–Parece como si en sus viajes apostólicos solamente sufriera calamidades.
–Es que quiero que pasen un buen rato mis lectores, que, ya por serlo, dan muestras de una madurez espiritual no frecuente. Pero que tienen, como todos, su puntillo de morbosidad: disfrutan más viéndome en contrariedades y aprietos que cuando estoy en pacíficas normalidades.
Prosigo el apasionante relato de la llegada a un destino en mis viajes apostólicos. Es un alojamiento siempre provisional, de unos días, de una o dos semanas . Ya en el artículo anterior inicié la descripción de la habitación de llegada. Y continúo ahora… Cuando se llega a un sitio después de un largo viaje, lo primero es localizar y visitar la Capilla –fundamental–; lo segundo… procurarse una buena ducha. Lógico.
Ducha
Alguna vez he hallado una ducha buena, que funciona como Dios manda. Pocas veces. Con más frecuencia la ducha viene a ser problemática. Una trae el agua caliente de una caldera lejana, y quizá cuando se abre el grifo sólo se consigue un gran eructo fontanero, pero el agua tarda en llegar… y cuando llega por fin, pudiera ser que llegue fría, porque no está encendida la caldera. Otra ducha tiene un calentador de gas: «Es muy sencillo. Abre usted esta llave, hace correr el agua, aprieta este botón rojo y, sin soltarlo, mete la cerilla encendida por esta ventanita. Y al poco sale ya el agua caliente». La operación, como se ve, es sencilla y la explicación muy precisa. Lo malo es que no pocas veces, haciendo exactamente lo indicado, no funciona. No se enciende el calentador de hecho, y obviamente sin que uno llegue a conocer la causa –cognitio rerum per causas–. Quizá finalmente llega a encenderse; pero después de tantos intentos, no sabemos la causa del encendimiento. Supongamos, pues, que ya he conseguido el agua caliente… ¡Victoria!
Prudencia y mesura. No cantemos victoria hasta haber superado otros posibles obstáculos.
1). El primero no es pequeño. Muchas veces, es casi lo más frecuente, no halla uno el modo de mezclar adecuadamente el agua caliente y la fría. O una u otra prevalece totalmente. Y la opción resultante es simplemente trágica: hay que elegir entre quemarse o helarse. Quizá un usuario que emplee la ducha desde hace un año haya encontrado la solución del problema, si es que existe. Pero uno está recién llegado. Ocasiones ha habido en que he tenido que separarme del chorro de la ducha, aplicándome el agua prudentemente en el cuerpo con la mano o con una esponja… Pero aún queda otra posible dificultad, y bien grave.
2). La cabeza-regadera de la ducha no encaja bien en su base de sustento. Mejor dicho, encaja, pero de una manera tan débil, que se desengancha fácilmente, quizá con la simple llegada del agua; o aunque permanezca encajada, se tuerce, desviando totalmente la dirección del chorro. Digámoslo de una vez y claramente: en casas antiguas el sistema de sujeción del teléfono de la ducha suele ser insultantemente malo, chapucero, precario, deprimente, insuficiente, deficiente, inútil, frustrante: un verdadero desprestigio para la vieja industria de objetos para baño.
En tales casos, como en tantos otros, consigo remediar la dificultad con un cordel de rafia blanca, que siempre llevo conmigo en los viajes. Amarro firmemente la cabeza regadera a su enganche, fijándola apretadamente en la posición conveniente. ¡Ya!… Solucionado… Solucionado a veces. En más de una ocasión me ha ocurrido que, realizado ya perfectamente el amarre –atado y bien atado–, al llegar a un cierto nivel la potencia del chorro, gira la base de sujeción, y se dispara el agua regando con alegre generosidad el techo, la cortina de la ducha, un ventanuco, el tiesto que tiene el ventanuco en su alféizar exterior, una silla próxima donde dejé la ropa, etc.
