A todos nos gusta, creo, lo perfecto. Pero lo “perfecto” es escaso. Es muy difícil que alguien, o algo, tenga el mayor grado posible de bondad o excelencia. Habitualmente no es así. La experiencia nos dice que no conocemos, apenas, nada perfecto. Nuestra vida no es “perfecta”. Ni nuestros amigos lo son, porque, a nuestro juicio, “pasan”, más de la cuenta, de nosotros.
Ni nada, en realidad, lo es. Salvo Dios. Dios sí es perfecto y, en la medida en que pueden serlo, lo son, perfectos, aquellos que se han dejado modelar por Dios. En primer lugar, y en único lugar, en muchos sentidos, la Virgen, la Madre de Jesús.
Que deseemos lo perfecto testimonia la huella que Dios ha dejado en nuestro ser. Nos han creado, eso podemos constatarlo cada uno de nosotros, con unas enormes aspiraciones. Nos han creado con el deseo de lo perfecto. Pero la realidad es que solo Dios puede colmar ese deseo. Solo Dios. Nadie más.
Pero constatar que lo que no es Dios no es perfecto es, también, al menos hasta cierto punto, liberador. Yo aprendo mucho cuando constato que las personas más cercanas, a mi juicio, a la perfección no lo están tanto. Yo he pensado, pongamos por caso, que algunas personas respondían a un ideal mío de amistad a o así. Y no se corresponden, de hecho, con ese ideal.
No debo enfadarme. Debo ser, a la vez, más humilde y más indulgente. Más humilde, porque es evidente que yo no merezco ser amado o apreciado incondicionalmente, salvo por el amor y el aprecio incondicional de Dios.
Y, también, más indulgente. No puedo pedirles a otros lo que yo no soy. Debo de ser indulgente con las indiferencias y los olvidos de los otros. Yo debo aceptar que, para otras personas, me he vuelto irrelevante. Como quizá, para mí, otras personas pasan a ser, sin mala voluntad por mi parte, irrelevantes.
En resumen, nos gusta lo perfecto. Pero lo perfecto es, de hecho, muy raro. Y casi nunca hay “proporción”. Amamos más de lo que nos aman. O somos amados más de lo que amamos.
No hay proporción. En realidad, el Cristianismo es muy desproporcionado. Dios se hace hombre. El Hijo de Dios se hizo hombre. Y nosotros estamos llamados a ser, por gracia, hijos de Dios.
La perfección puede ser una condena o un don. Una condena, si dejamos de valorar lo que razonablemente es bueno argumentando, con razón, que aun no es perfecto. La perfección puede ser un don si reconocemos que, en un sentido absoluto, solo la podremos encontrar en Dios.
Y no sé decir más. La fe es posible, aunque no sea fácil. Y nos abre, la fe, la puerta, a la perfección de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre.
Guillermo Juan Morado.
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