Una muchacha de Alepo, un toxicómano paraguayo y una periodista polaca conmueven la Jornada Mundial de la Juventud Con una coreografía digna de los Oscar y tres relatos conmovedores a cargo de sus propios protagonistas, el Papa Francisco y más de un millón y medio de jóvenes de 187 países han cantado, han llorado y han rezado el sábado al anochecer con una intensidad difícil de encontrar en un mundo cada vez más superficial.
A su llegada a la inmensa explanada preparada para el encuentro con los jóvenes en las afueras de Cracovia, Francisco y varios de los peregrinos cruzaron una «puerta santa» simbólica, antes de dirigirse al estrado, del tamaño de un campo de futbol para acoger una gran orquesta y coro, así como un espacio muy amplio para el baile y la representación. El espectáculo comenzó con danzas, que fueron dando paso a representaciones de escenas que invitaban a pensar. La primera fue el aislamiento en el que vive la gente caminando rápido por calles abarrotadas pero sin ver a nadie, pendientes solo de sus «smartphones» y auriculares, encerrados en sus cabinas de cristal.
La segunda representación, cuando el sol se volvía dorado y dulce, fue la del perdón, con imágenes del atentado contra san Juan Pablo II, y del Papa polaco yendo a la cárcel a visitar al pistolero turco. Dos actores lo representaron a continuación, junto con otros que iban dando forma visible a ideas como transmitir alegría a los tristes o esperanza a los pesimistas. A su vez, las pantallas gigantes alternaban esas escenas con las de una gran imagen del Jesús de la Divina Misericordia, compuesta por las microfotografías de los jóvenes inscritos oficialmente en esta Jornada Mundial de la Juventud. Al aumentarlo, cualquier punto minúsculo se convertía en el rostro de una persona. Después habló Rand, una muchacha de Alepo que ha visto morir a su mejor amigo y a muchas otras personas. Su testimonio conmovía a muchos jóvenes hasta las lágrimas.
La conversión de Natalia A su vez, Natalia, redactora jefe de una revista de moda polaca, relató su inesperada conversión y el modo en que fue a confesarse por haber pecado contra todos y cada uno de los diez mandamientos. Miguel, paraguayo, contó que había empezado a usar drogas a los once años, rompió el dialogo con su familia, comenzó a cometer delitos y fue encarcelado por primera vez a los 15 años. Su padre consiguió sacarlo de prisión pero siguió cometiendo delitos más graves, que le valieron una condena de seis años. Lleno de alegría, contaba cómo una persona le ayudó a ir a un centro de desintoxicación, la «Fazenda de la Esperanza» donde no solo se curó sino que ahora, a los 34 años dirige desde hace ya tres un centro de desintoxicación de ese mismo grupo en Uruguay.
El tamaño de la multitud era impresionante, aunque solo se podía apreciar en las vistas aéreas que aparecían a veces en la pantalla. Era como un mar, como un océano de jóvenes en el que se iban encendiendo puntos de luz a medida que caía la noche. Era un ambiente mágico, en el que todos esperaban la palabra de Francisco y podían escucharle en el propio idioma gracias a la traducción simultánea.
El Papa comenzó haciendo notar que el relato de Rand había logrado enseñar algo muy valioso: «La guerra, en la que viven muchos jóvenes, ha dejado de ser anónima, deja de ser una noticia de prensa sin nombre. Hoy la guerra en Siria es el dolor y el sufrimiento de tantas personas, de tantos jóvenes como la valiente Rand, que nos ha pedido rezar por su amado país». Con mucha fuerza, Francisco añadió que su testimonio lleva a que «ya no haya ciudades olvidadas ni hermanos rodeados de muerte y de homicidios sufriendo sin que nadie les ayude».
El Papa afirmó que «nosotros no vamos a gritar ahora contra nadie, no vamos a pelear, no queremos destruir. Nuestra respuesta a este mundo en guerra tiene un nombre: se llama fraternidad, se llama hermandad». Francisco les invitó a construir puentes, empezando por tomar la mano de la persona de al lado y alzarlas en una especia de apretón de manos de un millón de jóvenes, que lo rubricaron con un aplauso atronador. «Salir a caminar» El Papa les hablaba en tono exigente, invitándoles a no ser «cristianos de sofá», perezosos y abotargados, «pues no hemos venido a este mundo a vegetar, sino que hemos venido a dejar una huella».
Un joven cristiano sabe que la felicidad «no es andar por la vida dormido o narcotizado», sino entregarse a los demás. Es decir, levantarse del sofá, «ponerse los zapatos y salir a caminar por senderos nunca soñados siguiendo la locura de un Dios que nos enseña a encontrarlo en el hambriento, el sediento, el desnudo, el enfermo, el preso, el inmigrante, o el vecino que esta solo».. Finalmente, Francisco admitió que ante cualquier problema «es mucho más fácil fijar la atención en lo que nos divide», pero por eso, «hoy los adultos necesitamos de ustedes, que nos enseñen a convivir en la diversidad».
Juan Vicente Boo
abc.es
Discurso del Papa en la vigilia de oración: AQUi
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