
Siguieron su camino para el Monte Tabor, donde celebraron la Santa Misa, en la capilla de Moisés del Santuario. Antes, en el coche, habían leído y meditado los textos evangélicos de la Transfiguración del Señor. Al bajar del Monte quiso don Álvaro que se recogiesen algunas flores campestres de aquel lugar, para llevarlas a Roma.
Siguieron su camino hacía Jerusalén por la carretera del valle del Jordán. Antes de pasar por Jericó leyeron los textos del Evangelio de la curación del ciego (el “Domine, ut videam! Que tanto repitió San Josemaría desde que notó la llamada del Señor) y el del encuentro con Zaqueo. Precisamente se pararon a la entrada de Jericó junto a un sicomoro que allí había.

Después, siguieron su camino hacia Jerusalén y desde el coche divisaron el monte de las tentaciones. Al llegar a la Ciudad Santa, Don Álvaro quiso visitar y hacer oración en la Basílica del Santo Sepulcro. Conmovido de emoción, se arrodilló y colocó su frente sobre la piedra del Santo Sepulcro. Fue un rato de prolongado silencio, absorto el beato en el Misterio de la Muerte y Resurrección del Señor. Pasó a visitar el lugar del Calvario y, a pesar de sus años y dificultades físicas, se arrodilló y echó adelante su cabeza para besar y poner las manos en el agujero que la tradición considera como el lugar donde estuvo clavada la Cruz de Jesucristo.
Uno de los acompañantes de don Álvaro en este viaje, Mons. Joaquín Alonso, recuerda una anéctoda de ese día:

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