En tales casos pavorosos –sí, pavorosos: miren si no el DRAE–, pueden intentarse dos soluciones. Una mala: echar mano de la regadera, que persiste fija en su amarre, tratando de orientar el chorro en la dirección conveniente: es misión imposible. Y una buena: cerrar inmediatamente los grifos del agua, y acomodar luego el invento como convenga. Yo, por supuesto, en las primeras ocasiones intenté la mala. Pero, aleccionado por la experiencia, aprendí a reaccionar con la solución buena…
Viajar enseña mucho.
Una escena como la relatada, después de casi 24 horas de viaje, puede ocasionar crisis más o menos fuertes de desaliento, que han de ser superadas rápidamente afirmando las virtudes cristianas: Fiat! Romanos 8,28. «Sea por el fruto espiritual de estos ejercicios», conferencias o lo que sea.
Luz
En la América hispana es normal –o lo era– que las ventanas no puedan cerrarse totalmente a la luz. La oscuridad total lograda con persianas o ventanillos no es frecuente. Quizá haya algunas cortinas, pero insuficientes. Por eso llevar en el equipaje un antifaz es completamente necesario. A veces en el lugar donde estamos «amanece muy temprano». Y en todo caso esa victoria sobre la luz durante el día será precisa para la siesta, si es que tenemos la buena, sana y honesta costumbre de hacerla. Si nos falta el antifaz, puede suplir su ministerio la camisa –la camisa negra, de cura–, envolviendo la almohada, de modo que el faldón quede sobre la cara. Hartas veces me ha servido… Pero consideremos otra cuestión importante:
Los enchufes suelen ser insuficientes. A veces uno solo en el cuarto, allá, al otro lado. Es indispensable llevar alargador, de unos cinco metros. Y también un par de ladrones, es decir, enchufes triples, capaces de recibir clavijas de pata ancha o estrecha. Tener cuidado, si se va a México, de llevar adaptadores, pues las patillas de las clavijas allí son planas.
El sitio más apropiado para leer durante un buen rato es, por supuesto, la cama, en opinión común de doctores fide-dignos. En ella el cuerpo se relaja y desaparece, dejando libre la atención para la lectura. Al menos al fin del día, cuando ya uno no se aguanta en una silla o butaca, viene a ser una necesidad. Pues bien, casi nunca en alojamientos eventuales está prevista esta necesidad. Quizá la habitación tiene únicamente una bombilla, austeramente colgada del techo en el centro de la habitación. Quizá haya una lamparita en la mesilla de noche, pero con su ornamental e insensata pantalla apenas logra iluminar dicha mesilla.
De todos modos, en tal caso, tenemos al menos un enchufe próximo. Y podemos así acudir a un recurso casi indispensable para estos viajes: una lamparita portátil, con su cable y su clavija. La mía es de las que llevan una pinza, y puede sujetarse en la cabecera de la cama. Su bombilla de 40 vatios, poco más grande que una nuez, ilumina la lectura muy suficientemente. –«¿Y cómo hace usted para que no se le rompa la bombilla metida en el equipaje?». –Sencillo; en uno de esos pequeños cilindros de cartón que llevan los rollos de papel higiénico, ahí enchufo yo en un extremo la bombilla de la pinza, y en el otro, otra bombilla de respuesto. Pero aún surge muchas veces otro problema referente a lo anterior:
¿Dónde sujetar nuestra portátil lamparita de viaje?… Es frecuente que la cama no tenga cabezal. O que si lo tiene, no permita sujetar en él la lamparita. ¿Qué hacer entonces? Muy simple: buscar encima de la cabecera de la cama algún crucifijo, un cuadrito, algo que esté sujeto con un clavo. No se necesita más. Es posible que la pinza sea capaz de morder el marco delgado de un cuadro, o incluso la parte inferior de un crucifijo –sé que al Señor no le molesta–. Pero en caso contrario, se ata al clavo un cordelito que cuelga verticalmente, y sujeto en él la pinza de la lamparita. Solucionado…
¿Y si no hay clavo, ni cristo, ni cuadro, ni nada que nos sirva para el fin pretendido?… Son casos graves, infrecuentes gracias a Dios, pero aliquando dantur. En tales casos quizá sea necesario tender el cordel de lado a lado de la habitación, buscando dos puntos de enganche adecuados, de modo que en él se sujete con la pinza la bombillita sobre nuestra cabeza lectora. (Una vez más comprobamos que en estos viajes los cordelitos son sencillamente imprescindibles).
