6 de agosto.

Homilía para la Transfiguración del Señor

Cada vez que Jesús, en los momentos importantes de su vida, desea encontrarse con su Padre recogiéndose intensamente en la oración, se retira en soledad, y frecuentemente se va a la montaña. La celebración de hoy evoca la narración de un momento especial del Evangelio, el cuarto misterio de la luz. Jesús ha llegado más o menos a la mitad de su vida pública. Los inicios de su ministerio habían estado signados por grandes sucesos: las muchedumbres lo seguían con entusiasmo y esperanza. Gradualmente estas mismas muchedumbres lo irán abandonando y los jefes del pueblo querrán deshacerse de Él. Jesús lúcidamente debe elegir no responder a las expectativas de la muchedumbre – querían hacerlo un mesías político-, Él debe aceptar la muerte. Es esta situación que lo conduce a la montaña a rezar, a encontrarse, en cuanto hombre, con su Padre.

 Esta vez, sin embargo, y esto es importante, no va solo. Toma consigo a tres de sus discípulos, aquellos con los cuales sabe que puede compartir aquello que vive más íntimamente. Serán los mismos que Él conducirá al Huerto de Getsemaní, en el momento de su Pasión.

Mientras rezaba, dice su “” a la voluntad del Padre. Debe aceptar plenamente su misión, aceptar la muerte. Es entonces que, cuando todas las puertas parecen cerrarse, cuando el porvenir se cierra delante de Él, cuando las esperanzas humanas desaparecen, no le queda más que una esperanza reducida a los mínimos términos, la esperanza en su Padre. Y entonces se revela su verdadera identidad: “Este es mi Hijo predilecto”. Jesús aparece transfigurado. Toda su humanidad es reducida al hecho que Su Padre lo ha deseado. Y desde el momento que los tres discípulos han tenido el privilegio de participar en su oración, son también ellos admitidos a la revelación de su identidad de Hijo de Dios.

Aquí tenemos ya algunos elementos fundamentales de la vida cristiana. Es una vida de oración y soledad, sobre la montaña, a ejemplo de Cristo, junto con Él, que todos necesitamos. Serán diversos los tiempos. Los momentos de montaña para los laicos, no serán lo mismo que para los sacerdotes, o para los religiosos y religiosas, que para los monjes o monjas, etc. No serán iguales pero, ciertamente, no podrán faltar. Pero en esos momentos no estaremos solos, llevamos, cuando esos momentos son auténticos, a todos los que están ligados a nosotros, los llevamos en el corazón.

«Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante». Y dos huéspedes misteriosos se encontraron con Él. Jesús no se vuelve más divino de lo que siempre fue, sino que se transfigura delante de ellos, es decir, algo que no veían se revela a sus ojos, su aspecto se transforma. En la medida en la que nosotros nos acercamos a Dios con la oración también somos transformados, nosotros somos transformados a imagen de Cristo y recibimos la visita de Dios y de sus santos. Esto cuando la oración es efectiva y nos hace abrazar la voluntad de Dios y tratar de realizarla.

¿De qué hablaban Jesús, Moisés y Elías? Hablaban de su próxima partida, de su muerte, que tendría lugar en Jerusalén. También a nosotros Dios, cuando viene a visitarnos, nos habla de la muerte – de la muerte a nosotros mismos, que es necesaria, para que podamos dejarnos transformar.

Pedro no entiende bien qué sucede y dice: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». ¿Qué quieren decir todos los evangelistas, cuando dicen, un poco sumariamente, que «Pedro nos sabía lo que decía»? Creo que un sentido puede ser este: Pedro no sabía que no nos corresponde a nosotros construirle una morada al Señor. Es Él que quiere construirse una morada en nosotros.

En la Transfiguración, hay una revelación no solamente sobre la persona de Jesús, sino también sobre la naturaleza de la vida cristiana. Muy frecuentemente queremos reducir la fe a un simple ideal moral, queremos reducir el Evangelio a una simple regla de vida. En realidad, lo que importa es que nosotros nos dejemos transfigurar, que nos dejemos transformar a imagen de Cristo, y en todos los elementos y circunstancias de nuestra vida.

Para nosotros, como para Jesús, esto sucederá de una manera más radical y más significativa cuando nos encontremos en presencia de momentos de crisis en nuestra vida: por ejemplo, cuando debamos aceptar errores, las cruces o sufrimientos, o también la humillación, puede ser también esta circunstancia difícil un momento de transformación. Entonces quizá tendremos ojos nuevos, ojos puros, que nos permitan ver –ver a Dios- y de verlo en cada uno de nosotros y sobre todo y principalmente en la Eucaristía.

Pidamos, con María Virgen, la luz de la transfiguración, la luz de Dios, la luz de la oración, para nosotros y para toda la humanidad para que transforme todo a nuestro alrededor y nos vuelva capaces de ver el rostro de Cristo.

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