(452) Fátima –11. (13-IX-1917): vivimos de limosna, pidiendo al Señor

Fátima 2017

–Poca cosa es el cristianismo si es pedir, pedir y pedir… ¡Hágalo usted mismo! Menos pedir, y más obrar.

–Ándese con cuidado, que «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes».

El trece de septiembre de 1917 la Virgen María se apareció en Fátima por quinta vez

Hace justamente cien años. Fue la penúltima de sus apariciones. Y Sor Lucía la describe así en su cuarta Memoria, la de 1941:

* * *

Día 13 de septiembre de 1917. –Al aproximarse la hora, fui allí con Jacinta y Francisco, entre numerosas personas que apenas nos dejaban andar. Los caminos estaban apiñados de gente. Todos nos querían ver y hablar. Allí no había respetos humanos. Numerosas personas, y hasta señoras y caballeros, consiguiendo romper por entre la multitud que alrededor nuestro se apiñaba, venían a postrarse de rodillas delante de nosotros, pidiéndonos que presentásemos a Nuestra Señora sus necesidades. Otros, no consiguiendo llegar hasta nosotros, clamaban desde lejos. –Por el amor de Dios! ¡Pidan a Nuestra Señora que me cure a mi hijo inválido! Otro: –¡Que me cure el mío, que es ciego! Otro: –¡El mío, que está sordo! –¡Que me devuelva a mi marido…! –¡…a mi hijo, que está en la guerra! –Que convierta a un pecador! –¡Que me dé la salud, que estoy tuberculoso! Etc., etc…

Allí aparecían todas las miserias de la pobre humanidad. Y algunos gritaban desde lo alto de los árboles y paredes, donde se subían con el fin de vernos pasar. Diciendo a unos que sí, y dando la mano a otros para ayudarles a levantarse del polvo de la tierra, ahí íbamos andando gracias a algunos caballeros que nos iban abriendo el paso por entre la multitud.

Cuando ahora leo en el Nuevo Testamento esas escenas tan encantadoras del paso del Señor por Palestina, recuerdo éstas que, tan niña todavía el Señor me hizo presenciar en esos pobres caminos y carreteras de Aljustrel a Fátima y a Cova de Iría. Y doy gracias a Dios, ofreciéndole la fe de nuestro buen pueblo portugués. Y pienso: si esta gente se humilla así delante de tres pobres niños, sólo porque a ellos les es concedida misericordiosamente la gracia de hablar con la Madre de Dios, ¿qué no harían si viesen delante de si al propio Jesucristo?

(Bien, pero esto no pertenece aquí. Fue más bien una distracción de la pluma que se me escapó por donde yo no quería. ¡Paciencia! Una cosa más de sobra; pero no la quito, por no inutilizar el cuaderno.)

Llegamos, por fin, a Cova de Iría, junto a la carrasca, y comenzamos a rezar el Rosario, con el pueblo. Poco después, vimos el reflejo de la luz y, seguidamente, a Nuestra Señora sobre la encina. –Continuad rezando el Rosario, para alcanzar el fin de la guerra. En octubre vendrá también Nuestro Señor, Nuestra Señora de los Dolores y del Carmen y San José con el Niño Jesús para bendecir al mundo. Dios está contento con vuestros sacrificios, pero no quiere que durmáis con la cuerda; llevadla sólo durante el día.

–Me han solicitado para pedirle muchas cosas, la curación de algunos enfermos, de un sordomudo. –Sí, a algunos los curaré; a otros no. En octubre haré el milagro para que todos crean.

Y comenzando a elevarse, desapareció como de costumbre.

* * *

–La oración de petición

Una de las mayores lecciones de la Virgen en Fátima es la del valor de la oración de petición, querida  y mandada por Dios, absolutamente necesaria para el hombre. Obedientes a la Virgen, los tres pastorcitos piden, piden al Señor, por la conversión de los pecadores. El pueblo sencillo que los rodea también pide a Dios y a la Virgen por sus necesidades espirituales y materiales, y piden la intercesión de los niños videntes.

En algunos grupos y ambientes de la Iglesia se capta hoy el menosprecio de la oración de petición: –como si fuera una oración egoísta, a diferencia de la alabanza y la acción de gracias; –niegan por otro lado a un Dios «tapaagujeros», que interviene en el curso de las cosas contingentes de este mundo; con lo que vienen a decir que la oración de petición no puede «cambiar» los planes de la Providencia divina, etc. Todas estas falsas ideas son rechazadas simplemente por la enseñanza y el ejemplo de Jesús y de sus santos. Y la Virgen de Fátima exhorta a la oración de petición, confortando nuestra fe en ella.

Los que alegan que la oración de petición es vana, pues nada influye en la Providencia divina, que es infalible e inmutable, deberían reflexionar un poco más para no caer en contradicciones lamentables. Si consideran superflua la petición, puesto que la Providencia es inmutable, ¿para qué trabajan, si lo que ha de suceder vendrá infaliblemente, como ya determinado por la Providencia? Déjenlo todo en manos de Dios, no oren, y no lab-oren. Por el contrario, a los cristianos nos ha sido dada la doble norma del trabajo y de la petición, ora et labora, y sabemos que con uno y con otra estamos co-laborando con la Providencia divina, sin que por eso pretendamos cambiarla o sustituirla, sino cumplirla fielmente.

