuando no perdonamos una falta de caridad que han tenido con nosotros, cuando guardamos y recordamos el mal que nos han hecho, no estamos entendiendo lo que conduce a la paz. 

Porque el hombre tiene un sentido de la justicia limitado y sobretodo imposible de realizar de modo exclusivamente horizontal. Porque nosotros somos limitados y vamos a fallar muchas veces, vamos a herir, aun sin intención, y vamos a ser heridos. No podemos aplicarnos un sentido de la paz irrealizable. Jesús llora porque nos obstinamos en no aceptar las normas flexibles del amor. 

Propósito
Buscar la paz, que es fruto del amor y del perdón, de la comprensión y de la lucha por mejorar y amar sin medida. Jesús llora porque nos obstinamos en no aceptar las normas flexibles del amor. 

Diálogo con Cristo
Señor, no puedo cerrar mi corazón y ahogar en mi egoísmo mi celo apostólico. Fortaléceme, hazme generoso para crecer en el amor y dedicarme a mi misión con ahínco, y así, hacer cuanto pueda para que la Nueva Evangelización llegue a muchas más personas.

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