Sigo trabajando en mi obrita sobre la Trinidad. Había una parte muy clara en ese libro que ya está acabada. Hay otra parte del libro que no la tengo clara, y ya han pasado varios días y sigo sin tenerla clara. Es curioso, en la escritura, a veces, hay partes firmes en que el libro avanza con paso decidido. Y otras partes en que el autor duda, no hace pie y el libro parece difuminarse. Mi norma, como la de todos los escritores, es la de hacer desaparecer aquellas partes en las que un libro parece perder el camino.
Pero, a veces, las cosas no son tan sencillas como pudiera parecer. Lo que un día parece que es una historia que cojea, otro día se escoje precisamente porque resucitar una historia que cojea, arreglarla y remendarla producirá un efecto especialmente sorpresivo o tal vez estético.
Lo peor para un escritor es la discontinuidad. Y el buen Dios me dio ganas de escribir y discontinuidad. Tengo otras ocupaciones que no son las de crear mundos ficticios. Y así los años pasan con grandísimas ganas de escribir y enormes socavones temporales. Continuamente me hallo retomando el hilo de mi propia obra.
Otra característica mía es la aversión por las revisiones. Qué poco me gusta. Estoy seguro de que a todos los escritores esto les aburre tanto como a mí. Lo que sí que es para mí un placer es leer una obra mí al cabo de años. El placer de redescubrir la propia obra gracias al olvido.
El olvido, esa marea cuyo lento paso he llegado a amar. Como persona le debo mucho al olvido. Él me recuerda con su presencia, con su niebla, la proximidad de un crepúsculo inevitable. Él me recuerda con su presencia, con su niebla, la proximidad de un crepúsculo inevitable, la humillación de mis limitaciones, la certeza de que ni todos mis libros lograrán que el reloj se detenga.
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