24 de julio.

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Homilía para el XVII domingo durante el año C

“¡Señor, enséñame a rezar!” Cada uno de nosotros probablemente presentó esta súplica al Señor. Si lo hemos hecho, y si la respuesta que recibimos vino de Dios, sabemos que no hay respuesta fácil para esta petición.

En el texto que hemos escuchado, Jesús no da una sola respuesta, fácil. En realidad, no responde directamente a la pregunta. No dice: “La oración es esto y esto otro”. No dice ni siquiera: “La oración consiste en recitar esta o aquella fórmula”. Dice más bien: “Cuando recen, digan...”. Es decir cuando están en estado de oración, o cuando en su corazón hay una oración, y quieren expresarla en palabras, pueden, por ejemplo, utilizar las siguientes palabras: “Padre nuestro, sea santificado tu nombre, etc.”

Si Jesús no responde directamente a la pregunta, la razón probable es que lo que para Él es más importante no es el hecho que nosotros aprendamos a rezar, sino que aprendamos más bien a transformar toda nuestra vida en oración. “No aquél que me dice “Señor, Señor…” entrará en el Reino de Dios, sino el que hace la voluntad de mi Padre…”

No es necesario concebir la plegaria como una situación en la que hay por una parte uno que suplica y, por otra, alguno al que le pedimos hacer esto o aquello. Si tomamos el mensaje bíblico en su totalidad, Dios no aparece como alguien sentado en su trono allá arriba, en el cielo, mientras escucha las oraciones que le vienen de sus súbditos aquí abajo, de la tierra. Al contrario, se manifiesta con un Padre. No como un padre con sus hijos chicos, sino como un Padre con sus hijos adultos, que se han vuelto sus amigos y a los cuales abre Él su corazón.

La historia del Libro del Génesis, que hemos escuchado como primera lectura, es un bello ejemplo. Abrahán recibió la visita de Dios bajo la forma de tres hombres (tema que meditamos el domingo pasado), los trató según las reglas de la hospitalidad oriental, en su mesa y en su tienda. Partiendo de aquel lugar, Dios -siempre en el género literario de la Sagrada Escritura- se dirige a Sodoma y Gomorra, porque sintió decir cosas abominables sobre los habitantes de aquellas ciudades. Quiere ir al lugar a verificar en persona; y si lo que sintió es verdadero, destruirá estas ciudades. Pero antes de dejar la tienda de Abrahán, Dios piensa para sí: “No puedo esconder a mi amigo Abrahán lo que estoy por hacer”. Y Abrahán empieza a negociar con Él. ¿Si hay quizá justos en aquellas ciudades… Realmente exterminarás al justo con el impío? Sería contra tu naturaleza… le dice Abrahán. En realidad Abrahán quisiera salvar no solo a los justos, sino también a los pecadores. De todos modos, sabe que es uno de ellos. Abrahán manifiesta dos formas de solidaridad y esto le da una gran fuerza para negociar: la solidaridad con Dios, del cual es amigo, y la solidaridad con la humanidad culpable, a la cual el pertenece. Que importante cuando abrimos nuestra vida a Dios el “no nos puede esconder lo que está por hacer”.

En la breve plegaria que Jesús enseñó a sus discípulos, encontramos estos dos polos: el primero es “sea santificado tu nombre, venga tu reino…”. Y el segundo es: “danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestros pecados, no nos dejes caer en tentación…

