Neoadeptos

En Roma los ciudadanos que no podían devolver sus deudas quedaban reducidos a servidumbre como «addictus»: seguían siendo nominalmente libres pero sojuzgados a una servidumbre. Se entiende que el idioma haya desplazado el uso del término hacia quienes han desarrollado una dependencia que limita su autonomía. 

Podría ser, sin embargo, que hubiéramos restringido excesivamente su uso a extremos psicopatológicos, oscureciendo así toda una gama de adicciones sostenidas libre aunque ofuscadamente. Por ejemplo, de un tiempo a esta parte es frecuente encontrar personas afablemente sociables pero con las que la conversación colapsa si surge un intercambio de opiniones sobre, por decir algo, los derechos de los animales, las dietas veganas o vegetarianas, las corridas de toros, el lenguaje inclusivo o el machista, el idioma nativo o el patrio, la homosexualidad, la independencia, la nación, la constitución o la bandera. 

Esas o muchas otras cuestiones al ser discutidas parecen poner al interlocutor en modo autómata y con inmoderada crispación empieza a repetir eslóganes y estribillos que parecen un trance de idiotez deliberadamente consentida: es el neoadepto. Frecuentemente se trata de ideas o asuntos en los que se podría conseguir un acuerdo amplio, aunque con matices, pero el interlocutor en trance no tolera discrepancia ni variante alguna que no implique el reconocimiento sin fisuras de su posición. 

Además, casi todas las veces esa posición implica una descalificación de las ajenas que acostumbra a expresarse con calificativos sonoros, tras lo cual no hay posibilidad alguna de dialogar sin agredirse. John Stuart Mill aseguraba que «toda verdad tomada en serio por un hombre de capacidad escasa será, con toda certeza, proclamada, inculcada y hasta puesta en práctica como si en el mundo no hubiera otra que la pudiera limitar o precisar». 

Ciertamente, esa podría ser la explicación, y desde luego que en algunos casos lo parece, pero en muchos otros se trata de personas capaces o sin especiales limitaciones, a los que la sola posibilidad de ver matizada sus posiciones les produce una inaccesible rigidez. Podría no tratarse de poca capacidad sino de escasa formación, y en esa dirección, Hegel cree «que el hombre menos cultivado es el que con más frecuencia se mantiene rígido en sus derechos, mientras el más elevado ve que la cosa tiene, además, otros aspectos». 

Ciertamente, la falta de formación e información suele volver unidireccionales nuestras visiones de los asuntos. Pero lo cierto es que muchos de los neoadeptos son personas con niveles educativos altos y medios, que han alimentado sus fijaciones con lecturas, informaciones y manifiestos que esgrimen como si se tratara de incontestables revelaciones. Hegel seguramente tenía a la vista las lacras de la falta de educación e ilustración de su época, pero no conoció el barbarismo de nuevo cuño surgido de la ilimitada disposición de información acantonada en guetos frecuentados por adeptos de la misma causa. 

Además, nuestros neoadeptos con su rigidez indómita reivindican una altura moral que implica la inculpación sumaria del resto. Hace tiempo que el sociólogo Anthony Guidens advirtió que la destradicionalización de las sociedades modernas producía un aumento de fijaciones de la conducta que no surgían ya de imposiciones culturales sino de claudicaciones personales: a menos tradiciones más adicciones. 

Sería algo así como el precio que las sociedades modernas pagan por la mayor libertad y disponibilidad individual de las creencias. Sin apenas tradiciones o convenciones sociales, lo sujetos lejos de escapar de lo acostumbrado se aferran a rutinas y obsesiones particulares o colectivas, y se dejan fijar en razonamientos miméticos y automatizados. Las certezas aportadas por las tradiciones suministraban un espacio de seguridades compartidas que los sujetos de las sociedades contemporáneas no disfrutan. Así que la rigidez adepta a nuevas ideologías podría ser la escapatoria hiperbólica de una solitaria vulnerabilidad. Y de ahí la fusión entre la propia identidad y las ideas o posiciones que sirven de baluarte emocional e identitario a personalidades afectivamente huérfanas. 

 Esa estructura bipolar a partir de una insegura fragilidad de fondo compensada mediante una enfática e inaccesible firmeza ideológica, tiende a cristalizar los argumentos, las ideas y los afectos con la dureza de la que se carece interiormente. La falta de consistencia interna recuerda a la posición de los vigilantes de los templos romanos que merodeaban sus alrededores sin disfrutar de la paz del culto ni de la indiferencia de los profanos y que los latinos llamaron «fanaticus». 

 La semejanza se intensifica si reparamos en la forma con la que el adepto asume ideas que sin embargo no trata como merecen, es decir, pensándolas; o a la forma con la que adopta principios y valores que no asume como debiera, es decir, con reflexiva moderación. De hecho, con el tiempo, la palabra fanático terminó nombrando al que se ofuscaba en una devoción contra todas las demás: la reducción unilateral de lo venerable. Más tarde, eso fueron los cofrades que convertían en agreste rivalidad la diferencia de advocaciones. 

 Así que los neoadeptos parecen una especie de fanatismo civil que idolatra los principios e ideologías a los que se adhieren, tal vez como un efecto sustitutivo y secundario de la crisis contemporánea de las religiones y su proyección en las ideologías civiles. No obstante, entre el adicto, el adepto y el fanático hay otra semejanza que me parece más sutil: todos ellos se avasallan –se hacen vasallos- a sí mismos, como una variante postmoderna de la moral de esclavos que Nietzsche denigraba, no siempre con razón. 

 Porque ese avasallamiento de uno mismo es la malformación de una inclinación humana universal, al menos tanto como su contraria, a saber, el deseo de servir a otros, de serles de utilidad mediante la abnegación en una servidumbre libre, es decir, sin servilismo; solo sabe que sirve para algo el que sirve. Y más allá todavía, el deseo de abrazar ideales grandes que merezcan el sacrificio de lo propio y la satisfacción de contribuir a algo genuinamente valioso porque, entre otras cosas, dificulta la fanatización. En tal caso, de nuestro neoadepto, tan inflamado, podría decirse aquello tan clásico del Cantar de Mio Cid: que buen vasallo fuera, si oviesse buen señor.

Higinio Marín
Levante, el mercantil valenciano
Juan Ramón Domínguez Palacios
http://enlacumbre2028.blogspot.com.es
02:41

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