Nuestro mundo sí que es sin duda mejor que aquel en el que un padre se creía en disposición de la vida de un hijo.
La paternidad ha pasado de ser un estado social de privilegio y poder a una condición que social y moralmente requiere una generosidad abnegada. Y así debe ser porque, entre otras cosas, es así como se hace justicia tanto a la condición moral de hijo como a la de padre.
Los que somos padres tenemos mucho que celebrar de las revoluciones modernas que despojaron a la paternidad de toda la reata de poderes que la configuraron en el mundo antiguo: gobernar patriarcalmente familias extensas en las que los hijos y sus familias tenían una posición subordinada y dependiente, con la consiguiente obligación de buscarles oficio y beneficio, de elegir y concertar matrimonios y, en general, de tomar por ellos el conjunto de las decisiones que orientaban básicamente sus vidas.
En realidad, la emancipación social de los hijos significó también la liberación de los padres y de lo paterno que fue reducido a su forma más propia y más noble: cuidar, sostener y procurar la autonomía y suficiencia de los hijos, sin poder ni querer sustituirlos en ninguna de las decisiones que orientan decisivamente sus vidas. Todo ello, además, desde la insomne vigilia con la que los padres no dejan de mirar la suerte y la vida de los hijos.
En ese sentido, es posible que el ejercicio de la paternidad implique hoy su experiencia intensificada y hasta purificada, a saber, la satisfacción de ver a los hijos valerse y conducirse por sí mismos, incluso cuando se equivocan, sin poder evitarlo ni dejar de padecerlo. Es menos amargo y más noblemente paterno sufrir con ellos por sus equivocaciones, que hacerles padecer por nuestros errores en decisiones que les habría correspondido a ellos tomar. De manera que el despojo moderno de la paternidad ha implicado, paradójicamente, la experiencia perfeccionada y más cumplida del gozo de lo paterno en cualquier época: ver crecer a los hijos con auténtica autonomía.
Es indudable que la actual estatus paterno hace más honor a la paternidad que el pater familias romano que podía disponer hasta de la vida de sus hijos sin responder ante nadie. Y también hay una ganancia moral indudable en el hecho de que ninguno creamos poder tomar la vida de un hijo y sacrificarla, ni aunque se diera el disparatado supuesto de que todo un dios lo pidiera, como sabemos que estuvo dispuesto a hacer Abraham. Y no es que podamos pensar que cada uno de nosotros es mejor que Abraham, es que nuestro mundo sí que es sin duda mejor que aquel en el que un padre se creía en disposición de la vida de un hijo.
Al menos, en términos económicos y legales tener hijos hoy es un puro acto de generosidad, pues junto con los deberes y las cargas personales y económicas que requerirá sacarlos adelante, no se adquieren apenas más derechos que los imprescindibles para su crianza. Y todo ello sin poder esperar más contrapartida que la gratitud y el afecto filial, si es que efectivamente se reciben.
Así que la paternidad ha pasado de ser un estado social de privilegio y poder, a una condición que social y moralmente requiere una generosidad abnegada. Y así debe ser porque, entre otras cosas, es así como se hace justicia tanto a la condición moral de hijo como a la de padre. Es difícil pensar en un estatuto jurídico con tantas y tan graves obligaciones como las paternas, y sin apenas derecho legal alguno que garantice compensaciones de ninguna clase. Pero cuanto más desasistido de ventajas legales y sociales se queda lo paterno más se ennoblece y más gozosa y libérrimamente personal se hace la experiencia de la paternidad.
Llegados a este punto es claro que hemos invertido los papeles del frustrado sacrificio de Isaac a manos de su padre Abraham, y ahora son más bien los padres los que se autoinmolan por los hijos. Es mejor así. Pero al respecto hay al menos dos abusos característicos de nuestras sociedades: que el Estado sacrifique a los padres anulándolos, o que los padres sacrifiquen a todos los demás, y en ambos casos por el supuesto bienestar de los hijos. Es como si desde que Freud aseguró que el parricidio era la justa y necesaria venganza de los hijos para hacerse adultos, el Estado por una parte y los padres por otra quisieran ahorrarles el mal trago parricida a sus hijos.
El primer abuso lo comete, a mi juicio, el Estado cuando se declara con autoridad para fijar las enseñanzas de carácter moral que han de transmitirse a nuestros hijos, reduciendo la moralidad a la legalidad y relegando la paternidad a una especie de concesión administrativa. Como si nuestros hijos lo fueran por nuestra condición de ciudadanos y no más bien al revés. No es el Estado el que me hace padre de mi hijo, sino que es mi paternidad la que hace de mi hijo un ciudadano.
Son nuestras convicciones y formas de ver la vida las que han traído al mundo a nuestros hijos, que tienen el derecho de que sus padres se las puedan dar a conocer en primer lugar. No hay funcionario o administración pública que pueda invocar un derecho más original que éste, y cuando lo hace abusa alevosamente de su poder lesionando nuestros derechos. La libertad de educación no es un derecho otorgado por el Estado, sino un deber primordial de los padres que justifica al Estado para su asistencia subsidiaria.
El segundo tipo de abuso lo cometen los propios padres cuando están dispuestos a sacrificar la autoridad de los maestros en el altar del feliz sosiego de sus hijos, tal como hemos presenciado con la incalificable huelga de deberes. No es fácil encontrar disculpas para quienes aun en el supuesto de que llevaran razón, no han sido capaces de intuir el daño que hacían a sus hijos interponiéndose entre ellos y sus profesores. Lo peor del asunto es que lo paterno mismo no sobrevive a esta desobediencia cómplice contra sus maestros, y que no es más que el desatino de una paternidad despistada.
Los padres no pueden claudicar ni por exceso ni por defecto de su paternidad para llegar a serlo: ser padre no consiste en dejarse suplantar por el Estado, ni en ser los mejores amigos del hijo, ni tampoco en desautorizar al profesor, porque intentarlo deja huérfanos, sin amigos, sin profesores y desvalidos como ciudadanos a nuestros hijos.
Higinio Marín, en levante-emv.com.
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