El Espíritu Santo, ha señalado el Papa Francisco, es espíritu de unidad y diversidad, de fraternidad y de libertad, de perdón, misericordia y renovación (cf. Homilía en Pentecostés, 4-VI-2017). Con la celebración de su venida se consuma el tiempo de la Pascua cristiana. Es esta una buena ocasión para poner de relieve un aspecto fundamental en la preparación del sínodo sobre los jóvenes (octubre de 2018). Se trata de las bienaventuranzas, camino que Francisco ha querido subrayar en las Jornadas mundiales de la juventud de 2014 al 2016, y que brilla en los santos, sobre todo en María.
Bienaventuranza quiere decir felicidad. Dios ha puesto en el corazón de todo hombre un deseo natural de una vida feliz[1]. Según la fe cristiana las bienaventuranzas anuncian una felicidad centrada en Dios y, como consecuencia, en las necesidades materiales y espirituales del prójimo. Esa felicidad será definitiva solamente en el cielo, con la contemplación y posesión de Dios. En la tierra podemos ser felices de modo incoado por medio de la gracia, es decir, de la unidad y amistad de Dios, que implica el rechazo del pecado y promueve la verdadera belleza y la paz.
Más que deseos o promesas de felicidad, las bienaventuranzas son una “felicitación” porque a esas personas (los pobres de espíritu, los humildes, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos y limpios de corazón, los que buscan la paz o son perseguidos por causa de la justicia y de Cristo), por su fidelidad a Dios, se les asegura la felicidad definitiva. Por eso las bienaventuranzas son proclamación de una gozosa esperanza.
Para los cristianos las bienaventuranzas son ante todo la “biografía interior” de Jesucristo, un retrato de su figura. En Jesús el rostro del amor divino se nos revela como modelo de santidad y de justicia en la ofrenda de sí mismo. Las bienaventuranzas se sitúan en el centro de la predicación de Jesús (cf. Mt 5, 3-11; Lc 6, 20-23).
En segundo lugar, las bienaventuranzas representan el proyecto del cristiano que Dios tiene para nosotros, aquello para lo que nos ha creado y llamado, la vocación cristiana. No son en primer lugar un programa para la acción: “Jesús concretó luego los deberes de sus discípulos; pero antes de prescribirles lo que deberían hacer, declaró lo que debían ser” (G. Chevrot), en unión con Jesús y en su seguimiento. Esto vale para cada uno y para la Iglesia, familia de Dios, en su conjunto.
En las bienaventuranzas, Cristo nos invita a “mirar con sus ojos” y a participar de sus sentimientos y actitudes. Nos muestra cómo la felicidad pasa por la entrega sincera a los otros, por la ofrenda de sí en servicio a Dios y a los demás. Nos enseña que todo ello procede del amor, única fuerza que mueve y transforma adecuadamente los corazones, las culturas y el mundo creado. Y que esto no es para gente especial, élites intelectualmente cultivadas o minorías con una educación exquisita, sino para todos, también para los sencillos que no han tenido ocasión o medios para una formación mejor.
En ese sentido tan especial, las bienaventuranzas se sitúan en el núcleo de la antropología y la ética cristiana. Son como una pedagogía “viva” de la sabiduría divina, que allana los caminos para encontrar el más verdadero sentido de la vida humana en Cristo, pues Él revela el hombre al propio hombre (cf. Gaudium et spes, n. 22).
Con el complemento de las “invectivas” (los “ayes” o anti-bienaventuranzas) que recoge san Lucas (cf. Lc 6, 24-26), y siguiendo la enseñanza del Antiguo Testamento (cf. Jer 17 y Ps 1), Jesús desenmascara las falsas promesas y ofertas, para evitar que el hombre camine hacia el precipicio verdaderamente mortal.
En efecto, y lo ha observado Joseph Ratzinger, el ahora Papa emérito. Tras la experiencias de los regímenes totalitarios y del abuso del poder económico, no podemos menos que constatar y agradecer esta orientación de las bienaventuranzas, aunque encontremos ciertas resistencias en nosotros mismos, contagiados como estamos de la llamada conciencia moderna, con su modo autosuficiente de ver la vida[2].
Por eso, por nuestras resistencias, todos necesitamos de la conversión. Lo dice el Papa Francisco: “No se es bienaventurado si no se es convertido, capaz de apreciar y vivir los dones de Dios” (Angelus 29-I-2017). Las bienaventuranzas, explica, son “el carné de identidad del cristiano”. Y nos ha invitado a retomar esas páginas del Evangelio y releerlas más veces, para vivir hasta el final ese “programa de santidad” que va “contracorriente” respecto a la mentalidad del mundo. Un programa de vida sencillo y a la vez difícil, que se completa con el que Jesús propone en el capítulo 25 del evangelio de san Mateo, que a su vez se traduce en las obras de misericordia (cf. Homilía en Santa Marta, 9-VI-2014).
Las bienaventuranzas, ha señalado el Papa, son portadoras de una novedad revolucionaria. Proclaman vencedores a los que suelen considerarse “perdedores” (cf. Ibid.). Y por eso, conectando con el vocabulario actual, las bienaventuranzas son como “el navegador para nuestra vida cristiana” (Homilía en Santa Marta, 6-VI-2016).
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[1] Sobre las Bienaventuranzas, ver el Catecismo de la Iglesia Católica, particularmente nn. 1718-1729, 2548; Compendio, 350-362.
[2] Cf. J. Ratzinger, Las Bienaventuranzas, en su libro Jesús de Nazaret, I. Desde el Bautismo a la Transfiguración, ed. La esfera de los libros, Madrid 2007, 97-129, 127. Sobre las Bienaventuranzas, vid. también: R. Cantalamessa, Las Bienaventuranzas evangélicas, Lumen, Barcelona 2011; G. Chevrot, Las Bienaventuranzas, Rialp, Madrid 2006; J. Dupont, El mensaje de las bienaventuranzas, Verbo Divino, Estella (Navarra, 1990); C. Martini, Las Bienaventuranzas, San Pablo, Bogotá 2004.
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