Murió Castro: la batalla continúa

Dr. Mario Caponnetto

 

 

Fidel Castro ha muerto. Rezamos por su alma. Pedimos que la infinita misericordia de Dios, a quien negó, del que abominó y cuyo Santo Nombre procuró, en vano, desterrar del alma y de la tierra de los hombres que padecieron el yugo de su tiranía, le haya finalmente alcanzado. Pedimos, fervientemente, que esa absolución que con tanta arrogancia exigió a la historia -y que ésta le negará para siempre- le haya sido otorgada por el Señor de la Historia.

En estos días de su muerte se han dicho y escrito multitud de cosas, casi todas disparatadas e insensatas, salvo escasas excepciones. Reléveme el lector de intentar cualquier antología de tales dichos; convengo, por cierto, en que esa antología resultaría, a la postre, un acabado muestrario de la estupidez, la hipocresía y la perversidad del mundo contemporáneo. Pero quede el intento en otras manos y en otros ánimos. El mío, mi ánimo, va por otro lado. Personalmente la muerte de Castro ha reavivado recuerdos, ya muy lejanos en el tiempo, pero siempre presentes con una presencia a flor de piel como la de un dolor o la de un amor que no pasa.

No tenía aún veinte años cuando advino al mundo la que se dio en llamar la Revolución Cubana. Me tocó vivirla desde mi puesto de joven militante del Nacionalismo Católico, el mismo en el que sigo ahora y en el que, si Dios me  da su gracia, pienso permanecer hasta el último día. Desde ese puesto puedo decir que aquella generación de los sesenta que soñó, luchó, cantó, mató y murió bajo la fascinación de la Cuba castrista, no fue en absoluto, mi generación. Mis camaradas y yo, los que soñábamos con una primavera en Argentina, fuimos unos verdaderos outsiders, unos extraños. Los aguafiestas de la gran bacanal revolucionaria que transformaría al mundo.

Después vino la guerra y nos arrastró a todos. La Cuba castrista fue la cabecera de playa de la guerra revolucionaria del comunismo y el centro de operaciones de la subversión continental. Las democracias, sobre todo Estados Unidos, jugaron un papel fundamental en el triunfo del castrocomunismo. Sin ese apoyo, aquel esperpéntico “ejército” de bandoleros mal armados y peor conducidos, jamás hubiera entrado en La Habana. Nos hicieron creer que Castro había engañado a Estados Unidos. ¡Nada menos que la primera potencia del mundo engañada por un fantoche desaliñado de una isla perdida en el Caribe! He aquí la gran mentira: nadie engañó a nadie. Pasó lo de siempre: los banqueros del Poder Internacional del Dinero financiaron al comunismo, unos y otro al servicio de la Revolución Anticristiana. Lo mismo que en Rusia en 1917. Así Castro estableció el baluarte comunista desde el que esparció la guerra revolucionaria a todo el Continente. Los débiles estados hispanoamericanos, sumidos en su esencial contradicción histórica y en su coesencial corrupción ¿cómo iban a hacer frente a la avalancha revolucionaria? La historia es conocida; una vez más reléveme el lector de reiterarla aunque sí recodaré dos cosas: la primera, que la guerra armada terminó (mal para el castrismo), la Unión Soviética se hundió y volvieron las democracias en las tierras hispanoamericanas. La segunda, que quienes habían combatido y derrotado al castrismo con las armas fueron diezmados, encarcelados y condenados al oprobio eterno; Fidel Castro pasó a ser el niño mimado del Nuevo Orden Mundial y hoy los plañideros del stablishment lloran su muerte.

Los hombres de mi generación somos contemporáneos no tanto de Castro sino de la configuración de su mito, más allá de la enorme distancia que separaba al mito de la realidad del personaje. ¿Qué es lo que atraía de esta figura legendaria y mítica, en aquellas décadas de los sesenta y setenta, a los jóvenes y no tan jóvenes de entonces? Era un acendrado sentido de lo heroico y de lo épico que se vivía y se respiraba en el ambiente.

Fidel Castro (y Guevara) eran la encarnación de la utopía, el vehemente deseo de transformar el mundo, de hacer nacer el hombre nuevo, el revolucionario. Esa utopía tenía un nombre propio: el socialismo marxista en sus varias versiones. Hacia la consumación del socialismo se encaminaba ineluctablemente la historia y oponerse a ello era necedad, era condenarse a quedar fuera de la historia, cerrar los ojos a los signos de los tiempos. A esta utopía había que sacrificarlo todo, la vida incluso y no sólo la propia sino la de cuantos fuese necesario inmolar.

