Hace algún tiempo, un niño llamado Jaime me preguntó: «si Dios es bueno, ¿por qué permite que la gente sufra?». Por la expresión de su cara comprendí que «la gente» era él.
Le contesté tratando de imaginar cuál podría ser el motivo de sufrimiento de un niño de nueve años: quizá alguien muy enfermo en su familia o la muerte de algún abuelo… Pero me cortó en seco: «si Dios es bueno, por qué permite que mis padres se separen».
En España se producen al año más de 105.000 rupturas matrimoniales, cifra que se ha duplicado en los últimos 10, (en parte por culpa de la ley del «divorcio exprés» de Zapatero) afectando a casi 100.000 niños al año. A veces se ha tratado de calcular el grave impacto social de cada ruptura: descenso del rendimiento laboral, gasto en abogados, psicólogos, duplicidad de viviendas, etc.
Lo que resulta imposible de cuantificar es el terrible desgarro interior que sufre cada niño al ver que su suelo firme, la roca segura que es para él la unión y el amor de sus padres, se desvanece, se deshace bajo sus pies.
La pregunta de Jaime me hizo cuestionarme si los adultos hacemos lo suficiente para ahorrarles ese sufrimiento. No me refiero sólo a «aguantar», sino a estar dispuestos a todo con tal de reconquistar el amor.
Cada vez oigo hablar de más matrimonios que volviéndose hacia Aquel, por cuya bondad se preguntaba Jaime, gracias a unos retiros llamados «Proyecto Amor Conyugal», han recuperado el amor.
No conozco estos retiros, pero en el fondo me atrevería a reformular la pregunta de Jaime dirigiéndola esta vez a los matrimonios: «si Dios es amor, ¿por qué no contamos con Él para vivir a tope el matrimonio?».
abc.es
Juan Ramón Domínguez Palacios
http://anecdotasypoesias.blogspot.com.es
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