Cama
En los últimos años va siendo frecuente hallar camas con un colchón suficientemente rígido, como conviene. De vez en cuando, sin embargo –en casas antiguas–, se hallan camas deplorables. La peor es la que tiene un somier que se hunde. No tiene arreglo. Alguna vez he recurrido a sacar de la cama el colchón y tenderlo en el suelo.
¿Y la almohada?… Hay casos extremos en los que la almohada es gruesa y dura como un tronco: casos increibles, de Juzgado de Guardia … ¿Quién pudo querer una almohada así? ¿Qué mente perturbada diseñó un tal instrumento de tortura? ¿O es que era un sádico?… Aquí no queda sino retirarla, al menos para dormir, e improvisar una almohada doblando convenientemente una manta y metiéndola, en el lugar de la almohada, debajo de la sábana inferior. No hay otra… –¿Y si la almohada es muy delgada? –Se usa doblada. –¿Y si es tan corta que no permite doblarla? –Se le complementa poniéndole una manta doblada debajo.
Las mantas –frazadas– suelen ser también problema con frecuencia. La dificultad más usual es que haya una sobrecama fina y varias mantas gruesas y pesadas. Si así ocurre, estamos perdidos. Con la sobrecama como única cobertura se pasa frío; pero con una manta de ésas aplastantes se duerme mal por su excesivo peso y calor. ¿Qué hacer?
Quizá tomar otra sobrecama de una habitación vacía, y con dos, conseguir el abrigo que daría una manta fina. ¿Y si en las habitaciones vacías próximas las camas están sin vestir, con sólo el colchón? Habrá entonces de contentarse con la sobrecama que tenemos, complementándola, sobre todo en los pies, con la toalla de baño o alguna prenda de nuestros escaso ajuar viajero extendida sobre ella. Y logramos así, con el favor de Dios, salvar la noche sin mayores daños psico-somáticos.
Lavar la ropa
Si no ofrecen en la casa lavar la ropa, nunca lo pido. Y si lo ofrecen, tampoco suelo aceptar siempre la oferta. En estos viajes uno lleva un número de prendas escaso, por peso y sitio. Y más de una vez me he visto en dificultades al no poder cambiarme de ropa, porque la que di a lavar me la devuelven tres o cuatro días más tarde. No es plan. Normalmente prefiero lavármela yo mismo. Para eso llevo una bolsita de plástico con jabón en polvo para lavar a mano.
Si hay bidé –cosa muy rara–, tenemos en él un lavadero ideal, que deja libre el lavabo. Ahora bien, cuando empleamos el bidé o el lavabo para lavar la ropa, el paso previo es asegurar que el tapón retiene el agua durablemente. Y hay aquí grandes probabilidades de que la Providencia divina permita que se dé en nosotros una gran frustación: 1) no encontramos tapón alguno (36% de las veces) o 2) hay tapón disponible, pero no consigue retener durablemente el agua (42%): en diez minutos ya se ha ido toda. Queda, pues, una escasa probabilidad de 3) hallar un tapón que cierra establemente (22%), sin que el agua se vaya yendo poco a poco.