Quienes por la gracia de Dios más que por propio mérito, no sucumbimos al espejismo de la utopía comunista, procuramos hacer frente a esta ola revolucionaria. Lo hicimos desde diversas perspectivas. En mi caso personal, como ya dije, me animaba esencialmente la visión católica que llevaba no sólo a enfrentarse al comunismo declaradamente ateo sino, además, a ciertos sectores católicos, eclesiales, que por desgracia habían abrazado las tesis marxistas sustituyendo la Fe católica por la utopía revolucionaria. Y en este último aspecto, se mezclan inevitablemente la historia y la propia vida: ¡cuántos camaradas nacionalistas fueron llevados a matar y morir por obra de los curas guerrilleros! ¡Cuántos desgarros, cuánta muerte cercana! ¡Cómo olvidar a aquel condiscípulo de las lecturas tomistas que perpetró uno de los peores atentados de montoneros! (De paso, ¿no sería oportuno reiterar el pedido de mi esposa de abrir los otros archivos vaticanos?).

Eran tiempos de lucha. Los círculos juveniles a los que yo pertenecía oponíamos al mito de Castro y del Che, que se iba configurando no sólo a través de la propaganda sino también por medio de la literatura considerada de vanguardia (recuerdo entre otros, el cuento de Julio Cortázar, Todos los fuegos el fuego, la novelística del boom latinoamericano, etc.), la figura de los verdaderos héroes y la esperanza cristiana que es lo opuesto a las utopías.

Y así decíamos con José Antonio, el Fundador de Falange Española asesinado por el comunismo en España, que a los pueblos no los mueve sino los poetas; por eso era preciso levantar frente a la poesía que destruye la poesía que promete. Castro representaba esa poesía que destruye: era la contrafigura del héroe, la antítesis del guerrero que combate en guerra justa.

Esta fue la experiencia de mi juventud. Esos eran los tiempos cuando las figuras del Che y de Castro se consolidaban como el icono de una épica utópica, sangrienta, enemiga de Dios y enemiga del hombre. Eran días trágicos, llenos de confusión, en los que tantos se dejaron arrastrar por esta épica utópica y optaron por el camino de la guerra revolucionaria. El resultado está a la vista: aquel delirio revolucionario dejó tras de sí una estela de sangre y de luto cuyas secuelas nos golpean hasta hoy.

La guerra subversiva que enlutó a la Argentina y a casi a todos los países de nuestra Iberoamérica tuvo en Castro, antes que a un estratega o comandante, el componente mítico, imprescindible en toda guerra. Esto explica el fanatismo revolucionario que llevó a tantos a abrazar una vida llena de peligro, de incomodidades, de sacrificio: el Che, un aristócrata que abandona todo, combatiendo en la selva, con su asma a cuestas, constituía la fuerza moral que movilizaba ese heroísmo suicida y homicida que llevó a tantos a matar y a morir.

Ese fue, y es, el verdadero Castro que acaba de morir: la poesía que destruye, el odio como motor de las acciones, la utopía como meta, el hombre nuevo como contrafigura blasfema y sacrílega del hombre nuevo cristiano del que nos habla San Pablo.

Pues bien, todos estos recuerdos acudieron a mi memoria mientras oía hablar de la mortalidad infantil en Cuba, de la salud cubana, de la educación en la Isla, de la falta de libertad de expresión, de si ahora Cuba se hará con los beneficios de la democracia, de si la paz del Papa sobrevivirá Trump, de si los fusilados fueron tres mil o si sólo murieron por alguna enfermedad venérea…

Los hombres de mi generación no entendemos demasiado de estas cosas sobre todo cuando se juega el destino de la Civilización; nos vimos envueltos en una batalla que fue ante todo espiritual, metafísica: en efecto, en esos días se enfrentaban dos visiones del mundo cuya dilucidación definitiva sólo era posible a la luz de la gran idea agustiniana de las dos ciudades.

Todo esto suena un tanto anacrónico en este mundo de hoy, en esta posmodernidad que ha declarado la debilidad del pensamiento y ha decretado el fin de todas las batallas.

Pero ante la muerte de Castro me empecino en evocar, todavía, esa batalla metafísica porque, pese a todo, hay algo que sigue dando guerra: el imperio de la mentira y del infierno que de ella se sigue. Castro ya no está pero Cuba sigue existiendo; y su existencia es el desafío de quienes sostenemos el Reinado de Cristo, la auténtica libertad y la dignidad del hombre. Mientras exista Cuba no podemos llamarnos al descanso: la batalla continúa.

Dr. Mario Caponnetto

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07:08

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