Volvamos al ejemplo de Abrahán, ahora con palabras del Papa emérito Benedicto XVI, la oración es sentir con Dios y con los demás es entrar en una dimensión nueva de la verdadera justicia, dejemos a Benedicto que lo explique: “Abrahán pide el perdón para toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios. En efecto, dice al Señor: «Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él?» (v. 24b). De esta manera pone en juego una nueva idea de justicia: no la que se limita a castigar a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva. Con su oración, por tanto, Abrahán no invoca una justicia meramente retributiva, sino una intervención de salvación que, teniendo en cuenta a los inocentes, libre de la culpa también a los impíos, perdonándolos. El pensamiento de Abrahán, que parece casi paradójico, se podría resumir así: obviamente no se puede tratar a los inocentes del mismo modo que a los culpables, esto sería injusto; por el contrario, es necesario tratar a los culpables del mismo modo que a los inocentes, realizando una justicia «superior», ofreciéndoles una posibilidad de salvación, porque si los malhechores aceptan el perdón de Dios y confiesan su culpa, dejándose salvar, no continuarán haciendo el mal, también ellos se convertirán en justos, con lo cual ya no sería necesario el castigo”. La verdadera oración participa del querer de Dios, “Es esta la petición de justicia que Abrahán expresa en su intercesión, una petición que se basa en la certeza de que el Señor es misericordioso. Abrahán no pide a Dios algo contrario a su esencia; llama a la puerta del corazón de Dios pues conoce su verdadera voluntad. Ya que Sodoma es una gran ciudad, cincuenta justos parecen poca cosa, pero la justicia de Dios y su perdón, ¿no son acaso la manifestación de la fuerza del bien, aunque parece más pequeño y más débil que el mal? La destrucción de Sodoma debía frenar el mal presente en la ciudad, pero Abrahán sabe que Dios tiene otros modos y otros medios para poner freno a la difusión del mal. Es el perdón el que interrumpe la espiral de pecado, y Abrahán, en su diálogo con Dios, apela exactamente a esto. Y cuando el Señor acepta perdonar a la ciudad si encuentra cincuenta justos, su oración de intercesión comienza a descender hacia los abismos de la misericordia divina. Abrahán —como recordamos— hace disminuir progresivamente el número de los inocentes necesarios para la salvación: si no son cincuenta, podrían bastar cuarenta y cinco, y así va bajando hasta llegar a diez, continuando con su súplica, que se hace audaz en la insistencia: «Quizá no se encuentren más de cuarenta.. treinta… veinte… diez» (cf. vv. 29.30.31.32). Y cuanto más disminuye el número, más grande se revela y se manifiesta la misericordia de Dios, que escucha con paciencia la oración, la acoge y repite después de cada súplica: «Perdonaré… no la destruiré… no lo haré» (cf. vv. 26.28.29.30.31.32).”

La verdadera oración es vivir en la comunión con Dios, por eso, cuando esa comunión existe, dice Jesús que pidan y todo se les dará. Continúa el Papa emérito: “Porque precisamente esa oración ha revelado la voluntad salvífica de Dios: el Señor estaba dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban encerradas en un mal total y paralizante, sin contar ni siquiera con unos pocos inocentes de los cuales partir para transformar el mal en bien. Porque es este precisamente el camino de salvación que también Abrahán pedía: ser salvados no quiere decir simplemente escapar del castigo, sino ser liberados del mal que hay en nosotros. No es el castigo el que debe ser eliminado, sino el pecado, ese rechazar a Dios y al amor que ya lleva, en sí mismo [el rechazo], el castigo. Dirá el profeta Jeremías al pueblo rebelde: «En tu maldad encontrarás el castigo, tu propia apostasía te escarmentará. Aprende que es amargo y doloroso abandonar al Señor, tu Dios» (Jr 2, 19). De esta tristeza y amargura quiere el Señor salvar al hombre, liberándolo del pecado. Pero, por eso, es necesaria una transformación desde el interior, un agarradero de bien, un inicio desde el cual partir para transformar el mal en bien, el odio en amor, la venganza en perdón. Por esto los justos tenían que estar dentro de la ciudad, y Abrahán repite continuamente: «Quizás allí se encuentren…». «Allí»: es dentro de la realidad enferma donde tiene que estar ese germen de bien que puede sanar y devolver la vida. Son palabras dirigidas también a nosotros: que en nuestras ciudades haya un germen de bien; que hagamos todo lo necesario para que no sean sólo diez justos, para conseguir realmente que vivan y sobrevivan nuestras ciudades y para salvarnos de esta amargura interior que es la ausencia de Dios. Y en la realidad enferma de Sodoma y Gomorra no existía ese germen de bien.” (Benedicto XVI18 de mayo del 2011).

Hay momentos en nuestra vida que la oración brota de la profundidad de nuestro corazón como la lava de un volcán -sea que hayamos hecho una viva experiencia del amor de Dios, sea que nos hayamos vuelto profundamente conscientes de nuestra condición de pecadores y de necesitados. Pero es probable que, la mayor parte de las veces, nuestra oración sea aquella del Publicano: “Ten piedad de mi que soy un pecador”. Orar para estar con Dios, para crecer en comunión, para sentir con Él. Esta oración es siempre escuchada, porque es la plegaria del pobre, en sentido bíblico, el que depende de Dios. Cuando nos reconocemos como uno de estos pobres, podemos decir con los Apóstoles: “Señor, enséñame a rezar…” La respuesta será siempre nueva y exigente, ¡Virgen orante enséñanos la verdadera oración!

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