Los temores se han disipado, y las expectativas se han cumplido con creces.
Será preciso construir ahora día a día una paz verdadera, fruto de la justicia, entre los noventa millones de habitantes de Egipto, y seguir avanzando en el camino de la unidad con los coptos. Pero, dentro de su brevedad, el viaje de Francisco a El Cairo reafirma bases firmes para lograr objetivos ambiciosos en el mundo y, de modo particular, en países mayoritariamente musulmanes. Sin duda, Egipto cumple un papel muy importante, especialmente, como anotó el papa ante las autoridades, para Palestina e Israel, para Siria, Libia, Yemen, Irak, Sudán del Sur.
En Egipto, como en otras naciones del Oriente, se produce la paradoja de que gobiernos más bien dictatoriales garantizan la libertad religiosa de las minorías mejor que sus oponentes. El apoyo efectivo de los cristianos al presidente Al Sissi, que derrocó en 2013 al electo Mohamed Morsi, de los Hermanos Musulmanes, es una de las causas que están en el origen de atentados contra los coptos, unidos a violencias casi diarias en zonas rurales. A su vez, suscita cierto desencanto entre la población cristiana, que no se siente suficientemente protegida por las autoridades.
Sin duda, el viaje del papa se proponía llevar un mensaje de paz y de apoyo a las víctimas, como expresó ya en el vídeo-mensaje que envió unos días antes desde Roma: “Deseo que esta visita sea un abrazo de consolación y de aliento a todos los cristianos de Oriente Medio; un mensaje de amistad y de estima a todos los habitantes de Egipto y de la Región; un mensaje de fraternidad y de reconciliación para todos los hijos de Abraham, en especial para el mundo islámico, en el que Egipto ocupa un lugar de primer plano. Anhelo que sea asimismo una válida contribución para el diálogo interreligioso con el mundo islámico y para el diálogo ecuménico con la venerada y amada Iglesia copto-ortodoxa”.
La visita se proponía mejorar las relaciones con las autoridades religiosas del Islam, para intentar segar las raíces de la violencia. El objetivo es implicar a la universidad suní más importante del mundo, Al Azhar (El Cairo), prosiguiendo el camino de la declaración de Marrakech, de enero de 2016. Como recordé en un artículo previo, el llamado Estado Islámico ha difundido diversos vídeos, en los que describe su meta permanente de lucha contra los cristianos de Egipto, como en Irak o Siria (cfr. Francisco en Egipto: entre la persecución violenta y el diálogo interreligioso, en Aceprensa 27-4-17).
La presencia del papa en la conferencia internacional para la paz organizada por la universidad de Al Azhar viene a cerrar definitivamente falsas heridas históricas, de acuerdo con la actitud de su gran imán, Ahmad Al-Tayyib, que visitó al obispo de Roma hace ahora un año. Francisco construyó su discurso en torno a dos ideas centrales tomadas de la historia de Egipto, manifestado al mundo a lo largo de los siglos como “tierra de civilización y tierra de alianzas”. Reiteró la necesidad de tres indicaciones fundamentales para el diálogo interreligioso: “el deber de la identidad, la valentía de la alteridad y la sinceridad de las intenciones”.
En su referencia al Sinaí, el “monte de la alianza”, destacó que “la humanidad no puede pretender encontrar la paz excluyendo a Dios de su horizonte, ni tampoco puede tratar de subir la montaña para apoderarse de Dios”. El mensaje resulta profundamente actual, ante la peligrosa paradoja de que "por un lado se tiende a reducir la religión a la esfera privada, sin reconocerla como una dimensión constitutiva del ser humano y de la sociedad y, por el otro, se confunden la esfera religiosa y la política sin distinguirlas adecuadamente”.
Desde el precepto “no matarás”, se impone considerar la violencia como “negación de toda auténtica religiosidad”. Los líderes religiosos “estamos llamados a desenmascarar la violencia que se disfraza de supuesta sacralidad”. Francisco concluía: “sólo la paz es santa y ninguna violencia puede ser perpetrada en nombre de Dios porque profanaría su nombre”. Más aún: la religión “lleva en sí misma la vocación a promover la paz, probablemente hoy más que nunca”, como había señalado ya Juan Pablo II −ampliamente citado en el discurso de Francisco− en la histórica convocatorio de Asís el 27 de octubre de 1986.
Pero, sobre todo, se ha fortalecido la amistad con el papa copto ortodoxo Tawadros II, quien, recién elegido, visitó el 10 de mayo de 2013 al también nuevo obispo de Roma. Se trata de un deseo de unidad antiguo, fomentado intensamente desde el Concilio Vaticano II, hasta la exhortación de Benedicto XVI, tras el sínodo especial que reunió en Roma a los representantes de la Iglesia en Oriente. Momento crucial fue la firma de la Declaración común firmada en 1973 por Pablo VI y Shenuda III. En esa estela de unidad se inscribe la suscrita ahora por Francisco y Tawadros. Apela a la riquísima experiencia común antes de la separación, para inspirar los esfuerzos actuales encaminados a restaurar la plena comunión.
La Declaración de 2017 añade, a su profunda riqueza teológica, una manifestación práctica esperada desde hace tiempo: “procuraremos sinceramente no repetir el bautismo a ninguna persona que haya sido bautizada en algunas de nuestras Iglesias y quiera unirse a la otra. Esto lo confesamos en obediencia a las Sagradas Escrituras y a la fe de los tres Concilios Ecuménicos reunidos en Nicea, Constantinopla y Éfeso”.
La unidad será signo de autenticidad en la fe. Francisco se atrevió a decir, en la homilía de la misa celebrada el día 29, que “para Dios, es mejor no creer que ser un falso creyente, un hipócrita”. Y, poco antes de concluir, hizo una fuerte afirmación, resumida al día siguiente en tantos titulares de prensa: “A Dios sólo le agrada la fe profesada con la vida, porque el único extremismo que se permite a los creyentes es el de la caridad. Cualquier otro extremismo no viene de Dios y no le agrada”.
Salvador Bernal, en religionconfidencial.com.
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