Y cada vez más. Porque si es verdad que los curas a veces pareciera que andamos medio locos (me he levantado generoso), se supone que alguien debería exigirnos sensatez.
Hay cosas dudosas, rumores, dicen que, parece que, vete a saber. Pero las hay que saltan a la vista de todos de forma “ostentorea” que diría el difunto Jesús Gil. Un cura puede soltar una barbaridad en la homilía, calentarse un día y soltar una inconveniencia, escribir quizá con una cierta ligereza en un momento, como un servidor sin ir más lejos. Bien. Un fallo lo tiene cualquiera y generalmente la cosa no pasa de un “ten cuidado”, cosa por lo demás que se agradece.
Otro asunto es cuando las cosas, en román paladino, pasan de castaño oscuro. Es decir, que las sandeces, o las barbaridades o los escándalos son de tal calibre que ya no hay por dónde cogerlas. Es en estos casos en los que el pueblo fiel, el que va a misa, defiende a la Iglesia, aporta su óbolo en la colecta y su cruz en el IRPF, se cabrea y mira a lo alto, no al cielo, sino a un alto más asequible, y exige de una vez alguna respuesta.
Vaya días o semanas que llevamos con lo de los abusos. Evidentemente hay que mirar a lo alto, al alto intermedio, y pedir soluciones. Tras la carta del papa Francisco, esperamos ahora que se tomen decisiones firmes a ver si se consiguiera una buena limpieza.
Me joroba que, cuando estamos en un momento de crisis de tales dimensiones, como reconocen el mismo papa, el cardenal secretario de estado y cualquier persona con un poco de sentido común, tengamos que estar perdiendo el tiempo con las bobadas de algún cura que ha decidido ser el graciosillo del barrio y el más solidario de las causas nacionalistas, y que no contento con colocar una estelada en el campanario y unos lacitos amarillos adornando la fachada de la parroquia -que no de SU parroquia-, ha dado un paso más en imaginación y ha tenido la paciencia, el trabajo, el esfuerzo y la desfachatez de colgar un muñeco se su majestad el rey Felipe VI boca abajo en la torre de la parroquia -que no de SU parroquia-. Lo menos que puede esperar el pueblo fiel es que el obispo diga algo.
Nuestra labor como sacerdotes es otra. Para empezar, cuidarnos como tales y cuida nuestra vida sacerdotal. Un sacerdote necesita su tiempo de oración, formación permanente, dirección espiritual. Un sacerdote tiene una inmensa tarea por delante: celebrar los sacramentos, instruir al pueblo de Dios, crear comunidad, atender a los pobres, visitar a los enfermos… El código de derecho canónico lo describe así:
El párroco está obligado a procurar que la palabra de Dios se anuncie en su integridad a quienes viven en la parroquia; cuide por tanto de que los fieles laicos sean adoctrinados en las verdades de la fe, sobre todo mediante la homilía, que ha de hacerse los domingos y fiestas de precepto, y la formación catequética; ha de fomentar las iniciativas con las que se promueva el espíritu evangélico, también por lo que se refiere a la justicia social; debe procurar de manera particular la formación católica de los niños y de los jóvenes y esforzarse con todos los medios posibles, también con la colaboración de los fieles, para que el mensaje evangélico llegue igualmente a quienes hayan dejado de practicar o no profesen la verdadera fe.
Esfuércese el párroco para que la santísima Eucaristía sea el centro de la comunidad parroquial de fieles; trabaje para que los fieles se alimenten con la celebración piadosa de los sacramentos, de modo peculiar con la recepción frecuente de la santísima Eucaristía y de la penitencia; procure moverles a la oración, también en el seno de las familias, y a la participación consciente y activa en la sagrada liturgia, que, bajo la autoridad del Obispo diocesano, debe moderar el párroco en su parroquia, con la obligación de vigilar para que no se introduzcan abusos.
Para cumplir diligentemente su función pastoral, procure el párroco conocer a los fieles que se le encomiendan; para ello, visitará las familias, participando de modo particular en las preocupaciones, angustias y dolor de los fieles por el fallecimiento de seres queridos, consolándoles en el Señor y corrigiéndoles prudentemente si se apartan de la buena conducta; ha de ayudar con pródiga caridad a los enfermos, especialmente a los moribundos, fortaleciéndoles solícitamente con la administración de los sacramentos y encomendando su alma a Dios; debe dedicarse con particular diligencia a los pobres, a los afligidos, a quienes se encuentran solos, a los emigrantes o que sufren especiales dificultades; y ha de poner también los medios para que los cónyuges y padres sean ayudados en el cumplimiento de sus propios deberes y se fomente la vida cristiana en el seno de las familias.
Reconozca y promueva el párroco la función propia que compete a los fieles laicos en la misión de la Iglesia, fomentando sus asociaciones para fines religiosos. Coopere con el Obispo propio y con el presbiterio diocesano, esforzándose también para que los fieles vivan la comunión parroquial y se sientan a la vez miembros de la diócesis y de la Iglesia universal, y tomen parte en las iniciativas que miren a fomentar esa comunión y la consoliden.
Con todo esto que tenemos por delante, yo no sé simplemente de dónde saca tiempo el mosén para dedicarse a colgar retratos boca abajo del rey, ni si eso es su principal contribución a la evangelización de su parroquia y la comunión parroquial.
Sinceramente creo que estas situaciones no pueden admitirse. Empezando porque hacen un mal al propio cura, y siguiendo porque en lugar de hacer Iglesia, la deshacen. Sé que esto es un “marrón” para el obispo, pero la caridad cristiana le obliga a decir un par de cosas al mosén y hacer que las aguas retornen a su cauce.
Esto nos tiene que ayudar a los sacerdotes a entender nuestro ministerio: enseñar y animar a nuestros fieles a vivir con dignidad material y moral en esta vida y llegar un día a la vida eterna. Que ningún demonio nos saque de aquí.
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