En todas las culturas hay palabras que no se pueden decir. En la nuestra, por ejemplo, la palabra “disciplina”. Hace años, un conspicuo personaje, dándoselas de progre, dijo: “La perfección es fascista”. Barthes había dicho antes: “La verdad es fascista”. Y ahora casi todo el mundo está dispuesto a rebuznar: “ La disciplina es fascista”. Padres y docentes somos rehenes de esta afirmación. Mal asunto. Cada palabra es un herramienta para hacer transitable le realidad, y cuando una palabra se pervierte, el camino se torna laberinto sin salida. A las faltas de disciplina las llamamos “conductas disruptivas”, para no ofender. Estamos todos contaminados por una pedagogía confitada, que al final provoca serias disfunciones sociales. El énfasis en la autoestima acaba produciendo una generación de narcisos.
El énfasis en la motivación da paso a una generación que no puede hacer nada si no está motivada, es decir, si no tiene ganas de hacerlo. El énfasis en los derechos vuelve ofensivo hablar de los deberes. El énfasis en la libertad impide hablar de ningún valor –por ejemplo, la justicia- que limite la libertad. Estamos atrapados en un red de equívocos y necesitamos comenzar una vigorosa deconstrucción de dogmas estúpidos.
La disciplina nos salva de las intermitencias del corazón. Nos permite alcanzar metas lejanas, que acaso sean contradictorias con las ganas presentes. La libertad propia puede chocar con la libertad ajena, por lo que es necesario promulgar un código de circulación. Necesitamos una poderosa pedagogía de la libertad. Nadie es libre si primero no se ha sometido a alguna disciplina, de la misma manera que nadie puede ser un gran escritor si antes no ha aprendido las reglas del idioma.
Recuperar la sensatez educativa es tarea que excede a cualquiera. Por eso necesitamos una movilización educativa de la sociedad. El discurso políticamente correcto nos mata. Padres, docentes, niños, adolescentes, la sociedad entera está sufriendo las consecuencias.
José Antonio Marina
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