Las dos fotos de los jefes de las corporaciones son el perfecto ejemplo de Blade Runner I y Blade Runner II. El segundo malo, Wallace, podéis ver en la foto de abajo cómo es teatral, exagerado, histriónico. Dice cosas que intentan, en vano, ser muy profundas. El primer malo, Tirrell, habla normal, actúa de un modo normal y nunca dice nada especial, se conforma con ser él mismo.
La gran literatura, un gran guion, huye de buscar los grandes momentos a posta, las grandes frases. Estas cosas llegan por sí mismas. Cuando hay una gran historia, los grandes momentos aparecen sin pretenderlos, casi diría que sin poder evitarlos. Porque el autor intenta contenerse, el guionista busca evitar el efectismo. Pero las historias magistrales desembocan en esos momentos supremos de forma irremediable.
Toda la trama de El Padrino I acaba simplemente en que la cámara, desde fuera del despacho, observa (hasta que se cierra la puerta) cómo “la familia” le besa la mano al hijo de Vito Corleone. Eso es todo. No hay necesidad de más.
Toda la trama de El Padrino III acaba en el mafioso muriendo en el jardín. Un final de una elegancia muy difícil de superar.
No puedo dejar de constatar que los que veneramos la memoria de Blade Runner I, en realidad, admiramos la impresión que nos produjo hace treinta años ese prodigio. Todo envejece.
Por la mañana, vi la mitad de Blade Runner I (durante el desayuno y el almuerzo) y por la tarde vi la segunda parte. Y no podía dejar de pensar en lo mucho que ha envejecido Harrison Ford. La mala segunda parte, para mí, se transformó de esa manera en una historia (real) acerca del paso del tiempo. ¿Tanta agua ha pasado ya debajo del puente?, me decía a mí mismo cada vez que aparecía Harrison. Y yo mismo me sentía un poco Nexus 6.
Tras ver Blade Runner II, compruebo que pocas películas son La Misión.
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