Se oyen voces, más bien gritos destemplados, que propugnan “resucitar” el Concilio Vaticano II; como si se le hubiese “matado” al traicionar tanto su letra como su espíritu, según estos lamentos fuera de lugar: auténticas “lágrimas de cocodrilo". Nada más lejos de la realidad de lo que fue el CV II, y de lo que supuso el postconcilio: esto último sí está rebrotando, impulsado -como el mismo Concilio-. Y ahí están los resultados: netos, rotundos.
En la gestión del Concilio, y especialmente del postconcilio, se pone de manifiesto la historia -real- de una continua y continuada traición de una minoría. De una traición a la Iglesia Católica, a la única Iglesia de Cristo.
Fue traicionado desde dentro y ya en sus mismos inicios: de hecho, todo el trabajo preparatorio de la Comisión correspondiente -como sucede con todo concilio y con todo sínodo que se precie, hay una Comisión Preparatoria-, fue abandonado en su mismo comienzo por un acto de autoridad del Papa: las votaciones, que se hicieron, no daban para echar abajo ese trabajo; pues se echó, por decreto y mando. Y se comenzó, no de cero, sino desde lo que se traía preparado por parte de un buen número de padres y sobre todo de los peritos, ya dentro del Concilio. Todo como correspondía a la “nueva hermenéutica", al “nuevo espíritu", a la “nueva finalidad", y hasta con el “nuevo lenguaje” como expresión del “nuevo lugar” de la Iglesia en relación al mundo: que era lo que se quiso ventilar y resolver. Borrón y cuenta nueva. Esta fue la “primera gran traición”.
La “segunda” gran traición -me salto, de intento, el desarrollo del propio Concilio, aunque también habría mucho que decir al respecto- tuvo lugar al término del mismo. Al finalizar, se creó, como era natural y preceptivo, otra “Comisión” para vigilar y acompañar el desarrollo y la interpretación de los Documentos y Decretos conciliares: pues no tuvo ni una sola intervención: ni buena ni mala. Nada. Desapareció. Enmudeció. Debió nacer muerta también.
Trabajo no le hubiese faltado, pues desde el primer momento, y en aras del “espíritu del Concilio" -no de lo que había animado su convocatoria y desarrollo, que en parte también, sino de lo que, según algunos y con razón, puso en marcha-, se empezó a desbarrar, arrinconando esos mismos documentos o llevándolos hasta donde no habían querido o podido llegar. Y se propagó por toda una significativa parte de la Iglesia Católica, una loca carrera al grito de “tonto el último” [perdón por la broma: el tema es muy serio], para ver quién la decía y quién la hacía más gorda. Y la Comisión calladita: no había ninguna intención de entrar a ningún trapo. Y trabajo no fue precisamente lo que le hubiese faltado: iban a haber estado a tope, incluso hubiesen debido ampliar la plantilla.
Pablo VI pudo comprobarlo en su pontificado. Él, que había participado en todo el Concilio, primero desde dentro y luego ya como Papa, y que en el discurso final, en su clausura, echó las campanas al vuelo anunciando el “nuevo amanecer de la Iglesia", al cabo de unos poquitos años tuvo que reconocer, tristemente y con gran dolor, que todas aquellas bien intencionadas “esperanzas” que bien podemos catalogar ahora de ‘insensatas y desnortadas esperanzas’, habían sido un auténtico fracaso: el humo de Satanás, declaró, ha penetrado en la misma Iglesia.
La “tercera” gran traición se coció en muchas Diócesis, en los responsables que estaban al frente de las mismas, y que no supieron -o no quisieron, o las dos cosas- hacer frente a lo que se les vino encima; bien por falta de visión sobrenatural, bien por falta de preparación, bien por falta de vida interior, bien por cobardía, bien por complicidad, bien por dejadez…, por lo que fuese: que cada caso tendrá su historia propia. Pero dejaron hacer. Callaron. Concedieron. Abandonaron a sus sacerdotes, a sus religiosos y religiosas, y a sus ovejas. Y eso que contaron con dos pontífices, san Pablo II y Benedicto XVI, que hicieron todo lo humana y sobrenaturalmente posible -y más- por detener lo que ya resultó, como se ha visto y sufrido, imparable. Los aludes tienen que morir por sí mismos, lo mismo que los tsunamis.
A todo esto y a la vez, en diversas familias religiosas, la traición a sus carismas y la traición a la Iglesia se convirtió prácticamente en el “motivo” de su ser y de su vida: exajero un poco a propósito.
