El panorama es bastante desolador: el vacío material de las iglesias, la ausencia de sacerdotes sentados en el confesonario y la ausencia de fieles buscando confesar…, frente a las más que pobladas filas a la hora de la Comunión -auténticas aglomeraciones: ¡qué contraste tan terrible y tan a la vista para el que lo quiera ver y entender!-: por cierto, siempre en las misas, nunca fuera de ellas, el fracaso de los montajes pseudocatequéticos, la esterilidad de los cursillos prematrimoniales y de tantas y tantas “pastorales” para adolescentes, jóvenes, adultos, el contradios de unos colegios y de unas instituciones que se llaman religiosas y se presentan como católicas y “matan” el más mínimo sentido de lo católico y de lo religioso: matan la Fe. Todo esto -y más- es profundamente deprimente.
La “cuenta de resultados” -en el mundo occidental- es no solo negativa -y tiene nombres: descristianización, secularización, ateísmo práctico-, sino profundamente demoledora y deslegitimadora para quienes han ostentado el deshonroso papel de estar al frente: y estos también tienen nombres -incluso apellidos- y títulos: los de sus cargos jerárquicos o eclesiales.
Deben creerse que la auténtica Iglesia es la iglesia VACÍA -la iglesia CERO- por falta de pastores y fieles, porque ya no queden más que en las catacumbas; y se empleen entonces los templos en poner pantallas de TV, en acoger refugiados -que no vienen ni a tiros: perdón por la referencia-, y en poner un tenderete de alguna ONG: preferible si la regentan homosexs y demás afiliados; aparte los consabidos cursillos de reiki, meditación trascendental, yoga y bailes del vientre que siempre atraen a alguien, especialmente si son gratis. Todo profundamente “católico", “misericordioso” a más no poder y, por supuesto, con las “bendiciones” correspondientes de quien corresponda…, o sin ninguna: que tampoco hace ya falta, dado que se puede hacer todo y de todo sin que pase absolutamente nada.
¿Por dónde hay que empezar? Porque a todo esto se le puede dar la vuelta, si hay conciencia del problema y se ponen los medios adecuados.
Y, entonces, ¿por dónde empezar? Por donde han empezado siempre todas las reformas católicas: por el clero, por los religiosos. Desde la Jerarquía que se comprometa a ello, o desde las mismas instituciones religosas, o desde personas -santos ya en vida- que aglutinen en su entorno a las personas que quieran convertirse y tengan hambres también de santidad. Porque los auténticos reformadores -en la Iglesia- han sido siempre, y lo seguirán siendo, los santos.
Y, en este ámbito, ¿qué habría que hacer? Volver a tener en cuenta la verdad revelada: que el sacerdote es otro Cristo; y, en consecuencia, ha de buscar tener -y mantener, y acrecentar- una intimidad y una cercanía muy especiales con Él, hasta el punto de que el horizonte de su vida sea la identificación con Él, de cara a la salvación de todas las almas.
Es decir, “inocular” en los sacerdotes -y en los religiosos- la necesidad absoluta de una vida espiritual -la vida interior- tan “pegada” a Jesús que a los afanes interiores de identificación con Él corresponda una verdadera, real y efectiva identificación externa: que su vida exterior refleje su vida interior, porque su vida real alimente y sea el tema de su vida interior. Esto es lo que “notarán” todos los fieles, y se sentirán atraídos a vivir así: porque verán a Cristo reflejado en la vida real -diaria- de sus sacerdotes, o de los religiosos y religiosas que les ayudan en tantos aspectos de su vida. Cuando esto no lo ven, se van. Es lo que ha pasado y pasa.
No puede ser de otra manera. Si, como escribía Benedicto XVI, “uno se hace cristiano por un encuentro personal con Cristo", no podemos pretender que uno se haga sacerdote o religioso sin un encuentro personal con Cristo; y si admitimos esto, luego no podemos extrañarnos de los frutos que se cosechen: la iglesia cero.
Y hay que alimentar ese encuentro personal con Cristo. Para eso está enseñar a hacer oración; para eso está enseñar -especialmente en los periiodos de formación- la doctrina recta y verdadera, y no las problemáticas, y menos aún los errores y las herejías; para eso está el llevarles -acompañandoles- a ser almas de Eucaristía, de adoración, de auténtica piedad; llevarles también a la confesión frecuente -el sacerdote y el religioso que no es buen penitente nunca será buen confesor-, sin la cual el acceso a la Comunión se va desvirtuando, el Misterio se va oscureciendo, el acostumbramiento asola el edificio de la propia vida interior, y la necesidad de Jesús se hace innecesaria.
Especialmente el sacerdote -y lo mismo el sacerdote religioso- ha de tener siempre presente que tiene que ser santo, porque ha de ser padre y maestro de santos: porque Dios nos quiere santos, a todos sin excepción; como ha de ser experto en los entresijos de la vida interior, porque ha de ser maestro de vida espiritual en las almas que le son confiadas; como ha de ser docto en moral, en teología y en doctrina, porque ha de adecuarlas a cada persona que se le acerque con hambre de Dios.
Este horizonte es el primero. Y sin esto, todos los demás intentos serán palos de ciego. O lo que es peor: intentos directos de destrozar la Iglesia Católica. De hecho, ya hay voces que lo gritan así.
Y aplicándonos el cuento, vamos a rezar para que comience la remontada.
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