5 de marzo.

Vaticano, altar san Pío X 9.III.2016

Vaticano, altar san Pío X 9.III.2016

Homilía para el I Domingo de Cuaresma A

 Este relato de las tentaciones de Jesús en el desierto, después de que se bautizó, nos viene referido por los tres Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), cada uno con sus matices, correspondientes al mensaje teológico que cada evangelista quiere trasmitir, recordemos que Dios autor principal de la revelación, con el carisma de inspiración no suprime al autor secundario. Este año se proclama el relato según san Mateo.

Este afirma desde el incio sin vacilar, que “Jesús fue conducido al desierto por el Espíritu para ser tentado por el demonio”. El demonio aquí es llamado diablo, Satanás, dos palabras que significan la misma cosa, en hebreo y en griego: el Adversario. Desde el inicio del ministerio mesiánico de Jesús, el Espíritu que descendió sobre Él en el momento del Bautismo, pone delate de Él al Adversario del género humano. La función del Espíritu, en el conducir a Jesús al desierto, es que sea tentado, confrontado con el Adversario, para demostrar la fuerza del Mesías y su victoria sobre todas las tentaciones.

Las tentaciones que Jesús encuentra en el desierto son aquella que encontrará en el curso de su vida pública, por parte de los Fariseos y de los Doctores de la Ley, y también por parte del pueblo. La identidad del Adversario y su proyecto se revelan sobre todo en la tercera tentación, que reasume las otras y que Jesús rechaza de forma más contundente. Es la tentación del poder.

Hay una gran diferencia entre autoridad y poder. En el curso de su vida públia, Jesús habló y actuó con autoridad. Siempre rechazó el poder. La afirmación totalmente radical y hasta revolucionaria de los Evangelistas, es que el poder es propiamente diabólico, no pertenece a Dios. Pertenece a Satanás, el Adversario. Sobre este punto el Evangelio de san Lucas dice lo mismo que san Mateo, pero de una forma más clara. Él le hace decir al demonio: “Yo te daré todo este poder, junto con la gloria de estos reinos, porque a mi me fue dado, y yo lo doy a quién quiero.” Jesús no contesta este poder de Satanás, pero le responde: “Adorarás al Señor tu Dios” No debemos olvidar que los Evangelistas escribían estas cosas en el momento en que la Palestina estaba ocupada por el Imperio Romano, la superpotencia de la época, que atribuía a sus Emperadores un poder divino. El mensaje de los Evangelios es, que ese poder mundano (tolerado por Dios, recordar Pilato, a quien Jesús le dice que sin el Padre no tendría poder alguno), es diabólico.

Mientras la autoridad crea comunión, el poder aísla y vuelve arrogante e implacable a quien lo ejerce. Cada una de estas tentaciones invita a Jesús a aislarse, a no vivir más que para sí mismo, como hacen naturalmente aquellos que detentan el poder. El demonio invita a Jesús a transformar las piedras en panes para satisfacer la propria hambre. Jesús multiplicará el pan más tarde, pero será para nutrir a la muchedumbre, por la cual siente compasión, e invitando a sus discípulos a compartir el pan que tienen, enseñará que cuando hay compartir, con la fuerza y el poder real de Dios, siempre hay bastante para todos. El demonio invita después a Jesús a tirarse del templo, para utilizar a Dios en su proprio provecho, forzando al Padre a enviar a los ángeles para detener su caída y mostrar de manera espectacular que él es el Mesías. Jesús siempre rechazará conformase a las aspiraciones del pueblo y los jefes del pueblo, que deseaban un Mesías poderoso, glorioso, milagrero. Aceptará por el contrario la muerte de los hombres y hará la experiencia de ser abandonado del Padre. Y es con este total desprendimiento de sí mismo y con la obediencia hasta la muerte, que nos ha salvado.

El desierto al que Jesús fue conducido no tiene nombre, contrariamente a aquél en el que estaba Juan Bautista, él bautizaba, nos viene dicho, “en el desierto de Judea”. El desierto en el que Jesús es tentado, es un lugar físico, pero también es el desierto en todo su significado simbólico, que evoca, en primer lugar el desierto en el cual el Pueblo de Israel fue tentado y cedió a la tentación, mientras Jesús será vencedor del Adversario. En primer lugar el desierto, donde Jesús se retira, es el lugar del silencio, de la pobreza, donde el hombre es privado de los apoyos materiales y se encuentra de frente a las preguntas fundamentales de la existencia, es empujado a ir a lo esencial y precisamente por esto es más fácil encontrar a Dios. Pero el desierto es también el lugar de la muerte, porque donde no hay agua no hay tampoco vida y es un lugar de soledad, en la que el hombre experimenta siempre con más intensidad la tentación. Jesús va al desierto y allí se somete a la tentación de dejar la vía indicada por el Padre para seguir los caminos más fáciles y mundanos (cfr Lc 4,1-13). Así, Él, carga con nuestras tentaciones, lleva consigo nuestra miseria, para vencer al maligno y abrirnos el camino hacia Dios, el camino de la conversión. Este desierto simbólico es también el nuestro, en el cual también nosotros estamos constantemente confrontados a las tentaciones del Adversario. Las mismas tentaciones nos insidian constantemente, y primero de todo aquella de querer utilizar a Dios para satisfacer nuestra hambre, para llenar nuestra billetera, para satisfacer nuestra vanidad. Y esto es un ateísmo práctico. Y muchas veces somos esclavos de manifestaciones extraordinarias, de apariciones y milagros, como si Jesús no hubiese rechazado explícitamente manifestarse de este modo (Jesús hizo milagros, y también hay apariciones reconocidas por la Iglesia, pero me refiero a gente que tiene un falso misticismo, tiene mística pero no ascética). Pero sobre toda otra cosa, la tentación que nos persigue sin tregua como individuos y como sociedad, es la del poder que el Adversario nos invita a ejercer sobre nuestra propia existencia, sobre los otros y finalmente sobre Dios (queremos que Dios justifique nuestro proceder y nos conceda todas nuestras vanidades).

Decía Benedicto XVI, en la catequesis del miércoles de Ceniza del 2013, cuando ya había anunciado su renuncia: “¿Cuál es el núcleo de las tres tentaciones que sufre Jesús? Es la propuesta de instrumentalizar a Dios, de utilizarle para los propios intereses, para la propia gloria y el propio éxito. Y por lo tanto, en sustancia, de ponerse uno mismo en el lugar de Dios, suprimiéndole de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo. Cada uno debería preguntarse: ¿qué puesto tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo soy yo? Superar la tentación de someter a Dios a uno mismo y a los propios intereses, o de ponerle en un rincón, y convertirse al orden justo de prioridades, dar a Dios el primer lugar, es un camino que cada cristiano debe recorrer siempre de nuevo. «Convertirse», una invitación que escucharemos muchas veces en Cuaresma, significa seguir a Jesús de manera que su Evangelio sea guía concreta de la vida; significa dejar que Dios nos transforme, dejar de pensar que somos nosotros los únicos constructores de nuestra existencia; significa reconocer que somos criaturas, que dependemos de Dios, de su amor, y sólo «perdiendo» nuestra vida en Él podemos ganarla. Esto exige tomar nuestras decisiones a la luz de la Palabra de Dios”.

Qué el ejemplo de Jesús nos ilumine y nos fortalezca, que haga reinar la paz en nuestros corazones y en nuestra humanidad lacerada actualmente por tantas guerras e injusticias generadas por esta sed de poder y tener. María de la Cuaresma nos ayude en el camino de la conversión, nos haga comprender que nuestra vida no puede ser plena si no la ilumina y guía el Evangelio.

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