Los resultados están a la vista. Cierres de seminarios. Cierres de conventos y casas religiosas. Desertización de las parroquias y de naciones enteras de antiquísima tradición católica. Además, mundanización de la Iglesia y de sus miembros; mimetización con el mundo, con la consiguiente asimilación de sus máximas; traición a la Doctrina; ruptura con la Tradición y con el Magisterio; pérdida de la identidad católica por la ignorancia y el consiguiente rechazo de “lo católico". Pérdida del sentido y de la obediencia de la Fe. Corrupción de las conciencias. Vulgarización y populismo en la Liturgia. Pérdida del sentido de lo sagrado, del pecado, de la gracia, de Dios y del hombre. Y así más y más.
Ese “espíritu” es exactamente lo que está “reverdeciendo” hoy. Un cardenal dice que a comulgar todo el mundo; otro que hay que bendecir a las parejitas homosexs, un obispo que dice que el régimen comunista chino es el que mejor interpreta y vive la Doctrina Social de la Iglesia, un cura -con cargo y carga- que las palabras de la Biblia sobre la homosex y sobre los mismos homosexs están sacadas de contexto, años y años de dar como doctrina católica lo que no lo es, un superior de una organización religiosa que se descuelga con que en tiempos de Jesucristo no había magnetófonos… Y todo así. O casi.
¿Esto es lo que hay que “resucitar"? Porque, desgraciadmaente, ya ha “resucitando".
La gestión del posconcilio fue un auténtico “caballo de Troya” en la Iglesia Católica. Y conviene denunciarlo con la fuerza con la que alertó Benedicto XVI sobre la “hermenéutica de la discontinuidad o de la ruptura“:
Por una parte existe una interpretación que podría llamar “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura“; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por otra parte, está la “hermenéutica de la reforma", de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino.
La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del espíritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales, para lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando muchas cosas antiguas ya inútiles. Pero en estas componendas no se reflejaría el verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que subyacen en los textos: sólo esos impulsos representarían el verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de ellos y de acuerdo con ellos sería necesario seguir adelante. Precisamente porque los textos sólo reflejarían de modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería necesario tener la valentía de ir más allá de los textos, dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la intención más profunda, aunque aún indeterminada, del Concilio. En una palabra: sería preciso seguir no los textos del Concilio, sino su espíritu.
Hasta entonces, el camino de la Iglesia había sido rectilíneo en su esencialidad, y movidito en su historicidad como toda realidad humana que cambia históricamente: era lo lógico, tanto en el plano humano como en el sobrenatural. Pero, tras el Concilio, se rompe ese itinerario: y esto ha sido, desde entonces, el camino de la desgracia. Y está a la vista. ¿O hay que esperar aún más para ver qué más se atropella? ¿Aún hay gente que no tiene bastante con aquello a lo que ya se ha llegado?
Claro que el Concilio trajo muchas cosas buenas. Por ejemplo, y sin ir más lejos, puso en un primer lugar dentro de la Iglesia, “la vocación y la misión de los laicos", que son la inmensa mayoría de sus miembros, de los hijos fieles de Dios en su Iglesia: “su llamada a la santidad personal y al apostolado", en su ámbito propio: “la santificación de las realidades temporales".
Y respecto a los sacerdotes, les recordó que su ordenación les pedía un plus de santidad, porque tenían que ser ‘padres y maestros de santos’, como recordó en su catequesis por medio mundo san Josemaría Escrivá de Balaguer, encontrándose con muchos sacedotes en tertulias exclusivas para ellos; “un adelantado del Concilio", como dijo Pablo VI. Y a los religiosos el Concilio les encomendó “ponerse al día sin perder de vista su carisma fundacional".
Intentó también poner de relieve la primacía de la Escritura Santa en la liturgia y en las catequesis. Y así, en un montón de temas.
Pero se impuso la realidad y la fuerza del alud, como denunció una vez y otra -y con dolor, con profundo dolor-, Pablo VI. Como botón de muestra, cito:
“Es para todos motivo de estupor, de dolor y de escándalo ver que precisamente desde dentro de la Iglesia nacen inquietudes e infidelidades, y a menudo por parte de quienes deberían, por el compromiso adquirido y por el carisma recibido, ser más leales y más modélicos” (Discurso, 16-XI-1970).
Y en L’Osservatore Romano, escribía con gran fuerza esta vibrante denuncia:
“¡Basta con la disensión dentro de la Iglesia! ¡Basta con una disgregadora interpretación del pluralismo! ¡Basta con la lesión que los mismos católicos infligen a su indispensable cohesión!” (18-VII-1975).
-Amén.
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