Comienza este mes de marzo con el Miércoles de Ceniza, iniciándose también de este modo la Cuaresma. La primera lectura de hoy nos presenta unas palabras que Dios dirige a su pueblo por medio del profeta Joel: Convertíos a mí de todo corazón (Jl 2, 12). Esta es la invitación fundamental que nos hace cada año la Cuaresma. Conversión significa dar la vuelta, volverse a Dios.
Y, aunque parece que se trataría más bien de una tarea tuya, que debes llevar a cabo tú mismo, sin embargo la conversión no empieza en otro, sino en Dios. ¿Cómo es posible si soy yo quien ha de volverse a Dios? Ciertamente eres tú quien ha de volver a Dios, pero solo lo harás si primero Él toma la iniciativa y te llama. Toda vuelta a Dios empieza, en realidad, en Dios, porque solo podemos volver a Él verdaderamente si es Él mismo quien nos llama y nos conduce por el camino que lleva hasta Él.
Por eso al comenzar la Cuaresma, que es tiempo de conversión, lo primero es caer en la cuenta de que la conversión es ante todo un don de Dios. Y, en consecuencia, si quieres alcanzarlo, debes, por encima de todo y antes de cualquier otra cosa, pedírselo. Pídele a Dios el don de una auténtica conversión. Ruégale que infunda en tu espíritu el deseo sincero de volver a Él, de unirte con más intimidad y fuerza a su Hijo Jesucristo, que es el único camino que nos conduce hasta el Padre. La primera batalla de esta Cuaresma se libra en este punto: en tener el deseo auténtico de volver a Dios. Libra bien este combate implorando con insistencia a Jesús que encienda en ti por medio de su Espíritu la chispa del deseo de estar más cerca de Él.
Convertirse, volver a Dios, rectificar. Desde el primer momento la Iglesia pone ante nuestros ojos este mensaje, y lo hace con la exhortación fuerte y clara del profeta Joel. Pero «¿por qué debemos volver a Dios? –se preguntaba el Papa Francisco en su homilía del Miércoles de Ceniza de 2014–. Porque algo no está bien en nosotros, no está bien en la sociedad, en la Iglesia, y necesitamos cambiar, dar un viraje»[1].
Parece obvio; la necesidad de cambiar o rectificar implica que algo no marcha bien; si tenemos necesidad de volver a Dios, es porque nos hemos alejado de Él por el pecado. Sin embargo a veces se habla de esto como si no fuera así, como si no hubiera nada malo en nosotros o en el mundo que nos rodea, o más bien como si eso que reconocemos como malo no estuviera de ningún modo vinculado a nuestras acciones o a nuestra responsabilidad. Nuestro mundo se muestra con frecuencia reacio a la noción misma de pecado y un ejemplo de ello es ese «no me arrepiento de nada» que se puede escuchar a veces de boca de algunas personas. Vivimos un tiempo en el que parece que todo vale si sigues lo que, expresado no sin cierta cursilería, te dicen tus sentimientos o tu corazón.
Decir que es preciso convertirse, volver a Dios, significa afirmar que hay en nosotros y en lo que nos rodea cosas que no están bien. Así, la llamada de la Cuaresma a que volvamos a Dios apunta en primer lugar a este hecho: en nuestra vida hay pecado, hay cosas que están mal y que deberíamos cambiar; y la conversión empieza por asumir esto. El camino de la conversión comienza precisamente en este punto, en el reconocimiento de que somos pecadores, de que hacemos cosas mal y tenemos por tanto la necesidad de rectificar, de cambiar.
Y en ese cambio, en ese volver a Dios, hay que llegar hasta el fondo. Por eso la llamada del profeta habla de una conversión de todo corazón, no basta con quedarse en cuestiones externas o en prácticas formales. No es suficiente con rasgar los vestidos, como era costumbre entre los judíos para manifestar vergüenza o pesar ante un acontecimiento desgraciado, sino que la conversión, tu deseo de rectificar, ha de llegar hasta lo íntimo, hasta lo más profundo de tu alma: es el corazón lo que hemos de rasgar (cfr. Jl 2, 13).
Además de pedir a Dios un deseo auténtico de volver a Él y la humildad necesaria para reconocer que soy un pecador necesitado de su misericordia, quizá te preguntes: ¿qué más puedo hacer para vivir la conversión que reclama la Cuaresma? El evangelio te presenta los tres medios clásicos que te propone la Iglesia para que te ejercites durante este tiempo: oración, ayuno y limosna. También te previene del peligro principal que has de evitar: no reducirlas a prácticas externas.
Los medios cuaresmales son una ayuda real para que puedas concretar ese deseo de conversión que pides a Dios y que implica luchar por vencer el pecado que hay en tu vida. Y esta victoria sobre la ruptura que significa el pecado, en palabras de san Juan Pablo II, «se realiza solamente a través de la transformación interior o conversión que fructifica en la vida mediante los actos de penitencia»[2]. ¿Quieres, entonces, que dé fruto en tu vida ese deseo que pides a Dios de volver a Él?
Entonces entrégate con sinceridad y entusiasmo a la práctica de la oración, el ayuno y la limosna a que te invita Cristo en el evangelio. Con rectitud en tu intención, cara a Dios, no a los hombres, ni a tu propio orgullo. Apuntando y anhelando la única recompensa verdaderamente apetecible: la que te dará tu Padre que ve en lo escondido, que ve en tu corazón y sabe lo que hay en él, que pone en ti el deseo de ir a Él y te ofrece un camino concreto por el que avanzar en este tiempo.
EVANGELIO
San Mateo 6, 1-6. 16-18
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: –«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario, no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no vayas tocando la trompeta por delante, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; os aseguro que ya han recibido su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo pagará. Cuando recéis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vea la gente. Os aseguro que ya han recibido su paga. Tú, cuando vayas a rezar, entra en tu aposento, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará.
Cuando ayunéis, no andéis cabizbajos, como los hipócritas que desfiguran su cara para hacer ver a la gente que ayunan. Os aseguro que ya han recibido su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no la gente, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará».
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