* * *

Petición, alabanza y acción de gracias son las formas fundamentales de la oración bíblica, que no se contraponen, sino que se complementan. La petición prepara y anticipa la acción de gracias, y en sí misma es ya una alabanza, pues confiesa que Dios es bueno, omnipotente y fuente de todo bien. Y la acción de gracias, que sigue a la petición, es también una alabanza, que ayuda a recibirlo todo como don de Dios. Por eso los tres géneros de oración se exigen mutuamente, y se entrecruzan (por ejemplo, Sal 21,23-32; 32,22; 128,5-8). No menospreciemos, pues, la oración de súplica, como si fuera un género inferior de oración. No olvidemos que la oración más alta, más grata a Dios, la que nos enseñó Jesús, es el Padrenuestro, que se compone de siete peticiones.

Pero eso sí, a veces se hace mal la oración de petición. Dice el apóstol Santiago: «no tenéis porque no pedís; pedís y no recibís, porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones» (4,2-3).

Se pide mal al Señor cuando se hace con exigencias, como queriendo doblegar la voluntad de Dios a la nuestra, con amenazas incluso: «si no me lo concedes, no creeré ya en tu bondad y me alejaré de ti»… Así, pervertida, la oración de petición puede hacer mucho daño: apega más a las criaturas, obstina en la propia voluntad, no consigue nada, genera dudas de fe, produce hastío y frustración, y conduce fácilmente al abandono de la misma oración.

Pidamos bien, en el nombre de Jesús (Jn 14,13; 15,16; 16,23-26; Ef 5,20; Col 3,17). Esto significa dos cosas: 1ª), orar al Padre en la misma actitud filial de Jesús, participando de su Espíritu (Gál 4,6; Rm 8,15; Ef 5,18-19), y 2ª) pedir poniendo como intercesor a Jesús (Rm 1,8;1,25; 2 Cor 1,20; Heb 13,15; Hch 4,30), esto es, tomándole como mediador y abogado (1Tim 2,5; Heb 8,6; 9,15; 12,24). «Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene» (Rm 8,26), y pedimos mal (Sant 4,3); pero Jesús nos comunica su Espíritu para que pidamos así en su nombre: «Cuanto pidiereis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo» (Jn 16,23-24).

Pedimos en el nombre de Jesús cuando queremos que se haga en nosotros la voluntad del Padre, no la nuestra (Lc 22,42); cuando pedimos con sencillez, como él nos enseñó a hacerlo: «Orando, no seáis habladores como los gentiles, que piensan que serán escuchados por su mucho hablar; no os asemejéis, pues, a ellos, porque vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes de que se las pidáis» (Mt 6,7-8; +32).

* * *

Pidiendo a Dios, abrimos en la humildad nuestro corazón a los dones que Él quiera darnos. Oigamos a Juan Bautista: «No debe el hombre tomarse nada, si no le fuera dado del cielo» (Jn 3,27). –El soberbio se autolimita en su miserable autosuficiencia, y no pide, a no ser como último recurso, cuando todo intento ha fracasado y la necesidad apremia. Y entonces pide mal, con exigencia, marcando plazos y modos. –El humilde, en cambio,pide, pide siempre, pide todo, pide incondicionalmente, de manera que todo lo que intenta lleva en vanguardia la oración de súplica. Y es que se hace como niño para entrar en el Reino, y los niños, cuando algo necesitan, lo primero que hacen es pedirlo. San Pablo nos da ejemplo: él pedía «sin cesar», «noche y día» (Col 1,9; 1Tes 3,10).

Por tanto, la oración de petición, en la navegación del cristiano católico, es siempre la proa del barco. Los pelagianos, en cambio, niegan la oración de petición, y los semipelagianos –querer es poder– aunque creen en ella, no la ven como el medio más eficaz de unirse cada vez más a Dios. Y llegan a la petición cuando la realidad les ha demostrado ampliamente su impotencia: es decir, cuando no hay otro remedio.

San Agustín, frente a los autosuficientes pelagianos, clarificó bien esta cuestión: «El hecho de que [el Señor] nos haya enseñado a orar, si pensamos que lo que Dios pretende con ello es llegar a conocer nuestra voluntad, puede sorprendernos. Pero no es eso lo que pretende, ya que él la conoce muy bien. Lo que quiere es que, mediante la oración [de petición], avivemos nuestro deseo, a fin de que estemos lo suficientemente abiertos para poder recibir lo que ha de darnos» (ML 33,499-500). «En la oración, pues, se realiza la conversión del corazón del hombre hacia Aquél que siempre está preparado para dar, si estuviéramos nosotros preparados a recibir lo que El nos daría» (34,1275). «Dios quiere dar, pero no da sino al que le pide, no sea que dé al que no recibe» (37,1324).