En los casos negativos (78%) se hace necesario acudir a otras soluciones para poder lavar la ropa. Indico algunas. A) Potenciar el poder obstructivo de un tapón inútil rodeándolo con un poco de plástico –precario remedio–. B) Emplear un cubo que podamos sustraer de un cuartito próximo de limpiezas, si es que lo hay. C) Usar como lavadero la papelera de nuestra habitación, si ésta –la papelera, no la habitación– viene a ser un cubo de plástico y está limpia o es limpiable. Y en caso extremo: D) poner en el mismo lavabo una bolsa grande de plástico, llenarla de agua, y una vez comprobado que la retiene durablemente, poner en ella el jabón en polvo y las prendas que hay que lavar.
Secado
Ésta es otra… ¿Cómo secar la ropa lavada? Artículo 1º): no llevar sino prendas de telas sintéticas que sequen rápidamente. Pero aun con ello, el problema no es tan fácil de resolver. Artículo 2º): localizar el sitio adecuado para improvisar un tendedero. El secado habrá de hacerse si es posible en el cuarto de baño o, supongamos, en una terracita privada. Aunque no cabe excluir la propia habitación, si tiene el suelo de terrazo o baldosas. Imposible si tiene el suelo de madera. Artículo 3º): Improvisar un tendedero, una vez hallado el lugar idóneo.
La solución viene de nuevo por la vía del cordel. Llevo conmigo para el viaje dos o tres metros de cordel de rafia blanca, con un nudo o pequeña lazada a cada palmo. Y malo será que no haya un par de puntos opuestos en el lugar elegido donde atar el cordel de lado a lado. Si hay perchas en la habitación –suelen ser pocas y de alambrito–, se cuelgan las perchas con las prendas para secar en cada de las lazadas separadas. Con lo que se consigue que las perchas no se junten todas, quod erat demonstrandum. Y si no las hay, se cuelgan las prendas directamente sobre el cordel, con resultados prácticos bastante limitados –se comprende–, sobre todo si no se ha logrado una aceptable y tensa horizontalidad del cordel.
Pero no quiero en todo esto esconder la realidad, a veces dura: se dan casos en los que no se halla lugar alguno en el que existan dos puntos opuestos para atar los extremos del cordel-tendedero. A lo más se encuentra un punto, pero por más que se busque no hay ninguno opuesto. En tal caso, se hace obligado improvisar un tendedero en vertical, con el cordel suspendido de ese punto. Las prendas entonces, si hay perchas, se cuelgan palmo a palmo con sus prendas en cada lazada. Todo queda en vertical, goteando unas prendas sobre las inferiores. No hay otro remedio. Pero si no hay perchas, cesan mis instrucciones, y simplemente los confío a la misericordiosa Providencia divina, que nunca abandona a sus hijos. Dios proveerá… No todos los problemas de este mundo tienen solución humana. «Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27).
Papelera
Antes me refería a la papelera, que con frecuencia falta –inexplicablemente– de la habitación o del despacho. En tal caso, una bolsa de plástico colgada de un clavo, de un tirador o del respaldo de una silla, sirve perfectamente de papelera. Yo suelo poner dos, una papelera en el baño y otra junto a la mesa de trabajo. Tener a mano donde tirar lo que va sobrando es muy sano para la higiene mental. Pero tampoco cabe excluir que, tras suficiente y madura consideración, decidamos constituir, establecer e inaugurar un rincón discreto de la habitación como papelera a todos los efectos… Un amigo mío a este procedimiento le llamaba sembrar papeleras.
Aviso importante
Es válido para la ducha, la cama o para otros problemas acaecidos en alojamientos provisionales: No pida usted ayuda para que le solucionen el problema, y arréglese como pueda. Si los encargados de la casa van a llamar a Jacinto, que todo lo arregla –«no está, ha salido para un trabajo, pero en un par de horas está de vuelta»–; o si mandan a Daiana en la furgoneta para comprar en la ciudad eso que falta, etc., el asunto se complica y retarda, y el remedio suele ser peor que la enfermedad. Arréglelo usted mismo. Fix it yourself.
Y que Dios lo ampare.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
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