Pocos días después de la Asunción de María a los cielos en cuerpo y alma, celebra la Iglesia a María Reina, Reina y Señora de todo lo creado.
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En realidad, estamos celebrando continuamente a María como Reina en el Año Litúrgico, al rezar tantas oraciones en las que la veneramos como Reina: Salve, Regina; Regina coeli, laetare… casi todas de origen medieval. Es en el milenio de la Edad Media, más o menos del 500 al 1500, cuando crece más y más esta devoción, de tal modo que casi todas las imágenes marianas en esa larga época representan a María con una corona real en su cabeza, y con frecuencia sentada en un trono, teniendo al Niño en su regazo.
Es la continua unión, querida por Dios para la obra de la Redención, entre Jesucristo Rey del universo, que ascendido al Padre «vive y reina por los siglos de los siglos», y «siempre vive para interceder por nosotros» (Heb 7,25), y María Reina del universo, que elevada al cielo junto al Señor, «vive y reina por los siglos de los siglos», y «siempre vive para interceder por nosotros».
Como rezamos en las Letanías lauretanas del Rosario un día y otro, la Virgen es Reina de los ángeles, Reina de los patriarcas, Reina de los profetas, Reina de los apóstoles, Reina de la mártires, Reina de los confesores, Reina de las vírgenes, Reina de todos los santos. Y todos los cristianos nos gloriamos en vivir bajo el manto de su autoridad maternal, reconociéndola como Reina y Madre de misericordia.
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La Venerable M. María Jesús de Ágreda (1602-1665), cuyo cuerpo incorrupto se conserva en el convento concepcionista del que fue fundadora y abadesa, en su obra grandiosa Mística ciudad de Dios. Vida de María (Madrid 1982, 1509 pgs), trata bajo diferentes aspectos de la condición real de María en términos muy difícilmente superables.
Pero aquí nos conformaremos con reproducir una preciosa homilía del obispo San Amadeo de Lausana (1110-1159), que fue monje en Claraval, siendo abad San Bernardo –de quien heredó su gran devoción a la Virgen–, y más tarde Abad de Hautecombe y Obispo finalmente de Lausana, Suiza.
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Santa María Virgen, Reina – 22 de agosto
De las homilías de san Amadeo de Lausana, obispo
Observa cuán adecuadamente brilló por toda la tierra, ya antes de la Asunción, el admirable nombre de María y se difundió por todas partes su ilustre fama, antes de que fuera ensalzada su majestad sobre los cielos. Convenía en efecto, que la Madre virgen, por el honor debido a su Hijo, reinase primero en la tierra y, así, penetrara luego gloriosa en el cielo; convenía que fuera engrandecida aquí abajo, para penetrar luego, llena de santidad, en las mansiones celestiales, yendo de virtud en virtud y de gloria en gloria por obra del Espíritu del Señor.
Así pues, durante su vida mortal, gustaba anticipadamente las primicias del reino futuro, ya sea elevándose hasta Dios con inefable sublimidad, como también descendiendo hacia sus prójimos con indescriptible caridad. Los ángeles la servían, los hombres le tributaban su veneración. Gabriel y los ángeles la asistían con sus servicios; también los apóstoles cuidaban de ella, especialmente san Juan, gozoso de que el Señor, en la cruz, le hubiese encomendado su Madre virgen, a él, también virgen. Aquéllos se alegraban de contemplar a su Reina, éstos a su Señora, y unos y otros se esforzaban en complacerla con sentimientos de piedad y devoción.
Y ella, situada en la altísima cumbre de sus virtudes, inundada como estaba por el mar inagotable de los carismas divinos, derramaba en abundancia sobre el pueblo creyente y sediento el abismo de sus gracias, que superaban a las de cualquiera otra criatura. Daba la salud a los cuerpos y el remedio para las almas, dotada como estaba del poder de resucitar de la muerte corporal y espiritual. Nadie se apartó jamás triste o deprimido de su lado, o ignorante de los misterios celestiales. Todos volvían contentos a sus casas, habiendo alcanzado por la Madre del Señor lo que deseaban.
Plena hasta rebosar de tan grandes bienes, la Esposa, Madre del Esposo único, suave y agradable, llena de delicias, como una fuente de los jardines espirituales, como un pozo de agua viva y vivificante, que mana con fuerza del Líbano divino, desde el monte de Sión hasta las naciones extranjeras, hacía derivar ríos de paz y torrentes de gracia celestial. Por esto, cuando la Virgen de las vírgenes fue llevada al cielo por el que era su Dios y su Hijo, el Rey de reyes, en medio de la alegría y exultación de los ángeles y arcángeles y de la aclamación de todos los bienaventurados, entonces se cumplió la profecía del Salmista, que decía al Señor: «De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir» (Sal 44,10).
Oración.–Dios todopoderoso, que nos has dado como Madre y como Reina a la Madre de tu Unigénito, concédenos que, protegidos por su intercesión, alcancemos la gloria de tus hijos en el Reino de los Cielos. Por nuestro Señor Jesucristo.
José María Iraburu, sacerdote
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