Dios da sus dones cuando ve que los recibiremos con humildad, como dones suyos, y que no nos enorgulleceremos con ellos, alejándonos así de él. Es la humildad, expresada y actualizada en la petición, la que nos dispone a recibir los dones que Dios quiera darnos. Por eso los humildes piden, y crecen rápidamente en la gracia con gran sencillez y seguridad. Y es que «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que a su tiempo os ensalce. Echad sobre El todos vuestros cuidados, puesto que tiene providencia de vosotros» (1Pe 5,5-7). Pero tengamos claro que ha de ser Dios quien nos dé la humildad, que en cierto modo es «el primero de los dones». Sin la humildad, ni siquiera podemos llegar a la fe.

* * *

La oración de petición tiene una infalible eficacia. Es, sin duda, el medio principal para crecer en Cristo, pues la petición orante va mucho más allá de nuestros propios méritos: se apoya inmediatamente en la gratuita bondad de Dios misericordioso. De ahí viene nuestra segura esperanza: «Pedid y recibiréis» (Jn 16,24; +Mt 21,22; Is 65,24; Sal 144,19; Lc 11,9-13; 1Jn 5,14).

Dios responde siemprea nuestras peticiones, aunque no siempre según el tiempo y manera que deseábamos. Cristo oró «con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, y fue escuchado» (Heb 5,7). No fue escuchado por la supresión de la cruz redentora –«aleja de mí este cáliz» (Mc 14,36)–; fue escuchado de un modo mucho más sublime: «pero Dios, rotas las ataduras de la muerte, lo resucitó» (Hch 2,24).

* * *

Pidamos a Dios todo género de bienes, materiales o espirituales: el pan de cada día, el perdón de los pecados, el alivio en la enfermedad (Sant 5,13-16), el acrecentamiento de nuestra fe (Mc 9,24). Pidamos por los amigos, por las autoridades civiles y religiosas (1Tim 2,2; Heb 13,17-18), por los pecadores (1Jn 5,16), por los enemigos y los que nos persiguen (Mt 5,44), en fin, «por todos los hombres» (1Tim 2,1). Pidamos al Señor que envíe obreros a su mies (Mt 9,38), y que las peticiones que elevamos a Dios ayuden siempre el trabajo misionero de los apóstoles (Rm 15,30s; 2Cor 1,11; Ef 6,19; Col 4,3; 1Tes 5,25; 2Tes 3,1-2).

Nuestras peticiones, con el crecimiento espiritual, se irán simplificando y universalizando. Y acabaremos pidiendo sólo lo que Dios quiere que le pidamos, en perfecta docilidad al Espíritu –«y así, las obras y ruegos de estas almas siempre tienen efecto» (San Juan de la Cruz, 3Subida 2,9-10)–. En fin, pidamos el Don primero, del cual derivan todos los dones: pidamos el Espíritu Santo (Lc 11,13).

Pidamos unos por otros, haciendo oficio de intercesores, pues eso es propio de la condición sacerdotal cristiana (1Tim 2,1-2). Así oró Cristo tantas veces por nosotros (Jn 17,6-26), también en la cruz (Lc 23,34; +Hch 7,60); y ahora, ascendido al cielo, «vive siempre para interceder por nosotros» (Heb 7,25). Así oraban los primeros cristianos en favor de Pedro encarcelado (Hch 12,5), o por Pablo y Bernabé, enviados a predicar (13,3; +14,23).

Pidamos a otros que rueguen por nosotros, que nos encomienden ante el Señor. Así estimulamos en nuestros hermanos la oración de intercesión, que es una forma de oración frecuentemente atestiguada en el Nuevo Testamento, particularmente en las cartas de San Pablo. De este modo, no sólo recibimos la ayuda espiritual de nuestros hermanos, sino que los asociamos también a nuestra vida y a nuestras obras.

Todas las Plegarias eucarísticas nos enseñan cada día a pedir al Señor por los vivos, por los difuntos, por la Iglesia, por la paz y la unidad. Pidamos siempre también por «la conversión de los pecadores», una de las intenciones más propias de la oración de Fátima.

A comienzos del siglo XX, el espíritu laicista anticristiano va creciendo más y más en el Occidente antes cristiano. Y Dios envía la Virgen a Fátima para que llame a los hombres a Cristo, único Salvador del mundo y de la Iglesia. El mundo se suicida y la Iglesia se viene abajo en la medida en que se alejan de Cristo, de Cristo crucificado, resucitado y ascendido al cielo.

Es preciso, pues, que la humanidad, con el auxilio de la gracia divina, vuelva a Dios por la oración y la conversión, por los sacramentos y por la fidelidad a los mandamientos divinos. Es necesario y urgente que en Cristo encuentre la verdad, el camino y la vida… Grandes calamidades sufrirá la humanidad si prefiere dejarse llevar por sus “pensamientos y caminos". Todos los bienes vendrán, en cambio, sobre ella si vuelve a tomar como Señor a Jesucristo.

El comienzo de la salvación es la humildad, que abre nuestros corazones al Salvador por la oración de petición: “¡Ven, Señor Jesús. Sálvanos, que perecemos. Venga a nosotros tu Reino".

Amén. 

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

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