“Socio” y un servidor damos paseos y hacemos excursiones. Le encanta el coche y basta abrir la puerta para que, de un salto, se introduzca en su bolso de viaje dispuesto a hacer kilómetros.
Ayer terminamos en Sotillos de Caracena, un pueblín de Soria deshabitado desde los años sesenta. Cuentan las crónicas que llegó a tener ocho casas y treinta y dos vecinos. Hoy, pasear por sus calles es regresar en el tiempo y pensar en una vida que fue y en una nada que es.
Sotillos mantiene aún, milagrosamente en pie, su iglesia parroquial. Me encanta, cuando el azar nos lleva a uno de estos pueblos, entrar en su templo y contemplar la ruina actual. No queda nada del altar. Restos del coro y un púlpito a medio caer. No tenían sacerdote, normal. Cuentan que don Jesús, el cura, acudía a caballo desde Pedro, para celebrar misa cada tres domingos.
En una piedra pude tomar asiento para rezar en esa iglesia casi derruida el oficio de vísperas. Pensaba en las veces en que don Jesús, después de ese trayecto a caballo, don Jesús o quien fuera, en ese pueblo perdido de Soria, preparaba todo lo mejor que podía y allí celebraba la eucaristía, sabiendo que el mismo milagro se producía allí como en el Vaticano, o quizá mejor ahí que se parecía más a aquel pesebre del principio. Pascua del Señor. Desde ese púlpito, en mejor estado, predicaba la palabra de Dios a aquellos pocos vecinos, pero que se sabían queridos y atendidos por la Iglesia.
Tras unas jornadas de dolor en la Iglesia, por tantos casos de abusos que están apareciendo, aún en esta mañana de domingo otras informaciones siguen poniéndome un nudo en las entrañas, nudo de dolor e impotencia. Cuando esta mañana leía las, llamemos, últimas novedades, mi corazón ha regresado a la semi hundida iglesia de Sotillos. Y he pensado en don Jesús y en esos sacerdotes que, en medio del agreste clima soriano, ignorantes, afortunadamente para ellos, de diplomacias vaticanas, lobbys del tipo que sean, intrigas en la superioridad o favores que van y vienen, han celebrado misas, bautizado y enterrado, y recorrido a caballo las últimas periferias, sin importar frío o calor, para llevar a unos pobres aldeanos el consuelo de la fe.
Mucho me barrunto que don Jesús no fuera, a los ojos de los hombres, ni el mejor, ni el más listo de los curas de la diócesis. Si hubiera tenido otras luces y, sobre todo, buenos padrinos, otra parroquia fuera la suya. Pero era cura de Pedro y encargado de Sotillos de Caracena. Un nadie. Los listos, los preparados, los más leídos y escribidos, los que supieron granjearse las amistades convenientes, estarían en otros menesteres, en parroquias de más lustre o en el viejo oficio de las intrigas, digo responsabilidades, curiales. Quizá hasta don Jesús estaba ahí por pecador, que de todo podría hablarse. Si así fuera, penitencia llevaba atendiendo su aparentemente nada.
Sin embargo, hoy, cuando tantas noticias nos encogen el alma, he querido recordar a don Jesús, el antiguo cura de Sotillos y encomendarle en la misa parroquial. Sí. Posiblemente un cura limitado, pecador, de pocas luces y un tanto desastroso en tantas cosas. Me da igual. Me quedo con él. Imaginarlo en su caballo, envuelto en una pobre manta, desafiando lluvia, nieve y el viento terrible de Sotillos, para celebrar la misa con más que escasa asistencia, me emociona y me reconcilia con la Iglesia.
Ya saben. Dios escoge lo débil. Mientras, en altas instancias, van y vienen escritos contando no sé qué… Me da igual. Creo en la Iglesia porque en ella sigue habiendo un don Jesús. O muchos.
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