I Domingo de Adviento, ciclo A
La clave para comprender el sentido de este difícil Evangelio es la palabra “vigilen”. “Vigilen, entonces, porque no conocen el día en que vendrá su Señor”. Esta exhortación, que encontramos aquí en la parábola del servidor fiel, la volveremos a encontrar más adelante, en aquella de las diez vírgenes, que termina también con “vigilen porque no saben ni el día ni la hora”. Esta hora es aquella de la que hablaba Jesús cuando decía “mi hora no ha llegado todavía”. Es la hora de su pasión y muerte. Por eso la misma recomendación de Jesús será repetida, con una insistencia desconcertante, un poco más, en el Evangelio de Mateo, en el relato del Getsemaní, cuando Jesús dirá a su discípulos: “mi alma está triste hasta morir… vigilen conmigo”, un rato después dirá: “no han sido capaces de vigilar conmigo” para terminar: “vigilen y oren”. Y también, implícitamente, en la noche de Navidad los pastores están vigilando y por eso son testigos del anuncio angélico.
La vigilancia, en el pensamiento de Mateo, no es entonces una espera pasiva del regreso del Señor en una oración en tranquilidad. Es solidaridad con Jesús, y participación en su sufrimiento y en su muerte. Es solidaridad con todos los atribulados con los cuales Jesús ha elegido identificarse especialmente con todos aquellos que, como él, son víctimas de la violencia.
Este texto se comprende mejor todavía si se recuerda que el Evangelio de Mateo fue escrito después de la persecución de Nerón, después del martirio de muchos cristianos y la caída de Jerusalén; esta Jersualén que, siete siglos antes de Cristo, Isaías veía como un punto de encuentro de las naciones y que, dos mil años después de Cristo, continúa siendo un lugar de conflicto y sangre.
Ante tanto conflicto armado mundial la profecía de Isaías resuena como un enorme reproche, pero también como el fundamento de nuestra esperanza: “Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas” profetizaba Isaías, “un pueblo no alzará más la espada contra otro pueblo, no se ejercitarán más para la guerra”.
¿Por qué hoy lo que sucede es más bien lo contrario de esta profecía? ¿Por qué? Porque, colectivamente, no fuimos vigilantes. No fuimos solidarios con el pobre. Hemos institucionalizado las relaciones de injusticia existentes entre los varios conjuntos de la humanidad. No hemos prestado atención ni al lamento de los oprimidos ni a la arrogancia de los opresores. Fuimos todos, un poco lo que Thomas Merton llamaba “guilty bystanders”, unos “transeúntes, testigos culpables”. Ayer murió un dictador (el modo de gobierno, sea de izquierda o de derecha que tiene las características de imponer todo desde el Estado y ocupar el lugar de religión), como persona lo encomendamos a la misericordia de Dios, como político-guerrillero-caudillo deberá dar cuenta, ¿mejoró la justicia en Cuba?
Si esta profecía de Isaías es para nosotros un reproche amargo es, sin embargo, el fundamento de nuestra esperanza. Ella es, en efecto, el anuncio de la venida del Mesías. El Mesías ya ha venido, está presente en medio nuestro, y es el Señor de la historia. Él respeta sin embargo nuestra libertad, nos deja dormitar, viniendo a reprochárnoslo de tanto en tanto: “¿no fueron capaces de velar conmigo?”, pero la victoria final de su reino de paz, de comunión y de armonía, está asegurada.
La victoria final depende de Él y de Él solo. ¿Cuándo se realizará esta victoria? Eso depende de nosotros, porque es a través de nosotros que Él ha elegido llevarla a su cumplimiento. La profecía de Isaías, que es un reproche y una fuente de esperanza, es también el llamado a una responsabilidad, es el llamado a la vigilancia. La paz es una realidad demasiado preciosa para confiar la responsabilidad a los hombres de guerra. Debemos realizarlas mediante obras de amor. Estemos vigilantes, para en lo que de nosotros depende, el mundo conozca la paz.
Hoy comenzamos el año nuevo litúrgico, el Adviento nos introduce nuevamente en el misterio de Dios que nos salva, y nos hacer recordar sus tres venidas. La parusía, al fin de los tiempos, como meditábamos los últimos días del tiempo durante el año, y lo seguiremos haciendo hasta el 17 de diciembre; en segundo lugar la venida histórica de Cristo: la navidad, a partir de ese día 17 hasta que termine el tiempo de navidad y siempre, por la fuerza sacramental, celebrar la venida intermedia de Jesús. Jesús está con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo.
Dice san Bernardo: “Él vino primero en la carne y la debilidad, después, en el medio, en espíritu y en poder; al final él vendrá en la gloria y majestad… Esta venida intermedia es verdaderamente como la vía por la que nos movemos entre la primera y la última; en la primera Cristo fue nuestra redención; en la última Él aparecerá como nuestra vida, y en el medio, Él es nuestro descanso y consuelo”. (Saint BERNARD, Homélie sur l’Avent 5,1-2, Éditions cisterciennes, 1966, p.128-129)
El tiempo de Adviento nos viene a recordar que nosotros estamos en movimiento y en la realización del reino de Cristo. La certeza del nacimiento histórico de Cristo y la promesa de su venida en la Parusía, para ser nuestra vida, nos deben dar el coraje y la valentía de vivir nuestra fe, de tal manera que contribuyamos para que se hagan de las espadas arados y de las lanzas podaderas. Debemos vigilar, decía el papa emérito, Benedicto XVI, en la noche buena de 2010: “Nosotros hemos de despertar para que nos llegue el mensaje. Hemos de convertirnos en personas realmente vigilantes. ¿Qué significa esto? La diferencia entre uno que sueña y uno que está despierto consiste ante todo en que, quien sueña, está en un mundo muy particular. Con su yo, está encerrado en este mundo del sueño que, obviamente, es solamente suyo y no lo relaciona con los otros. Despertarse significa salir de dicho mundo particular del yo y entrar en la realidad común, en la verdad, que es la única que nos une a todos. El conflicto en el mundo, la imposibilidad de conciliación recíproca, es consecuencia del estar encerrados en nuestros propios intereses y en las opiniones personales, en nuestro minúsculo mundo privado. El egoísmo, tanto del grupo como el individual, nos tiene prisionero de nuestros intereses y deseos, que contrastan con la verdad y nos dividen unos de otros. Despertad, nos dice el Evangelio. Salid fuera para entrar en la gran verdad común, en la comunión del único Dios. Así, despertarse significa desarrollar la sensibilidad para con Dios; para los signos silenciosos con los que Él quiere guiarnos; para los múltiples indicios de su presencia”.
Que María, la Virgen de la espera nos acompañe en este itinerio y nos ayude a despertarnos porque llega Cristo y a vigilar y orar con Él.
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